domingo, 29 de julio de 2012

abzurdah (capitulo 18)


Vómito cósmico

            No iba a ponerme mal. Estaba en Mar del Plata con mis amigas de la facultad, no podía arruinar ese momento. Decidí que iba a hacer como si no hubiera pasado nada: iba a divertirme, iba a subirme a las calesitas con malvados caballos de plástico riéndose de mí mientras vibraban de arriba abajo sin parar.
            Sí iba a ponerme mal. Porque en cuanto mis amigas aquella noche en Mar del Plata se arreglaban para salir, se me llenó la cabeza de preguntas, el inconsciente de nostalgia y el presente de necesidades. Necesidad de llamarlo, se sentir, de saber si iba a estar conmigo en aquella cuidad. Urgencia de tocarlo, de saber que no estaba lejos, de revivir encuentros, de sobrevivir a la nostalgia.
            Entonces lo llamé, pidiendo silencio en el departamento, mientras dolores cocinaba, pilar ponía la mesa y maría las ayudaba. Yo llamaba a su celular. No pudo haber sido peor: incluso podría haber sido más reconfortante y menos incómodo que no me atendiese del todo. Lo llamé y atendió.
            Me dijo hola y le pregunté dónde estaba. Tardó algunos segundos en contestarme, como si lo hubiese estado pensado. De fondo escuché la voz de un bebé que decía: “mami comprame…”. “Estoy… estoy… estoy en el supermercado” dijo por fin cuando el bebé lo dejó hablar. Le pregunté con quién estaba y me dijo, en tono de broma “con mi esposa y mi hijo”. No me gustan esas bromas, no fue gracioso. Estaba en el supermercado con Romina y Ulises ¿puede haber algo más trágico que aquella imagen de la familia feliz? No podía soportarlo. La angustia me hizo un nudo en la cabeza que comenzó a dolerme a medidas desubicadas. “Pero… ¿no ibas a venir a mardel?” pregunté ingenua. “Uff… bueno, no creo que vaya. No. Es que por fin nos estamos mudando y tenemos mil cosas para hacer todavía. La casa es un desastre. Es enorme y hay que limpiarla y encima hay que cuidar a Ulises así que no; supongo que me voy a quedar acá todo el fin de semana”.
            El eco maldito en mi cabeza muy hueca repicaba una y mil veces: “NOS ESTAMOS mudando, TENEMOS mil cosas para hacer”, “nos estamos mudando”, “tenemos”, “nos estamos mudando”, “tenemos”.
            ¡Y Ulises metido en el medio! Era más diabólico de lo que pensaba que hubiese sido posible. Ese bebé estúpido quitándole el lugar a Ursula. ¿Por qué ese bebé le despertaba a Alejandro todo aquello que le había negado a mi hijita? ¿Por qué la vida fue tan injusta conmigo? Muy bien, eso era más de lo que yo podía soportar. Alejandro que una vez más me abandonaba. Alejandro que una vez más me reemplazaba y reemplazaba a Ursula por Ulises. Por cierto, era exageradamente más de lo que hubiera podido soportar cualquier persona en mi situación. Decidí que iba a hacer algo al respecto: y después me di cuenta de que estaba vencida. Ya vencida. Aún vencida. Siempre vencida. Tomé consciencia y pensé: no voy a hacer absolutamente nada, porque no hay nada que pueda yo hacer. ¿Qué puede dolerle a Alejandro? ¿Qué puede hacerlo reaccionar? Nada lo toca, nada lo conmueve, es intocable, es una pieza del museo de acerco inoxidable de Madame Tussauds. No había cómo derretirlo, cómo oxidarlo, cómo siquiera hacerle una ralladura. No. Alejandro magno, el inconmovible, había ganado la batalla una vez más y yo no era capaz siquiera de defenderme. Las mías fueron siempre batallas perdidas.
            Después de colgar el teléfono mi mundo se diluyó en remembranzas de la nada. No existía nada, no había nada, mi mundo era una completa negación de la existencia de cualquier cosa ajena a Alejandro, que a su vez, paseaba fantasmal en mis memorias recientes.
            Afuera de mi cabeza, el mundo continuaba moviéndose, aunque me resultara poco interesante. Las chicas me dijeron que la cena estaba lista, así que decidí omitir cualquier comentario respecto del supermercado, de mi hija reemplazada y hasta de mi propio reemplazo, y me senté a comer, como si nada. Ñoquis, no me voy a olvidar que comimos ñoquis.
            Poco después de la cena, decidieron (ellas) que íbamos a salir a bailar. Yo nunca quise salir con ellas, pero en este caso no tenía absolutamente nada que perder. Me cambié, me pinté, me arreglé un poco el pelo y decidí que esa noche iba a tomar alcohol. Mientras ellas consumían cerveza en cantidades inidentificables, yo empecé casi sin querer a convertirme en una alcohólica anónima llenando vasos y vasos de licor de melón. Todavía recuerdo el gusto de ese licor y me siguen dando nauseas, es cierto.
            Tomé tanto alcohol que en media hora estaba en otro planeta. Lo llamé a Alejandro y tenía el celular apagado, le dejé mensajes diciéndole que por su culpa estaba borracha y que necesitaba que viniera a rescatarme. Nunca había estado ebria en mi vida (sola, digo, sin compañía de Alejandro): sentía un malestar creciente desde mi garganta hasta el estómago o donde fuera que se alojan esas porquerías. Estaba realmente en problemas, tenía ganas de acostarme y dormir para siempre. No solamente había sido abandonada y reemplazada sino también estaba borracha y perdida; supongo que no hay imagen más patética que aquella.
            En el departamento de mar del plata teníamos una nueva huésped: otra Dolores (llamémosla Loli) que también era compañera nuestra de la universidad en aquel momento. Loli se dio cuenta de mi estado de inmunidad cerebral y me dijo: “Cielo, ¿te sentís bien?”. Le contesté que cualquier persona con medio dedo de frente hubiera sabido la respuesta sin preguntar siquiera. “Bueno, escuchame, es mejor que vomites entonces”. No sé vomitar, eso le dije. Y a decir verdad era una imagen un tanto más desagradable que esta borrachera amorosa que tenía encima. “Yo te ayudo, vamos al baño y te meto los dedos”. Ahora que lo pienso… ¡Qué valiente fue Loli! Meterle los dedos a alguien en la garganta… argh… ¡qué desastre! Hubiera preferido metérmelos yo, claro, pero no sabía si me animaba ni tampoco cómo hacerlo.
            Loli lo hizo e instantáneamente, después de vomitar, me sentí muchísimo mejor. Al vomitar experimenté una descarga que no había sentido antes: flotaban entonces ñoquis con licor de melón y algunas muchas penas concebidas por Alejandro aquellos últimos días antes de este.
            Sorprendentemente una acción desagradable me llevó a sentirme bien. Era como mi vida: estar con Alejandro, odiarlo, sus actitudes soeces y todo lo demás me llevaban a extremos inesperados de felicidad. Vomitar me hacía bien.
            Estaba un tanto confundida: era agosto de 2003 y yo era un puñado de esperanzas sin sentido; era abandonada, una estudiante que se esforzaba y aún no sabía si realmente quería ser periodista, una mujer que se odiaba a sí misma por amar a otro y que en este momento disfrutaba de vomitar. Era absurdo. Aquella noche, después de vomitar, me acosté en la cama y me quedé ahí, aliviada y con mucho asco, sin fuerzas siquiera para agredirlo o agredirme, para insultarlo o insultarme… simplemente quería dormir. Lo hice en pocos minutos y mientras me cubría un velo de sueños y recuerdos de un inodoro, escuchaba vagamente que mis amigas se iban a bailar. Está bien, que se vayan. Yo ya saqué de mí todo lo que podía hacerme mal, ahora me siento segura.
            No tuve tiempo de sentirme sola o con miedo por haberme quedado en aquel departamento mientras todas las demás se divertían y hacían probablemente comentarios graciosos acerca de mi borrachera. Me dormí enseguida, sin pensarlo, escuchando comentarios lejanos, como provenientes de la imaginación (incluso probablemente imaginados) y hasta la mañana siguiente allí me quedé. Tirada, exhausta, impávida.
            Al despertarme, el día siguiente, recordé lo que había sucedido: miles de ecos gritaban sin piedad en mi cabeza: “nos estamos mudando”, “¿te meto los dedos?”, “ahora me siento mejor”. Cuando se levantaron mis amigas, decidimos ir a almorzar al patio de comidas del paseo de compras más cercano. Fuimos a Mc Donalds y pedí un sándwich de pollo con lechuga y mayonesa. Lo comí entero pero mucho antes de terminarlo ya me estaba sintiendo mal: me dolía muchísimo el estómago y sentía que ese sándwich estaba de más, que no era necesario alojarlo en mi estómago. Me sentía mal: la última vez que me había sentido mal, lo solucioné vomitando; muy bien, iba a solucionarlo en aquel momento. Me levanté y me dirigí al baño. Una vez ahí, dudé, así que me acerqué al inodoro e hice pis (como si hubiera ido para eso). Tomé valor y me metí los dedos hasta la garganta, rozando el paladar con mis uñas. Muy bien, eso dolió: tenía que evitar, a partir de ese momento, que mis uñas lastimasen mi paladar. Volví a hacer el intento y en menos de tres minutos la hamburguesa de pollo y muchas de las papas que había comido flotaban en el inodoro. Sí, es desagradable, pero es la verdad. No me sentía mejor: me salían lágrimas de los ojos (por miedo o por hacer fuerza) y se me había congestionado la nariz en cuestión de segundos. Pero mi estómago estaba vacío y ya no sentía ganas imprudentes de vomitarle a alguna de mis amigas en la cara. Muy bien, aquel iba a ser mi secreto: nadie tenía que enterarse. No porque pensase que estaba mal lo que estaba haciendo, sino porque no quería que se crearan rumores y sobretodo porque no quería que nadie develara mi fórmula para estar mejor. La había inventado yo, eso creía.
            Lo cierto es que a partir de aquel día vomité cada una de las comidas que invitaba a mi estómago (muchas de ellas siquiera llegaron a pedir hospedaje en él). Era una máquina de hacerme sentir bien, es decir: no paraba de vomitar. Y en aquel momento esa era mi manera de elegir; porque nunca había podido elegir: tenía que comer, tenía que estudiar, tenía que tener amigas y tenía que pintarme y ser bonita. Perfecto, pero ahora además decidía vomitar y sacarme las porquerías que tenía adentro. En consecuencia, una vez más, la comida pasó a ser una porquería y de nuevo empecé a adelgazar a pasos agigantados.
            En un principio simplemente vomitaba las comidas, entiéndase: almuerzo, merienda y cena (nunca desayuné, jamás). Más tarde vomitaba té, café, cualquier pedazo de galleta por minúsculo que fuere; cualquier cosa que entraba por mi boca tenía que salir por mi boca, no había otra salida permitida.
            Mis amigas no se daban cuenta, lo cual era fabuloso y me daba libertad absoluta para comer y vomitar las veces que quisiera. Así, empecé a comer cantidades estrafalarias que nunca en mi vida había pensado en digerir: era divertido saber que en caso de sentirme mal (o en cualquier caso) podía retirar la maldita comida de mi sistema. Era inmune a todo, nada me afectaba. Mientras las demás comían y alojaban grasa en sus cuerpos, yo comía incluso más y quedaba más flaca, sin panza, sin hincharme, sin nada. Nada excepto jugos gástricos que amenazaban con acabar con mi estómago y un aliento que hablaba del tráfico de comida que ocurría cada vez que metía algo en mi boca. Sin contar estos detalles, era el plan perfecto.
            Ya era el tercer día en mar del plata y no estaba de buen humor: me irritaba cualquier cosa que hicieran mis amigas y cualquier plan me parecía aburrido. Empecé a negarme la comida porque me daba mucha pereza ir a vomitar, así que en principio decidí no comer hasta que tuviera muchísimo hambre e incluso más ganas de vomitar que de comer. Los míos eran vómitos cósmicos, siderales… dejaban estelas de comida pegados en las paredes de los inodoros que visitaba. Después de vomitar, tenía que toser hasta que se me fuera la sensación de “comida atrapada” en algún escondite de mi garganta; también debía lavarme los dientes o comer un chicle de menta, lavarme las manos, secarme las lágrimas provocadas por el esfuerzo y esperar a que los ojos rojos volvieran a ser blancos antes de volver a la vida normal.
            Y nadie se daba cuenta de nada. Era increíble: o yo era muy buena actriz y simulaba perfectamente un estado de felicidad natural, o les importaba demasiado poco como para pensar por qué iba tantas veces al baño, me demoraba tanto tiempo y siempre salía tosiendo o carraspeando.
            El problema era volver a casa, siempre el problema fue ese. En mar del plata me sentía libre de hacer cualquier cosa que me gustara o se me antojara y además mis amigas no iban a decirme qué hacer o no (de hecho fue una de ellas quien me enseñó lo que ahora se había vuelto un hábito), ¿pero qué iba a hacer en casa? Todavía no sabía vomitar silenciosamente, sí intentaba reprimir tos y ruidos extraños (ejemplo: arcadas) pero no lo hacía satisfactoriamente todavía. En casa iban a darse cuenta de mi condición de expulsa-malestares en cuestión de horas; así que tenía que aprender a hacer silencio o dejar de comer del todo.
            El día que volví a casa, hablé con Alejandro: le dije que habían sido unas pequeñas pero maravillosas vacaciones y que me había divertido muchísimo a pesar de su ausencia. Me contó que se había mudado y que estaba muy cómodo con su flamante concubina e hijo. Lo dejé regodearse en miseria de vida y volví a la mía que no se diferenciaba demasiado de la suya. En aquel momento supe que volverlo a ver iba a ser muy difícil y que era mejor que Alejandro no se enterase todavía de lo que yo hacía como método para lidiar con toda la mierda que tenía adentro, con la que consumía, con la que me tocaba vivir. No iba a decírselo, no por ahora.

29 de agosto de 2003
            Todavía tengo su perfume en mis manos, debajo de mi ropa. Fue la despedida del departamento, pero yo me fui casi sin despedirme, pensando absurdamente que esa no podía ser la última vez que fuera al 147 de la calle Estévez.
            Tomé consciencia cuando vi las paredes peladas, sin cuadros. Las repisas con libros ya no estaban, tampoco los cuadros egipcios. Faltaba el equipo de música y en su lugar estaba el radio-despertador sintonizando la 100.7. Tampoco estaba el monitor de la computadora desde donde escribí mi primera nota periodística. Faltaba también el corcho lleno de fotos donde solía fijarme, esperanzada, si me incluía en alguna (nunca lo hizo). Ni platos, ni vasos, ni cubiertos en la cocina. Solamente botellas de alcohol incluyendo la que tomamos horas después.
            Todo el departamento gritaba: “¡aprovechame, es el último día!”. Pero algo en mí decía que no, que no era la última vez, que no podía ser la última vez. A la hora de irnos, al día siguiente, me di cuenta de que realmente las cajas en el piso estaban llenas de sus cosas para llevarse del departamento. Cuando nos íbamos, cargó la computadora en sus brazos y llamó el ascensor.
            Quedaba el departamento vacío detrás de la puerta que se cerraba. Ponía llave en la cerradura de la puerta blanca que rezaba “05” en números dorados. Sentí el perfume por última vez. Cerró la puerta y olí a comida; segundos más tarde el ascensor olía a tostadas. Cuando la puerta estuvo cerrada me di cuenta de que había desperdiciado el tiempo: tendría que haberle echado un último vistazo al dormitorio donde hicimos el amor por primera vez. Tendría que haber mirado por última vez el bañito donde nos bañamos juntos. Debería haber recorrido por vez última la cocina donde preparó manjares para que cenáramos. Pero la puerta estaba cerrada y el “05” dorado me miraba fijo. Se abrió la puerta del ascensor y había una mujer adentro que saludó: “buenos días”. Y no me atreví a mirar mi imagen en el espejo; la despedida era demasiado desgarradora.
            Nos subimos al auto. El reproductor de cd tocaba Zero7. “Es un lugar común”- pensé. Él cantaba, tarareaba, inventaba letras que yo sabía obsesivamente a la perfección. Se desplazó por la cochera y salí por última vez del edificio que me obsesionó desde 1999. Saludó al guardia de seguridad. Era de día, un hermoso día en Avellaneda. Cuando salimos había un duna colorado con balizas a mi derecha: recordé noches anteriores con autos estacionados en aquel mismo lugar. Todo me trae recuerdos en Avellaneda: todas las cosas me remiten a olores, situaciones, frases. No voy a volver a ese edificio (es extraño decirlo y que por primera vez sepa que es cierto y aún peor: que no puedo hacer nada al respecto).
            Y, de nuevo, cuando nos alejábamos no miré por última vez el edificio: de todos modos lo veo cada día cuando voy a la universidad. ¿Por dentro? Por dentro jamás lo volveré a ver.
***
            Aquella noche, aquella última noche en el departamento, tomamos muchísimo alcohol. Vale aclarar: muchísimo alcohol para mí son dos copas de champagne; es decir, dos copas son suficientes como para verme, hacerme y decirme como más le plazca a quien esté conmigo. Aquella noche de alcohol, hice una revelación a Alejandro. Casi sin querer y sin querer divertidamente le confesé que era bulímica. Me preguntó cuánto hacía de aquello y le contesté quince días, aunque hacía menos. Supuse que si le decía quince días lo iba a tomar más en serio. Me preguntó por qué lo estaba haciendo, si me veía gorda, etc; y yo me quedé pensando: a decir verdad, no me sentía gorda y tampoco sabía muy bien por qué lo hacía (y no podía sacar conclusiones en ese estado de ebriedad). Así que para salir de aquella situación fingí estar más borracha de lo que en realidad estaba y de a poco me quedé dormida.
            Me acosté, con la luz apagada. Lo único que podía percibir era un pequeñísimo punto colorado del televisor, era una luz colorada. La luz se movía incoherentemente: arriba, abajo, izquierda, abajo, arriba, derecha, abajo, izquierda. Era yo: era mi cabeza que daba vueltas. Decidí cerrar los ojos: aquella lucecita me estaba sacando de quicio. Cerré los ojos y fue peor aún; ahora todo daba vueltas, no solamente la luz colorada. Así que me quedé con los ojos abiertos mirando hacia el techo y pensando en nada. A decir verdad, sí pensaba en algo: Alejandro ya roncaba al lado mío. ¿Cómo puede dormirse alguien tan rápido minutos después de semejante confesión? Alejandro podía, su mente lo llevaba a límites de despersonalización asombrosos. Nada le afectaba demasiado, nunca se sobresaltaba y todo tenía solución: incluso mi bulimia. También supongo que pensó que se me iba a pasar pronto… y eso me incentivó más y más para llevar a cabo mi propósito: que se preocupara por mí.
            Después de aquella noche de confesiones ya nunca más volví al departamento que frecuentaba desde los quince años, ya nunca más subí por ese ascensor, nunca jamás volví a dormir allí y nunca más volví a ser la misma. Ahora además de odiarme y odiarlo vomitaba cósmicamente, sin saber quizás que el peor vómito estaba por venir: el que deja de existir y se convierte en nada.

jueves, 21 de junio de 2012

abzurdah (capitulo 17)


La cápsula malvada

 La parte de mi vida que voy a contar a continuación tiene tanto que ver con conejos y arco iris como tiene que ver con la política económica australiana. Ajústense los cinturones y por favor permanezcan sentados. Este es un vuelo propenso a estrellarse, como cada vez que lo cuento. Y sin embargo, sigo volando.  
            Quisiera o no, que Alejandro se estuviera con la hermana gemela de su primer amor me estaba corroyendo el espíritu y lo poco de autoestima y esperanzas que albergaba (quizá inútilmente). Nunca me gustó dar lástima y por ello en la universidad ninguna de mis amigas siquiera sabía lo mal que la estaba pasando. Había vuelto el arlequín, el muñequito de torta, el disfraz de la mujer maravilla, todos juntos, combinados intentando formar una nueva personalidad para confrontar este momento: abandono. Y peor aún: reemplazo.
            Porque sí, sabemos que tengo un tema con el abandono (y que probablemente se deba a algún desvarío de mi infancia) pero si hay algo que me cuesta más que el abandono es el reemplazo. Palabra fuerte, si las hay. Ser abandonado es desprenderse de un lazo, desajustarse el cinturón: sentirse inseguro. Cuando alguien me abandona me siento huérfana, perdida, sin tierra. Soy Ammar Mousa, luchando contra los israelitas. Soy yo, entre la neblina buscando el camino de vuelta a ninguna parte. Ese es el abandono: una casa vacía y yo gritando el nombre de quien me abandonó; abandono es un eco que dice Alejandro, Alejandro, Alejandro, incansablemente en mis dos oídos para siempre.
            En cambio, el reemplazo es aún peor. Es un bosque sin neblina, donde claramente veo que no solo me han dejado a un lado, sino que lo hicieron por un propósito o mejor: por una persona. Que me abandonen y se retiren con las manos vacías, bien, podría entenderlo después de un intento de suicidio y cinco años de terapia, pero que me abandonen para irse con otra persona eso jamás. No voy a poder entenderlo, no pude entenderlo y no lo entiendo, ni quiero, ni pienso, ni nada. No. Es una negación absoluta, el reemplazo es sinónimo de sofocación, de que me falta el aire, de que me puedo morir inmersa en convulsiones sin remedio alguno. No me reemplaces Alejandro, jamás.
            Y como si se lo hubiera pedido, lo hizo. No se estaba yendo a vivir a Monte Grande porque quería estar cerca de su familia. Se había ido a vivir con una mujer: ¿cómo puedo luchar yo contra una mujer que le recuerda a alguien a quien ama y que tiene un hijo que despierta los instintos paternales en un hombre que rechazó a mi propia hija? No puedo competir con un bebé. Siento darme por vencida antes de la pelea, pero prefiero que mi cadáver luzca bien; no necesito morirme destrozada y enterrada en una fosa comunitaria porque mis viejos no pudieron reconocer mi cuerpo. No. Y aún así, con la pena y el abandono mordiéndome los tobillos y las muñecas, con el reemplazo tirándome de los pelos, decidí callarme y dejar pensar a mis amigas que todo estaba bien, que no necesitaba de Alejandro para estar viva, que podía superarlo.
Las veces que lo contaba lo hacía en forma de chiste, supongo que es mi mecanismo de defensa: “¿Sabés qué? Te vas a morir… a mí sola me pueden pasar estas cosas, escuchá: Alejandro se mudó con la hermana gemela de su primer amor, que a la vez es la ex esposa de su mejor amigo y que tienen un hijo juntos ¡y como que Alejandro ahora es el padre!”. Las respuestas a mi relato eran risas mezcladas con algunos: “¡no… no puede ser!”. Así, terminaba riéndome yo también, sin sospechar que el que ríe al último ríe peor.
            Era agosto de 2003 y Alejandro me estaba abandonando. En la universidad nos daban una semana de vacaciones antes de ponernos a rendir los exámenes finales (exámenes que para estar en segundo año de una carrera universitaria me importaban demasiado poco y no obstante tenía que estudiar aunque no quisiera). Con mis compañeras de la UCA decidí irme de viaje a Mar del Plata, una ciudad balnearia a 400 kilómetros de la capital de Buenos Aires; ciudad donde tengo un departamento bastante grande como para hospedarnos por cuatro días. Pilar, Buya, Dolores y yo emprendimos viaje hacia la ciudad del mar plateado un jueves al término de la cursada en la universidad. No iba a permitir que un abandono de ese calibre me arruinase las “mini- vacaciones” con mis amigas de la facultad, así que le dije a Alejandro que iba a estar en Mardel y emprendí retirada.
“Quizás vaya, necesito despejarme y mar del plata me gusta para hacerlo”. Y entendamos: cuando él dice “quizás vaya” yo escucho: “esperame porque voy”. Sí, sé que mi tergiversada cabeza escucha y entiende lo que necesita, todo según le convenga, pero no puedo evitarlo. Desde que empecé a hacer la valija hasta que llegué a mar del plata me estuve imaginando mi felicidad y lo bien que la pasaríamos si Alejandro llegaba a ir. Iba a ser el viaje perfecto: con amigas y con él. Pero no tuve en cuenta que mi imaginación es fatal: y que si la realidad no se asemeja al dibujo que formé en mi cabeza aquello puede dar como resultado una situación letal, tal y como sucedió.
            Cuando llegamos al departamento, acomodamos la ropa, fuimos al supermercado, compramos alcohol para la noche (¿ya dije que no tomo alcohol? No me gusta, sólo en ocasiones especiales, a.k.a alejandro) y comida para sobrevivir (en caso de que la necesitáramos) y nos divertimos muchísimo. Hicimos cosas estúpidas pero esa era mi relación con Pilar, con Dolores y con María: diversión. No había lugar para mis enfermizas depresiones, ni para mis llantos descuajeringados. No, con ellas todo era divertido. Pero en el momento cuando me quedaba sola, la realidad me abofeteaba como suele hacerlo y el eco en mi cabeza cantaba un tétrico “Alejandro no vino, Alejandro no vino, Alejandro no llama”.
            Fuimos a un carrusel y simulando ser infantes montamos caballitos de plástico riéndonos a carcajada viva y quiero jurar que eran carcajadas sinceras, que en ningún momento fingí mi alegría. Pero fue quizás peor: cuanto más alto está mi ánimo, más dura es la caída hacia el precipicio alejandrístico cuando tomo consciencia de la realidad. Porque la realidad no tiene caballitos de plástico, ni amigas que ríen las veinticuatro horas: la realidad es un cielo solitario y lloroso abandonado y reemplazado. Uno de los caballos alados del carrusel me había llevado hasta lo más alto de una nube en mi alegría espontánea y un llamado telefónico se encargó de hacer el caballito trizas con un disparo de realidad que pegó duro, que fue más fuerte que la imaginación y más frío que una cuchilla atravesándome el estómago.
Un llamado puede deshacer mi felicidad, una sola palabra puede arruinarme la vida. No son metáforas. Me hubiera gustado que alguien le advirtiese estas cosas: “tené cuidado con lo que le decís a Cielo, por favor, cuidala”. Nadie me cuidó, nadie se hizo cargo de mí, nadie vio a qué punto habían llegado mi obsesión y mi locura. Nadie se iba a hacer cargo de la muerte de lo más sagrado en mí: la ilusión, la esperanza, mi imaginación. Nadie sabía cuáles eran mis límites porque yo me había encargado de hacer de mi vida una mentira. Mis padres no sabían que hacía tres años que seguía viendo a Alejandro, mis amigas no sabían que soñaba con mi muerte si en algún momento él me abandonaba.
Nadie sabía nada y yo, inconsciente, dejé mi secreto pudrirse en lo más lejano de la playa marplatense. De un llamado puede depender el destino de una vida o el advenimiento de una muerte inexorable.

martes, 19 de junio de 2012

abzurdah (capitulo 16)


Adicta

Turn and run
Nothing can stop them
Around every river and canal
their power is growing.
(The return of the Giant Hogweed,
Genesis).

            Volvió. Él volvió… o volví yo. No iba a terminar, sabía que no iba a terminar. Soy enfermizamente débil. Después de diez meses otra vez Alejandro. Como en la canción de Génesis[1] el gigante volvió y enredó al mundo con sus hojas violentas, con sus palabras dolorosas, con sus actitudes hirientes.
            Su comportamiento no cambió, simplemente se le ocurrió volver, quién sabe por qué razón. Yo, siempre dispuesta a recibirlo, no me quejé. Ahora nuestro sexo era salvaje, casi siempre con alcohol de por medio y dulce violencia. Quería eso: ser maltratada específicamente. Alejandro, el Gran Orador, siempre fue amante de la persuasión, de la ironía, de los dobles sentidos (y fue en todo caso mi mejor mentor). Me había maltratado durante años y hacía de ese maltrato algo casi imperceptible. Ahora necesitaba que esa violencia invisible mutara en cachetazos, en nalgadas, en palabras vulgares y violentas. Necesitaba escuchar: “puta, te voy a coger toda”. Necesitaba que me pegue, necesitaba. Y Alejandro me daba. Dar y recibir. Mi droga, otra vez. Otra vez adicta.
            Si embargo las cosas estaban cambiando. Alejandro ya no estaba con Marina. ¿En qué cambiaba eso las cosas? En nada. Obviamente siempre albergué en mi cabeza la esperanza de que se pelease con Marina y volviese conmigo, pero la estúpida nunca se dio cuenta de que su novio la engañaba a horarios desubicados entonces simplemente tardó demasiado en separase de él. Y digo demasiado porque después de Ursula, todo el amor que le tenía Alejandro se convirtió en un rifle de rencor comprimido y yo en una guerrillera capaz de cualquier cosa, incluso de matar. Matarme, claro, jamás le hubiera hecho daño a él.
            Ursula había dejado en mí el vestigio de un futuro prometedor pero al fin ilusorio: donde los alejandros eran padres y los cielos hermosas madres, y las ursulas se paseaban con trenzas doradas por el jardín lleno de rosas de nuestra casa.
            Rosas. Es típico que los novios regalen rosas a las novias. Para mí no es típico sino irónico, es decir: nunca me regalen rosas. Cuando tenía nueve meses y estaba aprendiendo a caminar, mamá me llevaba de la mano alrededor del que era mi jardín en ese entonces (y que lo fue hasta los catorce años). Empecé a dar unos primeros pasos y Mami me soltó, me dio libertad. No hice más de cuatro pasos antes de caer sobre una planta de rosas. Y cuando digo rosas digo espinas, y cuando digo espinas digo que una planta se me metió en la boca (nueve meses de vida, por dios) y me rompió los labios. Además, las espinas del rosedal se encargaron de dibujarme un siete en la garganta. Me estaba desangrando. Mamá me tomó entre sus brazos (yo en su lugar me hubiera quedado mirando como me desangraba, en todo caso me hubiera ahorrado todas las tragedias que me ocurrieron 20 años después) y corrió a la calle con el bebé en brazos empapado en sangre. Nadie paraba (¿Cómo podés no parar cuando ves a una mujer bordó con un bebé bordó en brazos y a su alrededor una laguna bordó? Podes, pasó). Nos recogieron, a Mamá y a mí y nos llevaron a un hospital. Cirugía, por supuesto: reconstrucción de garganta, de paladar, de no sé qué otra cosa. Todavía me miro al espejo y veo las cicatrices casi imperceptibles para quienes no conocen mi historia, pero visibles para mí, que es más que suficiente.

            Rosas no, supongo que quedó claro. Pero por Ursula me hubiera tragado miles de rosedales (por Alejandro solo un par, de hecho: le haría tragar algunos a él). No iba a volver a ser lo mismo porque estaba decepcionada, el hombre no me quería, no me respetaba y aún así lo necesitaba para existir, la abstinencia me dejaba sin aliento, me ahogaba en una pileta de rosas. Sus palabras, sus mentiras, eran como espinas clavadas deliberadamente en mi cuerpo: las necesitaba allí, si alguien las sacaba me iba a desangrar con seguridad. Si sacaban la espina me moría, las necesitaba, necesitaba esas mentiras, necesito verlo.
            En septiembre de 2003 me dijo que se estaba mudando. Había alquilado una casa en Monte Grande, lo cual era bueno y malo: era bueno porque no lo iba a ver tanto y era malo por la misma razón. ¡Trágico! ¡Se estaba alejando! Pero la verdadera noticia caliente del día no fue esa sino: “No me mudo solo. Es una casa enorme. Me mudo con Romina”. Ahora sí, elimínenme, desháganse de lo que queda de mí, transfórmenlo en pochochos y dénselos a Alejandro para cuando vaya al cine a ver una de terror. “Está todo bien, con Romina no pasa nada, es una amiga de toda la vida”.
            Ya lo creo. Alejandro estuvo enamorado solo una vez (y supongo que porque era adolescente y dejó sus instintos correr, porque toda su post adolescencia la pasó en la universidad del freezer, perfeccionándose en el arte del congelamiento humano) y esta mujer que había logrado tal hazaña era la hermana de Romina, la que se estaba mudando con él. Pero, lean bien, no termina acá. Son hermanas gemelas. Es decir: no hay diferencias físicas entre Romina y su hermana ex novia de Alejandro. Y supongo que tampoco hay diferencias en la forma de hablar, ni en los gestos, ni en cómo piensan porque básicamente todos los miembros de una familia se copian unos a otros en estilo, timbre y tono y bla bla bla… ¡era desesperante!
            Es decir, si yo me mudase con un Alejandro gemelo, con un clon o un hermano desaparecido, me moriría. Cada vez que lo viese me recordaría a Alejandro, sobretodo cuando no hay diferencias físicas entre los hermanos. Era imposible soportar la noticia, imposible. Pero era un nuevo desafío y en mi vida siempre fueron más que bienvenidos.
            Así que Alejandro estaba reviviendo su enamoramiento con Romina y para colmo de todos los males estaba Ulises (¿tenía que parecerse tanto a la imagen mental que yo tengo de Ursula?) el hijo de tres o cuatro años de Romina (que había tenido ese hijo muy joven y no se llevaba bien con el padre de su hijo: que a la vez es el mejor amigo de Alejandro). Hay cosas que no voy a entender jamás. Es como si yo me hubiese mudado con el hermano gemelo de Alejandro, que a su vez tuvo un hijo con mi mejor amiga Pilar. ¿Cómo se sentiría Pilar si yo viviese con su ex marido, gemelo de Alejandro, y estuviera criando a su hijo? No, no, no. No tiene lógica, no tiene coherencia: siempre esperé cosas sorprendentes referidas a él pero esto era más de lo que podía asimilar.
            Eso me gusta de él: nunca deja de sorprenderme. Siempre hay nuevas historias. No me sorprendería que algún día me dijera tranquilamente que está pensando en ser presidente de la nación o que va a postularse como candidato a ganar un reality show o el mundial de fútbol. Me divierte, me alucina, me hace pensar en la versatilidad de las personas. Me deja pensando, odiando, amando.
            Así que Romina, Alejandro y Ulises iban a ser una hermosa familia feliz. Ahora sí iba a terminarse todo. Es decir ¡incompatibilidad de caracteres! Seguir viéndonos era ridículo: yo no podía ir a esa casa y verlo jugar al jardín de infantes, o al padre preocupado o al amante misterioso con una esposa que no es suya y un hijo que no le pertenece. No podía.
            Sí podía y de hecho, no tardé en hacerlo. Pensé que Alejandro jamás me llevaría a esa casa, que no solamente quedaba lejos sino que ni siquiera era solo suya. Otra vez estaba equivocada, como siempre en lo que respecta a él. Pasan los años y sigo pensando que lo conozco y estoy quizás más desorientada que antes. ¿Dónde quedó ese chico de veintitrés años que me trataba como a una muñeca y me contaba cuentos? Yo quiero que me cuentes cuentos. Quiero un cuento de conejos y arco iris.

24 de junio de 2003
            Alejandro me dijo algo que me dejó pensando. “Vos no vivis la vida, sufris la vida. Tenés que disfrutar un poco más y no sufrir tanto”. Quizás tenga razón. No puedo tomarme la vida menos en serio, como me dijo un médico. “Cielo, tenés que tomarte la vida menos en serio”- contestó cuando le pregunté por qué tenía semejante dolor de cabeza y estómago. Somatizo, es lo que hago para defenderme. Me enojo con mi cuerpo y él es mi estatuilla de arena moldeable para hacer lo que sienta en el momento que quiera. Pobre de mi cuerpo. Pobre de mí.

2 de julio de 2003
            Alejandro no aparece. Le dejé un mensaje en el contestador pero no me devolvió la llamada. No sé qué quiere decir esto, así que lo voy a llamar cuando se me antoje.

13 de agosto de 2003
            Estoy completamente enamorada de Alejandro. Tal vez hoy más que antes porque la obsesión se fue y ahora puedo conocerlo realmente. Ayer no solo se trató de sexo: tuvimos una conversación acerca de su futura mudanza y de sus ganas de dejar de pasar las tardes solo. También hablamos de otras cosas que no vienen al caso, sin siquiera insinuar comportamientos sexuales. ¡Tengo tantas expectativas con este hombre!
            Imaginen mi paranoia cuando me desperté y no estaba al lado mío. Grité “¡Ale!” lo más fuerte que pude “¡¿Dónde estás?!”. Salió del baño y me miró extrañado: “estaba bañándome”- dijo tranquilamente. ¡Lo amo muchísimo! ¡Mucho! Si va a mar del plata va a ser el mejor viaje de mi vida.



[1] The return of the giant Hogweed: track perteneciente al CD Nursery Cryme de Genesis.