Del amor al odio hay 5 personalidades
El tema conmigo siempre fue
que puedo tener ideas diametralmente opuestas y aún así estar en equilibrio
conmigo misma. Puedo pensar que tal cosa es una degeneración y al mismo tiempo
darle una vuelta de tuerca y madurar que quizás no es tan malo. Así, puedo
tener sentimientos opuestos respecto de personas, actividades y opiniones. Me
cuesta mucho definirme. Supongo que a todos nos cuesta. Tengo razonable envidia
a aquellas personas que tienen las cosas tan transparentemente claras… me
provocan envidia y un poco de rechazo. Y me suena “aburrido” tener todo tan
claro.
¡Ahí lo tienen! Casi sin
querer, un despejadísimo ejemplo de lo que decía precedentemente: empecé
diciendo que tenía envidia de quienes pensaban claramente y terminé escribiendo
que me resultaban aburridos y prefería quedarme en mi estado de confusión
permanente. Nunca me decido.
Conmigo siempre todo es una
sorpresa. Yo me atrapo diciendo que me gustan cosas que jamás probé, o que
nunca se me hubiera ocurrido probar. Me encuentro haciendo cosas que nunca se
me hubieran cruzado por la cabeza. Me miento, me engaño y creo mis personajes.
Nunca fui diagnosticada con desorden de personalidad… pero creo que eso fue un
regalo de navidad de los médicos que me atendieron. Si no tengo desordenes de
personalidad entonces abran las puertas del Borda y dejen a todos mis pares ser
felices. Seriamente y aunque suene gracioso: tener varias personalidades te
saca airosa de muchas situaciones dramáticas. Soy varias personas a la vez y
varias personas que piensan muy diferente. Aún así, eso no me genera conflicto.
No me contradigo: pienso diferente dependiendo de muchos factores. Todas mis
personalidades conviven silenciosamente adentro mío y esperan su turno para
salir. ¿De qué depende? ¿Cómo saben cuál de ellas tiene que salir? Bueno, ellas
sí tienen las ideas claras y saben que cada situación merece una personalidad
diferente, que se adecue, se amolde a las circunstancias vigentes.
Las circunstancias reinantes
eran un tanto lóbregas: nuevo colegio, nuevos compañeros, nuevos profesores.
Requería una nueva personalidad para enfrentar todos esos cambios. Uno tiene
que amoldarse a un nuevo trabajo, a una nueva pareja, a un nuevo grupo de
amigos, etc. Quienes no sabemos amoldarnos necesariamente hacemos un cambio
total de personalidad, creando una que reúna justo lo que los demás esperan de
nosotros. Así es más fácil “encajar”, eso que me costó toda la
pre-adolescencia.
Patris, así se llamaba el
supuesto colegio bilingüe y acartonadísimo al que mis padres querían que
concurriera. Lo cierto es que no era mejor que ningún otro colegio (bueno,
quizás sí mejor que el primero al que fui). Por primera vez iba a usar
uniforme. Me imaginé vestida con pollera a cuadros, camisa, corbata y
mocasines. Me imaginé mal: el tercer colegio al que fui era macabro en todo
sentido. No solo quedaba lejos como la misma muerte, sino que era un campo,
casi sin signos de vida humana. Sí, alguna que otra vaca, un par de ovejas y
quizás hasta un caballo. ¿Los uniformes? Un jogging verde oscuro y una CHOMBA
blanca con el logo del colegio (al mejor estilo “escudo español”) haciendo
juego con la verde pradera circundante. Ahora, explíquenme algo, porque yo no
sé mucho de modas: ¿Dónde se ha visto una persona usando jogging y chomba al
mismo tiempo? Tan cualquier cosa eran, que ni siquiera se habían preocupado por
diseñar un uniforme de persona normal. No por nada nos gritaban de todo por la
calle. Los chicos son crueles, pero los directivos del Patris eran peor.
Ese colegio era una
desorganización que no estaba ayudando a mi estado mental. Lo último que
necesitaba era un colegio desorganizado. Se supone que iba a aprender: y más
que nunca necesitaba reglas y mano firme (no quiero que suene sexual diciendo
“mano dura”). Y digo más que nunca porque me estaba desbandando: comía
paupérrimamente y jugaba competencias silenciosas con mis compañeras de
colegio. Silenciosas, digo, porque solamente yo sabía que estaba compitiendo.
Dicha competencia era en realidad algo muy sencillo: saber cuánto medían
nuestras muñecas (cuantos más dedos podías tocarte dándole la vuelta a tu
muñeca, más flaca eras) o cuanto sobresalían los huesos de nuestras caderas. Mi
satisfacción máxima era acostarme y ver que el jean se me apoyaba en los huesos
de la cadera y que todo lo demás se hundía cómodamente en la nada. Que casi no
tenía panza. Que se me empezaban a notar las costillas. Que entre el jean y mi
piel quedaban muchos centímetros de distancia.
Siempre me entretuve con actividades
que no les gustaban a otros. Supongo que por eso fui y soy solitaria (ahora
menos que antes y antes más que ahora). Todo lo que siempre hice dependía
exclusivamente de mí: nadaba sola, jugaba sola, bailaba frente al espejo, leía,
escuchaba música en mi walkman, etc. Nunca pude compartir una actividad. Nunca
necesité compartir una actividad. Supongo que prefiero hacer las cosas sin
ayuda, sola. No me gusta que me molesten, que alboroten mi concentración, que
me disturben.
Aprecio más que nada mi vida interior, mi
exquisito mundo privado, aquel que aunque quisiera no podría explicar. Es tan
fructífero, es de tantos colores y tiene tantísimos matices que no se podría
entender la dimensión ni la importancia que yace en ellos. Quisiera explicarlo.
Quisiera que mi ocio tuviera sentido para la sociedad: y sin embargo soy
condenada. Sé que ahora no entienden, pero ya van a entender. En algún momento
mis compañeras del colegio tampoco entendían por qué cuando me decían “estás
ojerosa” yo contestaba con una sonrisa cansada pero brillante. Y quizás siguen
sin entenderlo; a decir verdad, me cansa tener que explicarle todo a la gente.
Y no soy soberbia, no. Pero estoy cansada. Ni mi cuerpo, ni mi alma, ni mi
mente están preparados para explicar mucho más, para vivir muchos años más. Con
o sin competiciones de muñecas, con o sin cinturones cortándome la respiración,
con o sin padres reprimiéndome alimenticiamente, con o sin valor para seguir.
No mucho más. No queda mucho más. Volvamos.
Entonces concurría a ese colegio,
que en circunstancias normales no hubiera sido tan terrible pero que en
aquellas condiciones parecía tormentoso. No solo quedaba lejos, tenía pésimos
profesores y gozaba de espantosos uniformes, sino que además era de doble
escolaridad. ¿Qué significaba eso? Que mientras mis ex compañeras entraban a
las 7.30am y salían a las 12.30 del mediodía, yo entraba a las 8.30am y salía a
las 16.30. Ciertamente ¡no era justo! “¡Escúchenme! ¡Soy una adolescente
comenzando a perturbarse, no necesito estar pupila en este colegio!”. Nadie
oía. Nadie quería oír. En aquel momento comencé a idear mi plan
me-van-a-echar-de-este-colegio.
Mientras meditaba la
estrategia para que me echaran súbitamente del Patris, también seguía teniendo
relación con mis compañeras del Estrada, una relación cada vez más desgastada,
más espaciada y más estúpida. Porque eran unas estúpidas. Lo cierto es que
nunca fueron realmente mis amigas, hasta ese momento no había tenido ni una
miserable amistad en 14 años de existencia. Y créanlo o no, en catorce años
puede pasar de todo. Y cuando digo “de todo” es literalmente eso. Y a mí no me
había pasado ni una amiga; ni una verdadera. Más tarde llegué a pensar que tal
cosa llamada amistad realmente no existía. Que era solo un rótulo para cagar a
la gente por la espalda y esconder la piedra bajo el grito de “¡¡cómo te voy a
hacer eso si somos amigos!!”. Me costó mucho deshacerme de esa idea tan
convincente y cierta. Me supuso un esfuerzo enorme hacerme creer que estaba
errada, descartar esa idea de mi cabeza. Finalmente casi lo logro.
Las clases en el Patris
comenzaron el 9 de marzo de 1998. El 11 del mismo mes ya estaba preparada para
que me echen. Eran efectivamente tortuosos ese colegio y sus reglas. Para
empezar, los diferentes grados tenían horarios para comer; porque claro,
estabas irónicamente encerrado en ese vastísimo campo desde las 8 y media de la
mañana y hasta las cuatro y media de la tarde y tenías que comer ahí o morir de
desnutrición. Quizás morir de desnutrición no era tan malo comparado con las
otras opciones, a saber:
- pagar una cuantiosa suma de dinero por mes para que el “catering” encargado te alimente como a un universitario estadounidense de escuela pública (esto incluye: comida vomitiva, fría, pasada seis veces por el microondas, freezada y manoseada) o
- llevar desde tu casa una “vianda” (especie de cesta de plástico que intenta fracasadamente conservar los alimentos frescos) que contenga milanesas hechas la noche anterior, papas fritas frías, una gaseosa sin gas y manos sucias… porque en las viandas infaliblemente se olvidan de las servilletas.
Por eso digo que quizás morir
de hambre no era finalmente del todo malo. Después de todo, con las viandas y
el catering corrías permanente riesgo de indisposición mortal. La única razón
por la cual asistir al colegio era menos escabroso era porque mis primos iban
también. Y con mis primos siempre tuve la amistad que deseé tener.
Uno supone que porque son
primos tienen que quererlo a uno y en realidad no es así, ni un poco. Tengo
primos con quienes me llevo bien, primos a quienes amo y algunos a quienes no
soporto. De hecho, no me explayé mucho en el tema pero formamos una cuantiosa
cantidad de familiares. Y siete de mis primos y mis dos hermanos iban al
Patris. Se puede decir que eso lo hizo más llevadero y que por eso hice más
pausado mi proceso de abandono escolar.
Pausado, quiero decir: no me
echaron a la semana. Fue un gran avance. A decir verdad, estaba lo
suficientemente enojada con mis padres como para irme todas las tardes, una vez
finalizado el colegio, a dormir a la casa de mis primos. Poniendo las cosas en
claro, todo adolescente sabe que hay casas divertidas y casas aburridas. Bien,
la mía era aburría hasta el insomnio y la “casa de Zú” era un parque de
diversiones.