Superhéroe electrificado
Que
quede claro: cuando hablo de relaciones obsesivas no lo hago metafóricamente;
estoy siendo más literal que nunca. Cuando digo que hubiera muerto por
Alejandro, tampoco lo tomen como una metáfora. Sé que es difícil descifrar cuándo
escribo en serio y cuándo no, pero hagan el intento.
No iba a aguantar mucho tiempo más. No estar
con Alejandro significaba la muerte espontánea de la persona inteligente que yo
creía ser por primera vez. Me había hecho sentir adulta, elocuente y propensa a
ganar todas las batallas. Era la muerte de mi heroína. Mi heroína carbonizada.
Estaba demasiado deprimida como para quedarme estancada.
A fines del año 2000 me fui a Europa y me
olvidé de que el dolor se traslada con el viajante. No porque me fuera a otro
universo iba a dejar de sentir aquel dolor punzante, no. Era eterno y me
acompañaba, aún en Inglaterra, en Francia o en Italia. Viajaban conmigo el
dolor y la estúpida idea de que hasta las gárgolas estaban en mi contra ya que
todo me hacía acordar a él. Una vez me pareció verlo detrás de una librería
donde hurgaba en busca de un libro para ahogar mi pena. Pocas horas después
recibí un email suyo diciéndome que estaba en Europa. Si no era él, era su
gemelo europeo y si no era su gemelo europeo, por favor, intérnenme.
NEW HOTEL ROBLIN
6, rue
Chauveau-Lagarde
75008 PARIS
Alejandro,
París es un bombardeo de twingos y castillos. Ambos me tienen
cansada. Uno me trae recuerdos, el otro me hace soñar. En este momento estoy en
mi cama del hotel, tapada hasta los codos, escuchando el resumen de Sydney 2000
que puso mi primo que duerme en la cama contigua.
Francia
no parece demasiado integrada a la era de Internet; por las calles no he visto
ni un solo cyber café ni nada que sele asemeje. Todo muy lindo, pero demasiado
antiguo para mi gusto. Me encantó Londres: la gente es alocada y se viste raro
(allí me siento cómoda). En París tenés que vestirte con polleras largas hasta
las rodillas y muy sobriamente, sino no tenés estilo. Imaginate lo desubicada que
me siento acá.
Te
extraño demasiado como para subir a la torre Eiffel. Tengo más ganas de subirme
al tren metropolitano que va a Avellaneda, por raro que suene. No puedo
disfrutar de nada acá… lo único que hago es buscar computadoras disponibles
para poder escribirte, o con suerte, encontrarte online. Quiero volver a mi
casa, quiero estar con vos. Odio Europa. Te amo.
Cielo
Mi
vínculo con Alejandro se volvió perverso y cruel, se asemejó cada vez más a él.
“Te amo pero necesito tiempo”. ¿Qué quiere decir eso? Necesitar tiempo es
frenético, es desesperanzado, es casi ridículo. Nadie necesita tiempo. En
realidad, no necesitaba tiempo, necesitaba que a tiempo me retirara. Cuando
volví de Europa me enteré de que estaba saliendo con otra persona. A continuación
surgieron las (obvias) dudas: ¿fue antes o durante o después de estar conmigo?
Y eran obvias las respuestas. Sin embargo, nunca pude desprenderme de él y por
alguna razón él tampoco pudo. Si bien (él decía que) no funcionábamos juntos,
nos llevábamos muy bien y nos hacíamos falta (aunque solo fuera sexualmente).
Sí, a veces sentía placer cuando me daba cuenta de que era su amante y que
estaba engañando a su novia. Sí, tengo que admitirlo. Es decir, no me gustaba
mi posición, pero qué bien se sentía ser la elegida. Qué bien saber que no
amaba a Marina, qué bien que no tuvieran buen sexo (¿por qué otra razón
volvería a mí?).
Me
acosaba una especie de erotomanía incontrolable. Tanto quería que Alejandro se
acercara a mí que hacía lo imposible por agradarle. Cualquier intento era
bueno: de pronto me encontré comprándole libros, discos, jeans, remeras y
cualquier cosa que estuviera a mi alcance. Nada era suficiente, pero yo creía
que si podía agradarle iba a enamorarse de mí otra vez (en caso de que alguna vez
hubiera sentido algo siquiera parecido al amor o la ternura).
La
cruel realidad era que ya no tenía quince años y que el depravado ya había
conseguido lo que quería (al menos eso me gusta pensar, me hace odiarlo).
Inevitablemente tengo que odiarlo. Lo culpo de mi soledad, de mi miedo a las
personas, de mi desconfianza en general, de mi despecho. Durante años mi
entorno se sigue preguntando qué tanto hizo Alejandro y cuánto me corresponde a
mí. Es un porcentaje que nunca pude resolver: no me dan las cuentas. Que tuvo
un impacto estruendoso en mí, eso es sabido; también que me hizo llegar a
extremos incalculables e imposibles. Pero que se regodeaba en mi desgracia, eso
no se sabe; que me obligaba a jugar un juego macabro tampoco.
Sus
maldades son tan sutiles que me es casi imposible explicarlas, deletrearlas,
exponerlas. Alejandro es eso: indescriptible. Porque si uno lo ve por la calle,
no se da cuenta de nada. Un tipo común, que no llama la atención, que no tiene
nada atractivo o alarmante. Es, a simple vista, un hombre cualquiera. Pero
¡pobre de aquel que se atreva a cruzar el umbral de su apacibilidad! De nuevo,
es solo mi punto de vista. Quizás lo conocen, lo hayan visto y hasta hablado
con él. Un ser perverso, un estafador de la mente. El hombre que amo.
¿Cómo
se puede amar y odiar a alguien al mismo tiempo? Así es mi amor: atemporal. Por
momentos olvido el presente cuando Alejandro es un tipo despreciable y solo
puedo recordar cómo era, cómo me trataba, cómo me quería. Mezclo
personalidades, momentos, tiempos y así mi amor se vuelve atemporal: sin poder
distinguir lo que fue y dejó de ser, de lo que nunca será.
Tengo la admirable (¿despreciable?) capacidad
de borrar lo malo y recordar los momentos gratos. Así, aún después de escribir
atrocidades acerca de él, puedo llamarlo por teléfono y hablar como si nada,
con voz de enamorada y suspiros cariñosos. Sí, es lamentable. Por eso me costó
tanto despegarme de él, por eso escribo: no quiero olvidar.
Quizás
hasta tenga memoria selectiva: archivo solamente los documentos, pensamientos,
fotografías, escritos y demás, que me hagan recordar los buenos tiempos. En
alguna de mis peores épocas llegué a inventar conversaciones para no sentirme
sola. Mi imaginación siempre fue más fuerte que mi racionalidad cuando se trata
del “amor” o lo que sea que esto es. Así, puedo pelearme con Alejandro sin que
él se entere, o amarlo cuando en realidad tendría que repudiarlo. No sería raro
tampoco pelear con él y no recordar porqué. Ya dije: no puedo acordarme de las
cosas malas, esas razones se disuelven en mi cabeza, no las encuentro; se
arrinconan empolvadas en algún lugar de mi cerebro.
Erotomanía,
la sufro. Soy consciente de eso, pero solamente cuando me aíslo, me alejo y me
desdoblo. Solo así puedo entender que quizás no es tan importante, no es tan
trágico o que tal cuestión no merece mi muerte. Solo cuando me veo desde
afuera… y en general cuando logro un desdoblamiento ya es demasiado tarde para
tomar decisiones. Con seguridad ya las tomé y sin duda erróneamente. Cuando no
soy consciente de mi condición, el mundo se deshace por un llamado que no llegó
o porque se canceló una ida al cine.
Los
cambios de planes no son aceptables en mi vida. Si vamos a hacer tal cosa, la
hacemos. No hay porqué arrepentirse, no hay porqué cambiar los planes, nada es
justificable. De allí que cada vez que Alejandro me deja plantada mi mente
trabaja horarios desubicados hasta encontrar respuestas que me hagan infeliz.
Casi todas ellas una mujer, una nueva amante, pocas ganas de verme o la
decisión definitiva de dejar de quererme. Todas ellas me alarman, me corrompen
y siento un dolor tan hondo, tan profundo como una lanza surcada por entre el
estómago. Y me invade una desesperanza que más parece una descarga eléctrica
poderosísima que me deja nublada, ciega, somnolienta, imbécil, destartalada.
Sin poder de decisión, inactiva e imperante: necesito dormir, o morirme, o que
me maten. Y si no sufro otra descarga eléctrica me quedo dormida al poco
tiempo. Casi siempre es así:
- Situación
- Crisis de llanto
- Hipótesis
- Descarga eléctrica
·
Dormir
Así funciono, por peor
que suene. ¿Cómo puedo amar y odiar a una misma persona? Fácil: Alejandro me da
lo que quiero, o me da en parte lo que quiero, o me hace creer que me da lo que
quiero, o me auto convenzo de estar satisfecha con lo que me da o le mendigo y
acepta entregar a modo de limosna. Y por otro lado (me considero un vivíparo
pensante) a veces, pocas veces, tomo consciencia de la irracionalidad de lo que
hago, de la impotencia que encarno, de lo patético de mis actitudes y comienzo
a pensar: situaciones, hipótesis, electricidad, etc.… y eso me hace odiarlo.
La electricidad me hace
odiarlo y me hace dormir. Generalmente cuando me despierto, no recuerdo por qué
lloré tanto (desdoblamiento) y cuando logro saber porqué, aún no lo entiendo.
No puedo ponerme en mis propios zapatos. Como si esa noche de sueños rotos me
hubiera borrado todo registro de empatía conmigo misma. Al despertar la pena
aparece reducida y hasta minimizada. Reducida a un montón de neuronas de más
que hicieron mala sinapsis. Nada más que eso. Alejandro no asume culpas, no le
inculpo nada, yo vuelvo a ser el feliz arlequín que alegra la vida de los otros
y comienza una vez más todo cuando me doy cuenta de que no es suficiente para
mí, que necesito más, que no estoy bien. Así es como se ama y se odia a alguien
hasta límites insospechados.
Mi psicólogo más tarde me
obligó a no desentenderme de mi pena: “y vas a venir, aunque supongas que es
algo resuelto. Con vos es siempre lo mismo. A un momento estás muriendo y al
día siguiente, como lograste taparlo (ahogarlo, al sentimiento de muerte
súbita), hacés como si nada hubiera ocurrido, olvidando el asunto por completo”.
Néstor, tenés razón. Siempre ahogo mis sensaciones, mis deseos, mis sentimientos,
mis miserias y alegrías. Lo suprimo todo, eternamente, porque a tiempos es
menos doloroso dejar de sentir.
Cuando dejo de sentir
empiezo a pensar. Me hago preguntas racionales y me contesto sin mayores
problemas. Y la vida es así: fácil, cerebral. Tengo, es cierto, varias
personalidades y para cada una de ellas un grupo de amigos diferente. Me cuesta
mezclar amigas. A tiempos, soy muchas personas que difieren entre sí: tienen
distintas personalidades y las motivan incomparables cosas. Por duro que suene,
sé que es así. Hay gente que no se bancaría a HIEDRA y otras que se sienten
poco confortables con Cielo. Por eso tengo que actuar diferente o amoldarme.
Soy lo que el ambiente quiere que sea, lo que las situaciones me indican que es
mejor ser. Que es más conveniente ser.
Una vez conocí a un chico
canadiense que tenía el mismo problema que yo. Llamémoslo mejor: condición. Esa
misma condición. Esa disparidad de personalidades y gustos. Se llama Ammar
Mousa. Un palestino nacido en Libia hijo de un jefe militar o algo similar.
Ammar dice que no tiene tierra, que no pertenece a ningún lado. “Los judíos me
sacaron mi país, no pertenezco a ningún lado”. Hoy está viviendo en Canadá
desde hace algunos años. Su padre vive en algún lugar de Europa donde montan camellos,
comen gatos y los chicos se divierten apedreando mulas y jugando con armas de
fuego. Todo aquello le parece incivilizado y sin embargo siente que pertenece
allá, aunque decidió irse. Por otro lado, se queja de Toronto: “en el diario,
la semana pasada, la noticia más candente fue que a una viejita se le atoró su
gato en un árbol. Llamó a los bomberos que bravamente lo rescataron”. Le
molesta ese país tan organizado donde “no pasa nada”. Odia a los judíos con
gran admiración (admiración mía, claro, porque no entiendo cómo se puede odiar
tanto). Tiene problemas diferentes de los míos y si lo pienso dos veces no tan
diferentes: busca territorio. En realidad yo también busco territorio, pero no
me interesan los israelitas ni los musulmanes ni Sadam Huseim. Estoy de
acuerdo, entiendo su causa. Tengo otro amigo que es judío y contradictoriamente
también entiendo su causa. ¿Cómo puedo entenderlos a los dos al mismo tiempo?
De la misma manera como amo y odio a alguien. Así, sin explicaciones. Me
amoldo. No es que no tenga opiniones formadas. No creo que sea eso.
Ammar me entiende, es
alguien que puede entenderme y entrar en mi cabeza. Le suceden las mismas cosas
y nos importan cosas similares. Los dos tenemos problemas de concentración: nos
aburre todo. Es decir, no solamente lo que son obligaciones, me refiero a todo.
Nos llevamos muy bien: cuando empieza la semana nos escribimos a ver quién
empezó más hobbies y cuánto tardó en dejarlos. Él se compró una bicicleta y la
dejó tirada, sin usar. Siempre hacemos esas cosas. Nos emocionamos tanto con
algunas actividades que en nuestra cabeza son fantásticas, tanto, que cuando
las llevamos al plano de lo real nos parecen desconcertantemente aburridas. Y
siempre es lo mismo. También nos aburren las personas. Yo no puedo estar con alguien más de un día,
la gente me aburre. Después de ese tiempo prudencial necesito estar sola, estar
en mi cama sola, estar en el baño sola o simplemente mirando televisión. La compañía
muchas veces se convierte en estorbo con el correr de las horas. Es decir, no
soy antisocial, no quiero sonar a cuarentona soltera, pero es cierto que
necesito de mi privacidad y que me molesta que la gente no sepa cuándo
retirarse. Ojalá alguien alguna vez inventara un interruptor que les avise a
las personas cuándo es el momento exacto en que empiezan a ser un estorbo.
No sé a qué viene esto.
Siempre me voy por las ramas. Ah, bien, decía que Ammar me entiende, pero
claro: tenía que vivir en Canadá, no podía estar cerca de mí (esa es una
constante en mi vida: los afectos lejos). ¿Cómo lo conocí a Ammar? Bueno, esa
es una historia que no viene a cuento ahora porque falta mucha información en
el medio. Pero en algún momento, si logro recordarlo, voy a hablar de eso.
Ah, mis personalidades.
Supongo que nacieron en mi necesidad de agradarle al mundo entero. Toda la vida
me sentí marginada o por gorda o por antisocial o porque me gustaban los libros
en lugar de los power rangers, no lo sé. Simplemente me sentía aislada. Y en mi
necesidad de no aislarme creé personalidades acorde a cada grupo de amigos que
me hacía. Creo que todos somos un poco así: no nos comportamos igual con
nuestra familia que con nuestros amigos, o nuestros profesores o por teléfono o
por email o vaya a saber qué otra situación. No puedo hablarle a mi familia de
la misma manera que a mis amigos, ni puedo a un novio explicarle chistes que
hago con mi familia y en el trabajo tenemos que dar otra imagen. Todo el mundo
se la pasa inventando personajes, el problema es que me los tomo en serio y me
sirven.
Y el personaje que más me
cuesta es este que me carcome. Este que me obliga a escribir detalladamente en
una agenda todo lo que se me viene a la mente. Que me obliga a llevar registro
de todo: las veces que lo vi a Alejandro, qué llevaba puesto (yo), qué hicimos,
a dónde fuimos y qué me dijo. No creo que sean muy normales algunas de las
cosas que solía hacer, tales como configurar una lista de temas para hablar
minutos antes de marcar su teléfono e ir leyéndola silenciosamente (¿hay algo
peor que quedarse sin hablar al teléfono?). Son algunas de mis manías un tanto
obsesivas, pero supongo que aprendí a convivir con ellas o que ellas se
amoldaron a mí. También creo que nacieron por necesidades íntimas: de no
olvidar, de no hablar de más, de no quedarme callada, de no repetir vestuario,
de tomar consciencia pero por sobre todas las cosas: de RECORDAR. Aunque muchas
miles de veces hubiese pagado para olvidar.