Everybody
changes
Sí, ese es mi
nombre. Cielo. Poco común, pero claro: no podía llamarme de otra manera. Era
previsible que mi nombre no podía ser común, tenía que ser especial. A veces me
pregunto si me castigaron por toda mi vida mis viejos al darme ese nombre.
Quizás si me hubiera llamado Florencia o Marta no me hubieran sucedido mitad de
las cosas que me tocó vivir, sufrir, negar, experimentar, etc. Así que mi nombre
es especial, como yo (según mis padres). Sí, ahora tengo amigas (y de las
mejores) pero ellas no creen que sea especial, simplemente que estoy loca. “Una
loca linda” como está de moda catalogar a los retorcidos mentales para que no se violenten. Y no es que yo crea
que soy una retorcida. Sí, a decir verdad creo que soy una retorcida, pero
concuerdo con mis amigas: no puedo hacerle daño a nadie. Solamente a mi misma o
a otros por medio de mí. Llegó una época en mi vida cuando en vez de enojarme
con alguien me castigaba a mi misma para afectar a ese otro alguien. Pero eso
viene más tarde. Sostengo que todavía es temprano.
Después de las
experiencias de mi primer colegio mis viejos decidieron mandarme a otro. El
segundo colegio al que fui lucía mucho más como un colegio normal que el
anterior. Los alumnos llevaban guardapolvos blancos y se sentaban en los
famosos “bancos” o “pupitres” de los que tanto había oído hablar pero nunca
había visto. Vale aclarar que en el Pedagógico (mi primer colegio) nos sentábamos
en alfombras y en posición “chinito” haciendo una ronda. Escribíamos en el piso
y no teníamos pertenencias. Era el comunismo hecho colegio. Nunca te enterabas
si tu compañerito tenía plata o no porque no lo veías vestido de ninguna
manera. Usábamos “pintores”: una suerte de guardapolvo pero que te mandaban a
hacer (a tu mamá, claro) del cual podías elegir el estampado o el escocés que querías llevar todo el
año. Una porquería. Como decía, ni
siquiera nos dejaban llevar pulseras o relojes. “No todos los chicos pueden
comprar relojes o pulseras así que ninguno de ustedes debe traerlos al
colegio”. Esa fue la manera que encontraron las maestras de adueñarse de
pulserita o reloj que veían brillando en el recreo. Se quedaban con todo
(supongo que como “castigo por haber roto las reglas”). Una gansada, como todo
lo de ese colegio. No usábamos porta-útiles o cartucheras, simplemente había
una caja de madera con lápices con el nombre de cada alumno. Y cuatro gomas de
borrar. Tampoco había lapiceras, ni exámenes, ni boletines, ni nada. Era
absolutamente cualquier cosa. Y a mí me molestaba mi prima que se quedaba
siempre con la goma de borrar en la mano. Sobretodo porque yo era básicamente
mala en matemáticas y tenía que borrar todo el tiempo. Nunca me gustó eso del comunismo.
¿Todo para todos? Siempre hay algún vivo que se apropia de lo que es de todos.
Mejor me compro mi propia goma de borrar y problema solucionado. Nunca lo hice,
ahora que lo menciono. Porque nunca rompía las malditas reglas del colegio. Y
nunca faltaba, porque mi mamá no me dejaba y más porque cuando faltaba al
colegio me aburría. Claro: no tenía amigas, ¿qué iba a hacer en mi casa todo el
día? Comer y mirar televisión, ¡qué pregunta!
Entonces me sacaron
de ese colegio donde me hicieron leer “El clan del oso cavernario” a los diez
años (y créanme, tiene partes lo suficientemente subidas de tono para
considerarlas material inapropiado para alumnos de diez años) y me cambiaron al
Estrada. Un colegio “normal”, con compañeros normales y hasta quizás más
crueles que los del pedagógico. Porque peor que hablen mal de uno es que ni
siquiera lo miren o noten su presencia. En eso me convertí yo: en la gorda que
va al colegio privado y cheto de la ciudad. Eso suponía:
a) que no iba a tener amigas o
b) que mis amigas iban a ser tan
fracasadas o más que yo
Ninguna de las
opciones me parecía viable pero simplemente caí en ese colegio desprevenida.
Ah, ahora que recuerdo: Rocío. ¿Nunca odiaron y admiraron a alguien a la vez?
Sí, probablemente a sus padres, pero me refiero a un par: un compañero de
colegio, de trabajo, de algo. A mí me pasó, más de una vez y es el momento de
hablar de Rocío y más indirectamente de mi madre.
Mi mamá siempre
quiso que yo sea un diez. Es decir, un palo y un cero al lado. Siempre fui un
cero, bien redondo y gordo.. Y tiempo después me enteré de la existencia de
“los diez”. Una pareja amiga de mis viejos que eran diez, en puntaje, claro.
Eran cinco pero los escuchabas hablar de sus habilidades y te sentías miserable
en menos de dos palabras. Jugaban tenis, golf, básquet, nadaban, eran perfectos
alumnos, arquitectos, hablaban perfectísimo inglés, hacían viajes por todo el
mundo, eran extremadamente independientes no solo económicamente sino en todo
sentido de la palabra. Eran 10. Así de fácil.
Tuve la maldita
suerte de que la amiga perfecta de mamá tenga una hija de mi exacta edad pero
abismalmente diferente. Rocío. Ella no tocaba piano pero hacía todo lo demás,
imaginen cualquier cosa posible: Rocío lo hacía. El panorama se me complicó un
poco cuando empecé a escuchar a mamá diciendo periódicamente que algún hijo
perfecto de su amiga había recibido algún estúpido premio. Básicamente me
empezó a molestar la repetición en serie de comentarios edulcorados hacia
Rocío, o cualquiera de sus familiares. Como ella estudiaba inglés, mi mamá me
mandó a estudiar inglés. Como ella bailaba danzas contemporáneas yo empecé a
hacerlo. Y así seguía como un detective frustrado las huellas de Rocío. O
mejor: cumplía los caprichos de mi madre. Quizás mamá pensó que se iba a
parecer a su amiga si yo me parecía a su hija. No sé.
Gracias a Rocío mis
habilidades eran innumerables: natación, danzas de todo tipo ¡¡¡patinaje
artístico!!! Destreza, patinaje sobre hielo, estudiante de inglés… argh… era
una vulgar fotocopia de mi amiga y compañera del colegio: porque mamá me cambió
al Estrada porque Rocío iba al Estrada.
Y ahí quería
llegar. Ah, olvidé mencionar que mientras yo pesaba 64 kilogramos, Rocío no
pasaba los 39. Pero claro “tienen contexturas diferentes”. Si la vieran (la
sigo viendo) sabrían de lo que estoy hablando. Tiene el cuerpo que toda mujer
quisiera, creo. Dura y blanca y con una cara preciosa y flaca y asquerosamente
perfecta. Y es buena mina. Para odiarla, ¿no? En fin.
Así que empecé en
el Estrada. El primer día de clases de guardapolvo blanco y cartuchera propia
había llegado. Y fue un fiasco. Se compartían los bancos y no tenía con quién
sentarme. Rocío me había dejado absolutamente sola y claro, yo también me
hubiera dejado sola. Pero no volví llorando a casa, estaba más que acostumbrada
a la soledad… y de hecho la disfrutaba. Nunca había tenido amigas, no porque me
costara relacionarme, sino porque no sabía lo que significaba eso ni cómo
hacerlo. No se puede extrañar algo que nunca se tuvo y yo jamás había tenido
amigas ni relaciones de ningún tipo con chicos/as de mi edad. Así que
simplemente me sentía en una obra de teatro donde los actores eran los mismos y
las situaciones similares; donde lo único que cambiaba era el decorado. En vez
de sentarme en alfombras ahora me dolía la cola contra una silla dura y apoyaba
mi carpeta en un banco atestado de frases escritas con liquid-paper. Y ahora en
lugar de cortar pasto en el enorme bosque del pedagógico tendría que contar
baldosas en un típico patio de dos por tres metros cuadrados. Una delicia.
Pero a medida que
pasó el tiempo me fui acostumbrando a lo “normal” y empecé a despreciar lo
“especial” que antes apreciaba tanto. Empecé a tener tarea, deberes, profesoras
como en la televisión, compañeros de guardapolvos blancos, recreo con timbre en
lugar de campana y hasta un kiosko. Cosas que hasta ese momento eran
impensables para mí dentro de un colegio.
Y aunque muchas
cosas habían cambiado a mi alrededor, yo seguía siendo la misma. La gorda,
aunque esta vez no era la única. Y no era la única nueva. Así que me empecé a
juntar con una bandita de fracasadas, esas que no tenían amigas (justo como
yo).
Corría 1997 y mi
teléfono empezaba a sonar. En vez de leer libros por placer comenzaba a hacerlo
por deber. Las cosas seguían cambiando y yo estaba cambiando. De repente la
solitaria persona que yo era fue desapareciendo y apareció el vestigio de lo
que soy hoy, pero una versión extra-large. La personalidad se estaba forjando
pero todavía quedaba un larguísimo tramo hasta la constitución de la serpiente
en que me convertí.
ME GUSTARIA PONERME EN CONTACTO CONTIGO SI ES QUE AUN ESCRIBES .... GRACIAS
ResponderEliminarANN.LASHEY@GMAIL.COM