Nunca confíes en una reina sin súbditos
¡Qué decepción! Digo, darme por enterada finalmente de que
la amistad no existe. Al menos no aquella amistad de “bandita” que yo deseaba,
aquel apego caballeresco de todas para una y una para todas. No existía. Ni
siquiera este grupo tan consolidado podía dejarme entrever una amistad sólida.
No existía tal cosa. No había amistad. Entonces decidí que a partir de aquel
momento no iba a confiar en nadie (es decir, si se reían de una compañera
antigua, ¿por qué no se iban a reír de mí?).
Empecé a pensar en las teorías utilitarias y que quizás no
estaban tan erradas. Decidí que mis amistades mayoritariamente iban a ser por
conveniencia. Que necesitaba rodearme de gente que me servía para tal o cuál
empresa y que si alguien no me era útil directamente pasaba a ser un estorbo.
Así, quien no me sirviera sería desechado. Suena bastante práctico, frío y
calculador. Y es que así quería ser yo, después de tantos colegios y
decepciones. Me jactaba de mis decisiones y a quién me preguntaba le contestaba
que me juntaba con esta o con aquella solamente porque las necesitaba.
Pero era ficción, pura mentira. Soy la persona más apegada
a los afectos que conozco. Necesito de amigas, de familia, de amores, de
mascotas, necesito todo eso; a las personas que me recuerdan quién soy. Pero en
aquella época esa era la imagen que quería mostrar de mí y siempre tuve la
encantadora habilidad de hacerle creer a la gente que el cielo se está cayendo,
aunque sea un día de sol reluciente.
En el año 1998 mis padres habían comprado un terreno en un
barrio privado (o country) a veinte minutos de la ciudad. Yo no quería mudarme
allá, porque quedaba cerca del Patris, es decir: campestre en todos los
sentidos, pero llegó el momento cuando mi papá anunció que ya no viviríamos más
donde siempre, porque había empezado a construir una casa en el barrio privado.
Para eso, tuvimos que vender el hogar donde viví 14 años de mi vida y mudarnos
a una casa a media hora de ahí, más urbana, sí, y más cerca del colegio donde
iba ahora y más cerca del centro y de los cines y de todas las cosas que
siempre me habían quedado lejos.
Dicen que las mudanzas no son buenas para las personas en
desarrollo mental y están en lo cierto, seguramente. Pero yo, que siempre fui
diferente, gocé de la mudanza. El colegio me quedaba a diez cuadras (aunque
jamás fui caminando, no señor), el centro a tres, peluquerías, gimnasios,
cines, librerías, ¡todo cerca! Por primera vez en toda mi vida empecé a invitar
amigas a comer, o a estudiar, o simplemente a tomar mate a casa (la nueva, que
no quedaba en el pueblo). Así, de a poco, me alejé del grupete y empecé a
conocer a otro grupo. Pronto éramos cuatro inseparables compañeras: Agustina
C., Agustina A., Hary y yo.
Era la época cuando mis compañeras del colegio empezaban a
ir a bailar. No es sorpresivo que a mí no me interesasen esas cosas ¿verdad?
Así que mientras mis compañeras iban a llenarse de olor a humo la ropa y el
pelo, y a tomar cerveza hasta vomitar y hablar pavadas, yo prefería quedarme en
casa leyendo o mirando TV o simplemente escribiendo poemas para Cocol. Patética.
Pero así era, así soy y las estadísticas pronostican que así seré toda la vida.
Solíamos juntarnos siempre en una casa diferente. Lo que a
mí más me gustaba era ir a lo de Agustina A., porque vivía justo en el centro,
en una cuadra llena de negocios, de gente, de vida. A veces nos quedábamos a
dormir ahí. Aunque mis nuevas “amigas” me mantenían lo suficientemente ocupada
como para pensar, todavía me sentía triste. Un sentimiento desgarrador, que me
congelaba los intestinos y se transformaba en iceberg justo en el medio de mi
garganta. Sentía ganas de llorar todo el tiempo. Y cuando digo “todo el tiempo”
debe entenderse literalmente. No podía ver una película, ni hablar de temas que
supiera de antemano me iban a conmover, porque una vez que empezaba a llorar ya
no había vuelta atrás.
Alguien me había hecho daño, o yo me había hecho daño. En
aquel momento preferí dar por sobreentendido que era Cocol la causa de mis
males y de mi profundísima necesidad de morir. Que simplemente me sentía triste
por estar viviendo la historia de un adverso amor no correspondido, donde
Julieta (yo) estaba a punto de caer envenenada por sus propias lágrimas.
“Mamá, quiero ir al psicólogo”- le dije.
“Ay, Cielo, dejate de pavadas. No necesitas ir al
psicólogo”- me contestó.
Y sentí que me moría. Porque cuando tenés catorce años y
sos caprichosa y consentida, si tu mamá no hace las cosas por vos entonces son
imposibles de conseguir. Necesitaba, o creía que necesitaba, la autorización de
mamá para ir al psicólogo: de todas maneras, ella era quien pagaría las
sesiones en tal caso, porque yo no había trabajado, ni ahorrado, ni salvado un
centésimo.
Les expliqué a las dos Agustinas y a Hary lo mal que me
sentía y ellas prometieron intentar ayudarme. Agustina A., siempre me escribía
cartitas de apoyo: “vas a ver que vas a terminar con Cocol”, “seguramente van a
ser novios” y demás demostraciones de aprobación hacia esa relación. Empecé a
pensar que quizás Agus A. no estaba tan equivocada; que tanto amor tenía que
desembocar en algún puerto y que el nombre de ese puerto empezaba con “C” y
terminaba con “ocol”. Así, me instó a empezar a llamarlo por teléfono. Después
de clases, me instalaba en un locutorio en frente de la casa de Agus A. y
marcaba el teléfono de Cocol. A veces solamente preguntaba por él y después
colgaba… pero después se me ocurrió algo más ingenioso.
Le pedía Agus A. que llamara a lo de Cocol y le sonsaque
información: a dónde iba a bailar, si tenía novia, si tenía celular, si salía
mucho, qué días se lo podía encontrar en el club de rugby, etc. Así, Agustina
empezó a llamarlo, siempre en mi presencia y al finalizar la llamada me pasaba
el parte: “no está saliendo mucho”, “está jugando los domingos a las 15hs”,
bla, bla, bla. De esa manera, empecé a saber muchísimo más de Cocol y sus
costumbres; ahora sabía de quién estaba enamorada, o al menos ahora tenía otros
datos además de su nombre.
Mientras tanto Agustina C. estaba enamorada de Martín.
Enamorada o le gustaba o lo que sea. Empezamos a ir a un bar donde también se
bailaba. Solíamos ir los viernes. Las chicas se ponían nerviosas cuando un
chico les hablaba y es entendible: nunca en sus vidas habían tenido contacto
con chicos. Yo estaba un poco más acostumbrada a lidiar con los varones, no
porque hubiera tenido novio, sino porque había tenido toda la vida compañeros
en los diferentes colegios.
Agustina C., Agustina A., Hary y yo estábamos una noche
tomando algo en el bar y simulando bailar sin que nos importase nada, cuando de
repente se acercó Martín. La cara de Agus C. se desfiguró de sorpresa a miedo y
de miedo a desesperación, tanto que decidió correr al baño. Martín y Agustina
A. se quedaron hablando. Y yo unos centímetros más lejos con Hary.
“No te gusta Agustina?”- preguntó su homónima
“No, me gusta Cielo”- contestó Martín.
“¿Cielo? Uh… no, no. Cielo es una puta, está en otra cosa,
completamente”- replicó mi MEJOR AMIGA.
Cuando le pregunté a Agustina por qué había hecho eso, me
dijo que por el bien del grupo: que no quería que nos peleásemos por un chico
(¡imbécil, ni siquiera servía para inventar excusas!). Que si Martín no quería
estar con Agustina entonces que no iba a estar con ninguna de las otras
integrantes del grupo. Está muy bien, acepto la regla (ni que me gustara Martín
¡puaj!) pero ¿qué necesidad había de decir que yo era una puta y que estaba “en
otra cosa”? (como si me estuviera drogando, o haciéndome piercings en el
clítoris, o fumando hierba taiwanesa). Ninguna necesidad. Simplemente Agustina
A. era una pésima amiga y pésima persona (bueno, no por nada está hoy por hoy
absolutamente sola y abandonada). ¿Quieren más? Les doy más.
A Agustina le perdoné lo de Martín. Con tal de conservar el
único grupo de amigas que quería sinceramente, estaba dispuesta a soportar que
una de ellas me llamara “puta” para defender los intereses de otra. Lo
entendía; no me gustaba el método, pero lo entendía.
Otra noche, habíamos quedado en encontrarnos en la casa de
Agustina C. para maquillarnos, cambiarnos, peinarnos y salir juntas las cuatro.
Cuando llegué se había formado una especie de reunión o subgrupo. Allí estaban
sentadas las dos Agustinas y Hary, que me dijeron muy seriamente: Cielo, no
queremos salir más con vos. Me llevé una ingrata sorpresa y aún no entendía:
¿Qué pasó?
“Que ya no queremos salir con vos. Sentimos que vos sos la
estrella –no me voy a olvidar nunca más de eso, la estrella- y que nosotras
vamos atrás como si fuéramos tus esclavas. Todo el mundo te mira a vos y
nosotras parecemos tus súbditas”. Ahora sí: necesitaba urgentemente un
psicólogo o una sierra eléctrica para azotarme hasta la muerte, o mejor:
azotarlas a ellas.
Dejamos de salir juntas. Y poco tiempo después
recibí una grata noticia que me alegró el corazón: Agustina A. estaba saliendo
con Cocol. Por favor, depositen la sierra eléctrica en mi cuello. Muchas
gracias.
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