Un clavo oxida otro clavo
¿Nunca sintieron que no
tenían ganas de nada? Ni de levantarse, ni de comer, ni de hablar por teléfono,
ni de saludar a tu familia, ni de hacer cosas que les den placer. Así me sentía
yo. Después de la traición de Agustina y haber tomado consciencia de que mi
tristeza no me iba a dejar transitar tranquila el camino de la adolescencia, me
volqué exclusivamente a Internet. Decidi que era la unica cosa que iba a hacer.
Así, empecé a conocer gente en el chat.
Aunque tenía Internet
desde el 98 no le presté demasiada atención hasta mediados de 1999. Para ese
entonces el MSN era básicamente cosa del futuro Spilbergriano, quiero decir, no
se usaba demasiado. En cambio, teníamos el ICQ (un programita al estilo msn
pero más arcaico y con sonidos que generaban graves dolores de cabeza en su uso
prolongado) y el mIRC. Este último, utilizaba el sistema IRC para conectarse
con personas en distintos servidores. DALnet, así se llamaba el servidor donde
entraba yo todas las noches a hablar con desconocidos.
Es gracioso lo del mIRC y
el fenómeno de Internet en general. Muchas veces uno llega a conocer mucho más,
o quizás a creer que conoce mejor, a un cyber- amigo que a sus propios
familiares o amigos. Es cierto. Empezas a conocer los horarios del otro: cuándo
se conecta, qué páginas visita, con quiénes está hablando, con qué contactos se
lleva mejor, cuánto tiempo está conectado, si lo hace desde el trabajo o desde
una computadora en su casa. Se puede saber mucho de alguien navegando por la
red. Tanto que es hasta peligroso. Pero no me voy a poner a hablar ahora de las
bondades y peligros de la net porque no me corresponde, porque me aburre y
porque es por demás un tema sabido. Pero permítanme contarles una historia, que
no es sabida, ni aburrida, ni conocida. La historia de una transformación
feroz: de la muñeca de porcelana que se estropeo contra el asfalto. Una
historia de inconvenientes y de las ganas de morir; del hambre, del miedo y una
moraleja jamás escrita, una experiencia aún no procesada. Necesito escribir
esto. Lean.
Clara14, ese era mi
nombre en la red. Clara porque nunca me había gustado “Cielo” (y porque todas
las mujeres desagradables se ponían ese nickname) y catorce porque tenía esa
edad. Empecé a entrar en #argentina, un canal donde todas las noches me
encontraba con la misma gente. Amigas no tenía, eso es sabido, entonces decidí
que mis nuevos amigos serían cyber: no podían dañarme. Al final y al cabo
siempre juzgué a las personas por cómo escriben: si tienen faltas de
ortografía, si usan las palabras adecuadas, si saben utilizar los puntos, las
comas y bla bla. Toda la vida me fijé en eso: no quiero sonar exquisita, pero
en el chat, cuando un desconocido me escribía cosas como: “ola bellesa” obtenía
su pase gratuito a mi lista de ignorados. Sigo siendo así pero en menor medida:
conocí muchísima gente buena y que quiero mucho que escriben con muchas faltas
de ortografía. En aquel momento una buena escritura era condición única para
hablar conmigo, sino podían cerrar la ventana y hablar con otra persona. Lo
cierto es que había muchísimas bestias dando vueltas en la red, en DALnet y en
#argentina, así que no fue muy difícil distinguir al único ser inteligente de
la red: Hogweed.
No sé ni cómo empezar a
hablar de él. Supongo que tengo que pensar primero en Maquiavelo. ¿Leyeron El
Príncipe? Supongo que Hogweed podría escribir una versión aggiornada del
principe. ¿Alguna vez amaron y odiaron profundamente a alguien? Bueno, es hora
de contarles mi historia algo lúgubre y con el peor error de las historias: con
final abierto. Si aún después de esta descripción quieren adentrarse en este
laberinto de musgo, bienvenidos sean. He aquí mi historia, una vez más.
Alejandro. Así se llama. Clara14
y Hogweed se conocieron por casualidad a fines de 1998 en #argentina. Cuando lo
conocí estaba sumergida en el mar de Cocol, en esa tristeza desequilibrada que
me presionaba las sienes hasta el cansancio, esa moribunda sensación que
parecía no terminar: una vez más, un clavo sacó a otro clavo… en realidad esta
vez un clavo oxidó al otro. Cocol al lado de Alejandro podría haber sido Robin
Hood o madre teresa de Florencio Varela. Quiero decir, en comparación con
Alejandro, Sadam Hussein merece el novel de la paz.
Cuando lo conocí faltaban
pocos meses para mi cumpleaños número quince, mientras que él tenía 9 años más
que yo. Nunca había pensado antes el problema legal del que podría haber sido
víctima Alejandro en caso de que mi familia hubiese querido. Tampoco tengo
ganas ni tiempo de pensar en eso ahora. Cuando uno piensa que la muerte se
avecina, hace este tipo de cosas (escribir memorias, por ejemplo) en un intento
desesperado por dejar su huella en un mundo donde nunca hizo la diferencia.
¿Por qué una vez muertos tendrían que resonar nuestros nombres cuando mientras
vivos siempre fuimos ignotos? Sólo Dios sabe. Ja, dios. Apuesto a que él, si existiera,
tampoco sabría nada. Y no hubiera podido anticipar el horror prometido de
Alejandro y su mente manipuladora. De todas maneras, no voy a seguir haciendo
juicios de valor porque ustedes merecen tomar partida por cualquier personaje
de la historia. Quizás alguno los conmueva más que otro… o quizás algún lector
puede descifrar El Código Alejandro y explicarme; porque nunca entendí, pasan
los años y sigo sin entender.
Su vida transcurría sin
mayores sobresaltos. Hijo de un ferretero y un ama de casa, vivió en Monte
Grande, provincia de Buenos Aires, hasta los veintidós años, cuando se mudó a
un departamento en Avellaneda. Aunque su pasar económico no era grandioso, pudo
comprarse un departamentito. No era Punta del Este ni vivía sobre Gorriti, pero
la calle Estévez en Avellaneda cabía sin hacer ruido en su escabrosa biografía.
Alejandro nació en Monte Grande allá por 1976 y mil veces maldije ese nueve de
marzo.
¿Cómo puede amar y odiar
a una misma persona? Bueno, es fácil responder a eso. Alejandro fue un
estafador: y como todo ladrón, primero te vende el mejor hotel, con el más
paradisíaco paisaje en tu ventana. Lo amas. después llegas a la playa y
encontrás un estanque de agua mugrienta. Lo odias. Así son estas personas. Así
era él. Así sigue siendo.
Quizás ahora me sea más
fácil reconocer a este tipo de individuos pero en aquel entonces tenía
solamente catorce años y, aunque creía que me las sabía todas, era simplemente
una nena.
Así lo conocí: una noche
desvelada por el no-amor de Cocol. Entré en el chat con la simple intención de
distraerme por unas horas. Lo encontré o me encontró, me habló. Escribió: “me dijeron que sos muy bonita” y
yo que no me creía nada, le dije que estaba equivocado. Así empezamos. Al
principio solamente hablábamos una vez por día. Con el tiempo, empezamos a
necesitarnos. Es decir, yo empecé a necesitarlo. Nos escribíamos emails, nos dejábamos
mensajes en la Net;
cualquier medio era válido para mantenernos en comunicación. Alejandro era todo
aquello que yo necesitaba: comprensión y sustento. No sabía demasiado de él,
pero de algo estaba segura: cuando aparecía en la pantalla su nombre mi corazón
se distendía, me hacía vibrar. Alejandro me hacía vibrar y sentir bien. Cocol
no. Quizás estaba enamorada del hombre equivocado. O tal vez, solo tal vez,
todavía no había conocido al hombre equivocado.
Claramente mi vida social
no existía. En el colegio estaba absolutamente ausente. Mis amigas se habían
despojado de mí, me habían dejado sola. Y no es que me molestara: estaba más
que acostumbrada a estar sola, quizás hasta estaba a gusto. Mi vida comenzó a
ser cibernética, transcurría en la red. Perdí la noción de realidad: todo lo
que quería era hablar con Alejandro. Hablarle de Cocol, de lo mal que “me
hacía”. Alejandro simplemente repetía: “yo no sé si este pibe es tonto o qué le
pasa. Yo no te dejaría de lado por ningún motivo del mundo”. En lugar de
tomarlo como lo que era, yo creía que era tierno. Alejandro me hacía mucho
bien, pero todavía el fantasma de Cocol rondaba por los pasillos de mi mente.
Mis relaciones afectivas
siempre fueron así: difíciles de concretar (y hasta imposibles) y dotadas de
una obsesión incandescente. Una obsesión que me consume, que me mata, que me
hiere y que aún así defiendo. Porque llegué a pensar que amor sin sufrimiento
no era amor. Y Alejandro no me ofrecía ningún tipo de riesgo, ningún
sufrimiento. Además, él vivía en Avellaneda y yo a más de 60 kilómetros. No
podía ser, era imposible. Y por supuesto: no lo conocía. ¿Era imposible, dije?
Era perfecto.
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