Vientos católicos en el bolsillo
Cuando esa tarde
llegué a casa, mamá me dijo: “no hacía falta que te escaparas, ya te habíamos
comprado el uniforme para ir al Eucarístico”. Sentí por un momento que todo lo
que había hecho no tenía sentido y a la vez, que seguía consiguiendo las cosas
sin esfuerzo alguno. Es decir, simplemente tuve que homenajearme con un
muñequito de alambre suicida y escaparme y ser mordida por un gran danés.
Quizás sí me esforcé. Lo importante era que no iba a volver a ese colegio.
Marina, mi prima, iba
al Eucarístico. Y mientras yo, en constante decadencia, usaba el jogging verde,
la veía a ella deslizarse graciosamente con un uniforme de colegio de verdad.
El mismo que ahora estaba encima de mi mesa: pollera cuadrillé tableada, camisa
blanca, corbata cuadrillé, mocasines, medias y pulóver azules. ¡Por fin iba a
ir a un colegio de verdad!
Un veinticuatro de
junio de 1998 entré en el Eucarístico tímidamente. La directora del colegio me
llamó y me dijo: “lamentablemente no había más cupos en noveno “a”, así que vas
a tener que estar en noveno “b”. Siempre me pareció gracioso decir a qué curso
iba: 9b (no ve, no ve). Estaban en la sala de video. La directora abrió la
puerta y dijo: “Chicas, tienen una compañera nueva. Cielo se integra hoy al
curso”. Cuando entré en la sala, treinta y un chicas me miraron fijamente.
Pocos segundos después, empezaron los comentarios y una de ellas me dijo que me
uniera, que podía sentarme con su grupo. Un colegio normal. Algo normal en mi
vida. Increíblemente inesperado.
Para ese momento de mi
vida yo ya sabía que no era como los demás. No era simplemente que había tenido
una infancia un poco diferente: era muy evidente que no tenía nada que ver con
mis compañeras del colegio, ni con los adolescentes de mi edad. A decir verdad,
siempre me sentí un poco más madura que mis pares. Me costaba seguirles el
ritmo a mis compañeras. Mientras ellas hablaban de ropa o de exámenes, yo
estaba sufriendo por el primer amor no correspondido de mi vida (como si existieran
los amores correspondidos). El amor es perro. Pero aún si pudiera elegir vivir
sin amor, no lo haría. Hace tiempo que pienso que es mejor estar doliente por
un amor irreal, o maligno o escabroso, en lugar de estar obnubilado por la nada
y ser comido progresivamente por el aburrimiento del bienestar. No quiero decir
que me sentía más inteligente que mis compañeras: simplemente teníamos
diferentes intereses. Eso puede ser positivo o bastante malo: yo me creía muy
inteligente y perspicaz, así que jamás lo tomé como un aspecto negativo.
Simplemente me consideraba más madura y con la atención puesta en problemas de
adultos, tales como el amor. Lo cierto es que el amor te vuelve un bebé, aunque
tengas cincuenta o sesenta años. Te deforma, te consume. Y si no es sacrificado
no es amor. Mejor vuelvo al Eucarístico.
En pocas horas logré
entrar en un grupo del colegio, que más tarde pasarían a ser “el grupete”.
Todas en el grupo eran excelentes alumnas, que incluso competían entre ellas a
ver quién era la mejor. Justo lo que yo necesitaba: un poco más de competencia.
Lo cierto es que no me venía nada mal, me refiero a la competencia. Me hizo dar
cuenta de que quizás yo no era tan buena alumna como creía. Estas chicas eran
increíbles: la que no se sacaba diez, se sacaba nueve cincuenta. Y lo mejor:
eran graciosas y no eran para nada ratas de biblioteca. Se divertían a lo
grande, molestaban a las profesoras y obtenían excelentes notas: el modelo de
devoción de todo adolescente. Y todo lo que yo quería ser: divertida, hermosa e
inteligente. Ellas lo eran. Decidí que ese iba a ser el grupo donde me iba a
quedar.
Como en todo colegio,
los subgrupos estaban muy bien divididos: las “perdedoras”, el “grupo de
rejunte” donde estaban todas las que habían sido desterradas de los demás
conjuntos, las “chetas”, las estudiosas, las vagas mal y las vagas bien. A
saber: las vagas mal además eran feas y gordas. Las vagas bien eran el
“grupete”, vagas pero lo suficientemente inteligentes como para estudiar cinco
minutos y quedar eximias.
No podía caer en otro
grupo: venía de un colegio bilingüe, era bonita, alta, flaca, hablaba perfecto
inglés y era buena alumna. Al grupete, sin pensarlo. “Vamos a decirte con
quiénes te podés juntar y con quienes ni te conviene acercarte”- me dijo una de
ellas. Así, me empezaron a contar el historial de cada una de las chicas que no
pertenecían al grupete. Y más tarde, en secreto ya dejaban deslizar confidencias (a escondidas) de ellas mismas.
“Aquella es lesbiana, que ni te toque. Esta otra es una estúpida. Uff… ¡aquella
es una amarga!”. En una oportunidad, una de las chicas atinó a decir que me
dejaran decidir a mí con quién me juntaría y con quién no. “Dejen que ella se
de cuenta sola de cómo es cada una”. Fue censurada odiosamente. “Es mejor así, le
facilitamos el trabajo de darse cuenta”. Como si conocer a las personas fuese
una pérdida de tiempo. Lo cierto es que tenía catorce años, me sentía hermosa y
había llegado a un colegio que más bien parecía el cielo.
Las paredes eran de un
blanco eclesiástico y los mármoles brillaban todos los días con la misma
intensidad a cualquier hora. No había rastro alguno de suciedad, casi ni
parecía un colegio. Y claro: todos los colegios de monjas son así. O de eso me
enteré después. Tendría que haberlo supuesto. Nunca en mi vida había asistido a
un colegio donde fueran todas alumnas mujeres. Tuve a veces espasmos post-clase
porque necesitaba esa complicidad con los hombres y porque sabía claramente que
el ambiente femenino es mucho más competitivo que cualquier otro. Y tenía
entendido hasta ese momento que la amistad entre las mujeres nunca sobrepasaba
el límite de prestarse alguna prenda o decidir de qué color iban a pintarse los
ojos. De todas maneras, me decidí a jugar el juego y a tener el corazón más
eucarístico que nunca.
Tocó el timbre y las
chicas me invitaron a salir al patio con ellas. No era el bosque del Pedagógico
ni del Patris, pero tampoco era el patiecito de dos por dos del Estrada: era
más bien un patio de casa normal. Baldosas cuidadosamente aseadas, chicas
luciendo uniformes como en un desfile y una iglesia que me daba escalofríos de
tan solo mirarla. Nunca fui muy católica. Pero desde que el señor llamado Dios
me estaba haciendo sufrir con Cocol, me había decidido a no volver a pisar
jamás una iglesia.
Estaba en problemas.
El Corazón Eucarístico de Jesús era no mucho menos que eso: un colegio católico.
Con monjas dando vueltas por los pasillos, con sus estúpidos trajes de
puritanas. ¡Zorras! Después se sorprenden cuando ven cómo una adolescente se
masturba con un crucifijo. Denme un descanso, por favor. ¿Qué quieren hacernos
creer? ¿Qué no necesitan sexo? ¿Que viven del amor de Dios? Me cansan. Me ponen
de mal humor. Las monjas y los curas y todos esos depravados que andan por la
calle pastoreando como si fuésemos ganado insensible y sin sesos. No quiero
pecar de insensible pero ¿quién le dijo a determinado cura que puede eximirme
de mis pecados? ¡Por Dios! Es ilógico. Que un tipo normal, porque seamos
claros: no tienen más poderes que nosotros, diga que habla con Dios o que
siente que el espíritu santo vive dentro de su bolsillo no es prueba de fe para
mí. Necesitas decirme mucho más que eso para que yo te cuente cuántas veces
hice el amor en una parroquia o que le robé el reloj a un paralítico en santa
fe y corrientes. Los pecados se los guarda uno, o los escribe en un libro, o
los graba desnuda en mini-dv y después vende la cinta. No sé. Pero ¿por qué
habría de contarle mis pecados a un hombre que viste de negro y eventualmente
viola a menores de edad? Mmhh… buena pregunta, sin respuesta alguna. Es decir,
si en algún momento a alguien se le ocurre una buena respuesta que no incluya
la palabra “fe” puede enviarle un email a mi casilla y con gusto mi secretaria
lo leerá. Es broma. No tengo secretaria y en ningún momento creo que se va a
encontrar esa respuesta.
Mientras estaba en el
patio con mi nuevo grupo de amigas, se me ocurrió visitar el baño y matar el
mito urbano del papel higiénico. Resultado: en los colegios de monjas tampoco
hay papel higiénico. Maldición. Entonces volví
al aula para buscar algunos papelitos tisúes que tenía en mi cartera,
para encontrarme con la agradable sorpresa: dos chicas que durante la última
clase me habían estado hablando mal del resto, en este momento estaban espiando
mi cuaderno. Había escrito en inglés, siempre yo tan precavida. Algo así como
que me estaba gustando el colegio, pero que me costaba acostumbrarme a que éramos
todas mujeres. Que había encontrado un grupo fantástico de chicas y que pensaba
que iba a ser muy feliz. Boludeces. Y gracias a DIOS, je, en inglés. Siempre
supuse que las dos espías del FBI no habían entendido ni cazzo de lo que
escribí. De todas maneras, no decía nada demasiado incriminador. Cuando en el
siguiente recreo mi cuaderno había desaparecido por completo, empecé a
preocuparme. Lo encontré al final de la jornada escolar, durmiendo plácidamente
debajo de un pupitre que previsiblemente no era el mío. Mi cuaderno había sido
secuestrado y torturado, seguramente, para exprimir mis secretos.
Siempre tuve ese
rollo, esa obsesión: escribir. Escribir cualquier cosa que me venía en mente,
las cosas que me estaban pasando. O simplemente frases exterminadoras: “me
cansé de este colegio”, “tal cosa me tiene harta”, “amo tal otra”, bla, bla. El
papel es prudente. El papel no te es infiel, no te caga, te deja ser. No te
pone cara de circunstancia aunque le estés contando que tenés morbo con las
ratas egipcias o que te excita ver cómo los murciélagos duermen en el
tapa-rollo de tu ventana. Quizás por eso no tenía amigas, porque todo lo que
las chicas les contaban a sus amigas, yo lo reproducía con exactitud en mi
cuaderno; y mientras la memoria de un ser humano puede fallar, las letras de
los cuadernos son imborrables. Supongo que por eso siempre me aislé de esa
manera: nunca tuve la necesidad de comunicarme, porque ya lo estaba haciendo.
Escribir es comunicar, aunque mis escritos siempre terminaban escondidos y sin participar
al mundo de mi dolor, mi felicidad o mi disconformidad porque me habían
secuestrado el cuaderno lleno de iniquidades en el primer día de clases en el
Eucarístico.
Las semanas siguientes
fueron bastante más placenteras y empezó a surgir mi lado cómico. Una faceta
mía que estaba profundamente enterrada en lo más oscuro de mi ignorancia. Hasta
ese momento jamás supe que tenía sentido del humor. Lo cierto es que develé una
especie de don de la risa, o mejor: un don de la oratoria. Me invitaban a los
cumpleaños y me hacían contar una y otra vez la historia del perro que me
mordía. Por supuesto, no sólo yo la contaba sino que me paraba y hacía toda la
mímica. Es muy gracioso contado, en serio… de hecho, y lo digo casi sin
vergüenza, lo sigo contando de vez en cuando. Uno con esa historia gana. Es
así, es fácil. Es cómica, es inocente, es la historia de cómo entrar en un
grupo simpáticamente, sin querer dominar terrenos con previa ocupación. Las
líderes de aquel grupo estaban muy bien elegidas y no tenían ninguna gana de ceder
el trono y ningún problema en luchar a diente filoso contra cualquier adversaria.
Yo no podía ser tan maleducada de aceptar la invitación al grupo y querer ser
líder… y sin embargo a veces no puedo conmigo misma.
A la semana ya me
sentía una más y recibía llamadas telefónicas como si las hubiera conocido
desde jardín de infantes. Las chicas que no pertenecían al grupo y que se
animaban a cruzar palabra con la desconocida, a.k.a yo, me decían: “cuidado con
las del grupete. Son falsas. Hoy te quieren, mañana te desechan”. Sí, claro.
Mmm… ¡¡qué olor a envidia!! Típico. Estuviste toda tu infancia queriendo entrar
en el grupo sin éxito y tu futuro más prometedor es el de ser monja del colegio
al que asistís. Esa es tu máxima aspiración. Y de buenas a primeras caigo yo y
entro casi sin golpear. Uff… no debe ser excesivamente agradable. Pero es así,
la vida es injusta. Y algunas adolescentes, también lo somos.
Laura me invitó a su
casa para ver un partido de fútbol de la selección nacional. Tenía la mejor
casa en la que hubiera estado jamás. Decorada en un setenta por ciento con mármol
reluciente, hermosos jarrones oscuros, una televisión de pantalla plana, televisión
satelital y hasta reproductor de dvd. Yo no podía creerlo. Era 1998 y lo único
que tenía en mi casa era una computadora IBM del 97 que usaba windows 3.11.
Sepan comprender: aquello era un palacio.
Cuando entré, con los
ojos algo desorbitados, las encontré a mis compañeras (sólo a los miembros del
grupete, claro) acostadas confortablemente en un sillón blanco que rodeaba gran
parte de la sala de estar, cantando a la voz de “Batistuta we love you!”. Era
como estar en un sueño: tenía amigas y creía que eran las mejores que pudiera
haber encontrado. Estaba convencida de que por fin me estaba codeando con gente
como yo, o que quizás finalmente había encontrado un modelo a seguir:
inteligente, graciosa y buena alumna. ¿Qué más quería?
Laura me mostró su
casa y en cuanto llegamos a su habitación no logré evitar mirar su computadora.
Tenía todos los accesorios, que en aquel momento eran un lujo: grabadora de
cds, muchos cds vírgenes, un monitor de pantalla plana (o sea, es el día de hoy
que yo todavía sigo escribiendo en un monitor “Kely, the brightest choice”
(?)), etc. ¿Querés conectarte a Internet?- me preguntó. Yo temblé. Había estado
en Internet en la casa de Zú y me había creado una cuenta de email pero
ciertamente no la recordaba y no podía esperar para bajar y ver el partido con
mis nuevas amigas. No por el partido, nunca me entretuvo el fútbol (y de hecho,
no lo entiendo), sino porque quería compartir eso con ellas. Le dije a Laura
que entraría en Internet un poco más tarde y finalmente nunca lo hice.
Vimos el partido entre
helados y cigarrillos: detalle, en ese colegio todas fumaban. Excepto yo. Ni
siquiera se me había ocurrido probar el cigarrillo y hasta me parecía una falta
de respeto a los padres de mi compañera y dueños de esa casa. Uff… me odiaba
yo, tan rigurosa, tan educada, tan bien aprendida.
“Ah… ni te preocupes
por el papá de Laura- me dijo una de las chicas y bajó la voz casi
convirtiéndose en un siseo de víbora- es un chorro cualquiera. Un estafador.
¿Por qué pensás que tienen esta casa y esos autos? El tipo es ladrón, es
político… vos sabés cómo son estas cosas. Es más, la semana pasada salió esta
casa en el diario y lo re escarcharon… ¡pobre Lau!”.
Menudas amigas tienen.
Veo cómo se quieren entre ustedes. Pero si ese era el juego, a jugar se ha
dicho. No pensaba perder una partida más hasta el día de mi muerte. Y es una
promesa aún difícil de olvidar. Si esas iban a ser mis amigas, entonces tendría
que aprender a tejer telarañas y a sobrevivir en un nido de arañas pollito.
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