El muñequito suicida y el perro asesino
Zú. Así se llama mi tía. No, no
es un diminutivo de Susana; se llama Zulene y es brasilera. La historia es
apasionante, o al menos es de esas que improbablemente me sucedan a mí jamás,
porque pasa en las películas y a la gente con suerte. Y aunque muchas veces mi
vida sea dramática y peliculera, yo no soy una chica con suerte de la buena.
Zú era una bahiana más en las
playas de Ipanema hasta que al hermano de mi mamá y a mi papá (quienes eran
amigos desde antes del casamiento con mi madre) se les ocurrió visitar el
lugar. Asombrosamente mi tío y Zú se enamoraron en esa semana de vacaciones.
Cuando volvieron a la ciudad donde vivían, mi tío y Zú se siguieron enviando
correspondencia hasta que en otro encuentro él le pidió casamiento. Después de
casarse (en Brasil) vinieron a vivir a esta ciudad y aquí se quedaron. Tuvieron
cinco hijos, tan brasileros como argentinos. Y la casa de Zú siempre fue
divertida. Los brasileros tienen ese “no sé qué”, esa chispa bahiana, ese axé
incorporado, el tonito al hablar, ¡qué será que tienen! Pero me encantaba ir a
lo de Zú.
Tuvieron cinco hijos que se
convirtieron en mis únicos amigos durante mi estadía en el Pedagógico, el
Estrada y el Patris. Marina (dos años mayor que yo), Robertito (un año menor
que yo), Fernanda (dos años menor), Juliana de la misma edad que mi hermano
Federico (5 años menores) y Santiago de la misma edad que mi hermana Agostina (6
años menores que yo). No había ningún plan fuese más divertido que ir a lo de
Zú: siempre había algo para hacer. Marina no me prestaba mucha atención porque
mientras yo tenía catorce y jugaba con Robertito al mortal-kombat, ella tenía
dieciséis y ya tenía novio. Pero a Fernanda y a Juliana les leía cuentos de
terror. Me encantaba que me pidieran cuentos. A veces inventaba finales, porque
después de tantas noches se me acaban los relatos. Santiago se iba a dormir
temprano porque era más chico que todos.
Tenían un parque enorme, una
pileta que estaba siempre limpia, un tobogán, árboles donde trepar, un perro,
una casa enorme, muchos juegos y computadora con Internet. Desgraciadamente,
dirán unos. Afortunadamente, pensaran otros. Yo todavía no puedo decidirme.
Como siempre, me cuesta. El ingreso de la tecnología me trajo madurez y
sabiduría. Problemas existenciales y una puerta abierta a la realidad que
maquillaba todos los días antes de irme a dormir.
A la mañana, Zú nos preparaba
desayunos interminables. Daba gusto ir al colegio en ese entonces. Digo: ir al
colegio (en el auto), no “estar en el colegio” per sei. Pero era menos evidente
mi desprecio cuando llegaba al aula. No tenía cara de amargada, por lo menos los
días que llegaba desde lo de Zú. Una vez que ingresaba en esa institución del
caos el mundo se me venía abajo. Detestaba a mis compañeras: una que tocaba la
guitarra e intentaba cantar, otra que jugaba de santurrona, otra que tenía los
cachetes rosas y eso me molestaba sobremanera, otra que era mi prima y aunque
la quería no podía dejar de sentirme en competencia y desde ahí para abajo
todas las atrocidades que puedan imaginarse.
La gente no tenía problemas.
Los problemas los tenía yo: era antisocial y me creía una belleza superior. En
conclusión: me creía una mierda entonces tenía que actuar superficialmente,
como si nada me afectara. Lo cierto es que tenía hambre, odiaba ese colegio y
con los días empeoraba. Era una maldición. Me empezó a ir mal en las materias,
ya no tenía ganas de estudiar y por primera vez el nombre de un chico me
zumbaba repetitivamente en la cabeza: Cocol.
Él tenía 4 años más que yo. Y
convengamos, de 18 a 14 años hay bastante diferencia. En ese momento no me
interesaba aquello en lo más mínimo. Me creía madura y con ganas de conocer a
un hombre a quien amar. Me dediqué entonces a escribir poemas y clichés sobre
lo dorado de sus “cabellos”, el profundo azul de sus ojos y demás lugares
comunes que aparecen en toda tarjeta de salutación. Me creía toda una poetiza.
Él era el típico jugador de rugby carilindo. No más que eso. Años más tarde lo
comprobaría. Pero en ese momento Cocol era lo mejor que me pasaba y
convengamos: no me pasaban muchas cosas. El colegio apestaba, con mis hermanos
me peleaba bastante, tenía problemas de identificación social, me costaba
muchísimo ir a clases, no tenía amigas: era la presa perfecta de un cazador que
me ignoraba. Que sabía que existía, pero que decidía ignorarme completamente.
Porque si no me hubiera visto, si hubiera desconocido mi existencia quizás
habría sido menos doloroso. Pero él decidió ignorarme por completo.
Así empecé a pasar las horas de
clase escribiendo hojas enteras con su nombre y el mío entrelazados, de
diferentes colores, rodeados de corazones o la decoración de turno. Cocol
ocupaba el 95 por ciento de mi mente y el resto lo ocupaban la no-comida y mis
ganas de ser echada de aquella institución. Mis carpetas y apuntes estaban
llenos de poemas y cartas que jamás llegarían a destinatario. Hasta que una
tarde me decidí.
Había escrito la carta más
dulce en catorce años de existencia. Allí le confesaba mi amor adolescente, que
aparentaba ser puro y comprensivo. Un amor verdaderamente inexistente que
provocó el dolor más fuerte que había sentido jamás. Recuerdo haber tomado un
taxi hasta el club de rugby donde pensé que estaría entrenando. Estaba todo
planeado: iba a llegar, con la intención de anotarme en la pileta del club para
la temporada de verano, me tropezaría con él de improviso y dejaría caer la
carta. Él la tomaría entre sus manos, yo sonreiría y me alejaría caminando
graciosamente.
Nada de eso ocurrió. ¿Por qué
uno se imagina tremendas estupideces? ¿Por qué pensé que iba a chocarme con él?
Porque mi intención no era cruzarlo, sino chocármelo... supongo que era más
romántico un tropezón amoroso.
Entré en el club, nerviosa, muy
nerviosa. Con la carta sujeta por mis sudorosas manos. Un vistazo a la
izquierda. Un vistazo a la derecha. Nadie. ¿Por qué pensé que iba a estar? No
sé. Supongo que a esa edad las cosas tienen que salir como uno quiere, como uno
sueña, como uno anhela. Más tarde aprendería a dejar de soñar. Ahora necesitaba
verlo a Cocol. Y no estaba. Nunca estuvo.
Volví llorando. Atravesé las
canchas de rugby desconsoladamente. Llorando amargada, con bronca porque Cocol
no estaba. Con bronca porque me había imaginado que estaría. Con bronca porque
era una estúpida. Con bronca porque hubiera sido más fácil llamarlo por
teléfono. Con bronca, mucha. Y tristeza.
La semana siguiente terminó de
desabastecerme de amor propio cuando escuché de un compañero de clase el rumor:
“Cocol está de novio con la hermana de Mengano”. Invento. Porque después de
“está de novio…” dejé de escuchar. O se me cancelaron los oídos, o se me
cumplió el deseo de ser sorda y permanecer así por toda la eternidad. Nunca iba
a poder superar este amor con Cocol. ¿Por qué me hacía esto? (¿Qué me estaba
haciendo?).
Los amores juveniles son así.
Obsesivos, absolutos: a todo o nada. Lo terrible es que seis años después uno
siga comportándose de esa manera. Lo doloroso es que definitivamente así se
quede uno: siendo una maldita obsesiva. Supuse que tenía que superarlo… pero
nada parecía cambiar. Cocol seguía en mi cabeza. Lo perseguía, lo buscaba, me
escondía, llamaba por teléfono y cortaba. Me sentía necesitada: de su voz, de
sus palabras silenciosas, de sus miradas. De mis inventos. De eso vivía: del timbre
que le había atribuido a la voz de Cocol, de la personalidad que le compré, de
un futuro ideal juntos, donde no existiera la diferencia de edad. En mi cabeza
podíamos ser felices y no entendía por qué no se concretaba mi sueño. Me enojé
con dios y con el mundo. Dejé de creer en el Ser Divino y empecé a maldecirlo.
“Si Dios existe, no puede estar haciéndome esto”. No pensaba que Dios estaba
ocupado en cosas más importantes, porque definitivamente, para mí a los catorce
años, no había algo más importante que Cocol. Y Cocol y mi salud mental iban de
la mano, irremediablemente. Así como
también: la falta de Cocol y mi depresión eran mejores amigos.
En el colegio teníamos
plástica. Un invento de los profesores en un intento de hacer que los alumnos
se expresen. La mayoría simplemente utilizaba ese tiempo para hacer machetes
para algún examen o para pintarse las uñas. Aquella mañana teníamos que llevar
hilos de metal al colegio. Es decir, hilos lo suficientemente gruesos como para
moldearlos, cruzarlos y crear formas. “¡Exprésense!” Nos exigió el profesor de
plástica. Ya lo creo que me voy a expresar. Para el término de la hora de
plástica mis hilos de metal se habían convertido en un muñequito suicida. “Soy
yo” rezaba el título.
Mi obra de arte constaba de una
horca metalizada, de ella colgaba una supuesta soga. Y enganchado cómodamente
en su fría parálisis, un muñequito ahorcado. Era imperturbable, era de metal y
estaba muerto. Suicidado. Se había autodeterminado la muerte. Era tan solo un
muñequito. Pero su cabeza tenía hilos de metal enrollados como ideas y deseos
no llevados a cabo: tantas ideas y tantos deseos que lo habían llevado a la
muerte. La irrealización de los sueños o de las metas o de los propósitos te
pueden llevar a la irremediable defunción. Es fantásticamente comprobable.
Tomen cualquier diario: ¿O piensan que la gente se suicida porque está
aburrida? ¡Lo mío era una obra de arte! Y una ineludible predicción.
Obra de arte que terminó en la
basura. Intenté conservarlo, pero mamá lo tiró. Yo lo hubiera guardado y
entregado a Urgencias Mentales, pero quizás sí era más fácil que se los lleven
los muchachos de la basura. Siempre lo más fácil, lo que acarree menos
problemas. Mi muñequito suicida terminó en la basura, pero tantos metales y
tantos sueños no iban a terminar ahí. Me tenía que ir de ese colegio.
Unas semanas después lo decidí.
Era junio de 1998 y ya había pasado suficiente tiempo en ese colegio: tres
meses de prueba no estuvieron nada mal. Tocó el timbre aquella tarde fría de
sol y nos llamaron a comer. Yo estaba más interesada en idear mi plan. Corrí,
escapista, hasta el aula de Fernanda, mi prima, y le dije: “Fer, me voy a
escapar”. Mi prima no mostró interés en escaparse conmigo, pero se rió y apoyó
mi moción. Estarán pensando: ¿qué ganaba escapándome una tarde? ¡Liberación!
Aunque al día siguiente tuviera que volver: la jaula abierta siempre me sedujo
y el aire me faltaba en aquel lugar.
Esperé a que todos volvieran al
aula. Me sentía prófuga, mi panza hacía ruidos de lo más extraños y me latía el
corazón exageradamente. ¡Iba a romper una regla! Ya les dije que el colegio era
un maldito campo: cuando me di cuenta que escaparse no suponía esfuerzo o
riesgo alguno, me decepcioné. Pero también me animó a hacerlo de una vez por
todas. Me acerqué hasta la entrada: era una estúpida reja de madera que dividía
a los esclavos de los libres y yo estaba a punto de ser uno de ellos. Me
agaché, me hice pequeñísima al lado de la reja y conté hasta tres (no es broma,
conté hasta tres). A la cuenta de tres, saltaría la reja y correría hasta mi
casa. Eran dos kilómetros, si no había calculado mal: un kilómetro de calle de
tierra y campo y otro de asfalto, casas y urbanidad.
1
2
3!
Salté la reja. Y mientras
corría me di cuenta: estoy usando el uniforme, cualquiera que me vea en la
calle corriendo se va a dar cuenta de que me escapé. Entonces corrí más rápido,
más y más. Me pareció escuchar el motor de un auto. Estaba bastante lejos del
colegio. No quería darme vuelta, tenía miedo de desconcentrarme, de perder el ritmo,
de perderme en el campo, de chocarme con una oveja. El ruido del auto empezó a
escucharse más y más cercano: entonces me di vuelta. Vi un auto que venía en la
dirección donde yo me encontraba. Con seguridad me habían visto escaparme, o se
habían dado cuenta de que no estaba en el aula. ¡¡Me estaban buscando!! Estaba
ya lejos del colegio y empezaba la urbanidad. Me metí de contrabando en el
jardín de una casa. Gateé como un perro en cuatro patas por el jardín de un
desconocido, con el corazón latiéndome aceleradísimamente. Escaparse era un
bochorno: pero escaparse y ser encontrada era peor. No me iban a encontrar.
¡Fantástico! El desconocido, dueño del jardín donde estaba gateando tenía una
pileta de chapa. Me escondí detrás de la pileta. Pasaron veinte segundos y
espiando logré ver al auto que me estaba persiguiendo: me pareció que miraba de
izquierda a derecha en busca de una alumna fugada. Alucinaciones, seguramente;
pero no podía correr el riesgo. Una vez que me aseguré de que el auto estaba
lejos, quise salir de aquel jardín. Cuando iba a dar mi primer movimiento
escapatorio, escuché que se abría la puerta de la casa donde yo estaba
escondida como una ladrona. La puerta estaba a menos de dos metros de donde me
ocultaba. De la casa salió un viejito que hablaba con su gato (que maullaba y
me miraba como avisándole a su sordísimo dueño que había una intrusa). Le dio
de comer, unas palmaditas y entró nuevamente a su choza. Era mi oportunidad
para escapar. Los gatos no ladran y el viejo estaba sordo y cansado como para
escucharme o perseguirme. Nuevamente iba a contar hasta tres. ¡Tenía que llegar
a casa! Tomé valor.
1
2
3!
Corrí en dirección al portón y
el viejo me escuchó, salió de su casa y gritó algo que nunca oí. Estaba
demasiado exaltada como para tomarme el trabajo de decodificar sus palabras.
Corría furtivamente cuando me pareció ver entre una ligustrina algo negro
corriendo en sentido contrario. No podía voltearme para ver qué era, no tenía
tiempo que perder. Seguí corriendo hasta que escuché un ladrido vi ese algo
negro y grande abalanzarse con hambre sobre mí. Un gran danés. Sí, un gran
danés. Primero saltó encima de mí y me tiró a la calle de tierra quemándome las
rodillas. Después, no conforme, me mordió el pantalón y con ganas me sacudió de
derecha a izquierda. Grité de desesperación: iba a ser el almuerzo de un
maldito perro. Grité, sí… pero ¿quién iba a escuchar mis reclamos desesperados
en el medio del campo?
“¡Chuchooo! ¡Chuchoooo! vení
para acá” cantó alegremente una voz que de seguro pertenecía a una vieja. Y
Chucho contentísimo y moviendo el rabo se alejó de mi mutilado cuerpo. Yo estaba en shock. Me había mordido Chucho.
Me dolía mucho. Me pasé la mano para medir el daño y volvió goteada de sangre.
En la calle Chucho había escupido el pedazo de pantalón que me faltaba.
Despeinada, llorando, ojerosa y con el culo mordido, seguí caminando, ya no
corriendo, camino a casa. Estaba desesperada. Tenía sed, tenía miedo. Odiaba a
Chucho y al viejo de la pileta y al maldito auto que me perseguía. De todas
maneras ¿Qué iba a hacer? Decidí seguir mi jornada escapista. Y aquí viene lo
más trágico.
Caminaba ya en un estado de
ebriedad no provocado por alcohol sino por cansancio muscular, cuando frenó un
auto conducido por una mujer: “¿estás bien?”- me preguntó. ¿Querés que te lleve
al colegio?”. ¡Al colegio! Claro. Estaba con el uniforme, en el medio del
campo. No podía ir a otro lado. Llorando le dije que NO. Un “no” mayúsculo.
Seguí mi odisea hasta que a lo lejos distinguí una bicicleta pedaleando en sentido
contrario al mío. Cuando vi al ciclista quise esconderme, pero ya no había
caso: era mi abuelo. En un italiano un poco consternado me preguntó que cazzo
estaba haciendo lejos del colegio e indagó acerca de mi aspecto moribundo. Le
dije que estaba todo bien y que estaba yendo a casa. Insultó en italiano y lo
único que entendí, traducido al castellano, sería: “te subís en la bicicleta y
te llevo”.
Volví al colegio. Rota,
sangrando, despeinada y sedienta. Entré en el aula, odiando a mi abuelo pero
agradeciendo no haber corrido el kilómetro restante. Clases de portugués: “ela
nao e loira”- dijo la profesora señalándome. Me largué a llorar. Nadie se había
percatado de mi ausencia. Llamaron a mis padres para que me vayan a buscar. Ese
fue mi último día en el Patris.
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