La reina del universo
Estoy embarazada. Es julio de 2002 y estoy embarazada. ¿Qué
hago? ¿A quién le digo? A nadie. No podés confiar en nadie, Cielo. Nadie te
quiere lo suficiente como para entenderte. Solamente tenés a tu hija (sí, ya
había decidido que sería mujer). ¡Por fin alguien que va a amarte sin
condiciones! ¿Qué vas a hacer? Recordemos.
Egresé del colegio. Tuve una estúpida fiesta de egresados
donde lo único que hice (literalmente) fue estar parada con el celular en la
mano esperando una llamada de Alejandro que no iba a llegar jamás (aunque le
dije que era mi fiesta de egresadas del colegio y aunque le recalqué que era
importante que estuviese ahí). Decepción, eso sentí. Maldita fiesta: todas mis
compañeras bailando y yo parada, sin entender demasiado qué estaba pasando.
Ellas tomaban alcohol, yo miraba. Ellas saltaban y gritaban, yo miraba. Y no
desde el resentimiento, sino desde el desconocimiento total, porque nunca
entendí cómo alguien puede divertirse en un lugar así: lleno de humo y de gente
sudorosa que baila sin parar y alcohol y mentiras y gente en busca de gente y
el desorden y el tumulto. No, no es para mí. Quizás por eso no fui a Bariloche
con todas mis compañeras, quizás por eso no tuve viaje de egresados ni fiesta
de quince. No me gusta la gente y menos la gente acumulada en lugares cerrados.
No, lo siento.
Por eso me gustaba Alejandro, porque él me entendía.
Tampoco a él le gustaban esos lugares. Puedo quedarme despierta hasta las seis
de la mañana, pero leyendo en casa o nadando en una pileta climatizada o en el
cine o viendo una película en el home theatre; no bailando, con calor, con humo
y con alcohol. No. Por eso me gustaba, por eso entre otras cosas. Y por eso
también tendría que haber presupuesto que no iba a estar en mi fiesta. A las
tres de la mañana me fui, después de un escándalo digno de una novela mexicana:
las chicas del grupete me acusaban de haberme ido de la fiesta con el novio de
Laura (la chica de la casa enorme). ¿Yo con ese espanto? No. ¿Y yo mirando al
novio de una amiga? Menos. ¿Y yo pensando en otro hombre que no fuera
Alejandro? Por dios. Nadie me conoce. ¡No! ¡Jamás!. Aclarado el asunto (no me
fui con Claudio, le pedí a mi papá que me fuera a buscar a la fiesta) volví a
mi casa casi llorando. ¿Cómo puede ser que no pueda disfrutar de una fiesta?
¿Por qué me siento tan fuera de lugar? ¿Por qué prefiero estar en mi casa? ¿Por
qué? Porque albergaba muy adentro de mi estúpida cajita de las esperanzas que
Alejandro fuera a esa estúpida fiesta donde yo estaba parada como una estúpida
y vestida con un estúpido vestido. Por eso. Porque nunca lo que yo quiero se
hace realidad, nunca. Porque mi imaginación siempre es má grandiosa y más
potente y mucho más placentera que la realidad. Ojalá fuera autista, ojalá
viviese adentro de mi mente. Quisiera dormir para siempre.
Había terminado el colegio. Mis padres me demandaban que
comenzara una carrera universitaria. Nunca entendí eso: por qué a los
diecisiete años tenés que decidir qué querés hacer con tu vida? Muchos de
nosotros no lo sabemos. Y yo, a decir verdad, estaba completamente
desorientada. A los diecisiete años no estás capacitado para decidir qué querés
hacer con tu vida. Por supuesto que existen los casos especiales, como (no
podía faltar en el relato) Rocío que supo desde que nació que quería ser
administradora de empresas o economista o no sé qué pérdida de tiempo estudió,
o mi prima que quiso desde antes de ser concebida, ser médico. Y claro, Rocío
ya se recibió con honores y Déborah está haciendo una brillante carrera en
medicina y con seguridad salvará muchas vidas mientras yo escribo incoherencias
en una computadora personal. Y claro, también están los casos como el mío, que
tenemos diecisiete años y no sabemos qué vamos a hacer con nuestras vidas, en
el caso de que quisiéramos seguir viviendo.
Yo no sabía qué quería hacer, no sabía qué quería estudiar,
porque no sabía si quería otra cosa además de estar con Alejandro. Esa era la
única meta en mi vida: no tenía tiempo para pensar en otras cosas.
Sinceramente, no tenía tiempo: la mayoría de los días estaba deprimida tirada
en una cama, o esperando llamadas inexistentes o diagramando encuentros al
mejor estilo storyboard, pensando en qué estaría haciendo con su novia, etc. No
tenía tiempo y sin embargo mis padres querían que tuviera tiempo y tuve que
encontrarlo.
Así que fui a hacerme un test vocacional a un centro de
sarasa, donde por medio de tests psicológicos y vocacionales te ayudan a
encontrar a tu verdadero yo y a tu vocación, claro. Es decir: cualquier cosa.
Bullshit. Pero claro, Rocío había ido a ese centro (junto con sus dos hermanos)
y mamá no podía dejar de pasar por ahí y consecuentemente yo tampoco podía
dejar de hacerlo. Así que hice el maldito test y ¡oh, qué sorpresa! La
licenciada Gavilán me dijo que “lo tuyo es la comunicación”. ¡Muchas gracias
licenciada! Sinceramente me sacó de un aprieto, ahora me siento mucho más
feliz. ¡No tenía idea de que lo mío fuera la comunicación! Nunca lo había
pensando de esa manera. De hecho, planeaba el resto de mi vida como carpintera
de la capilla sixtina haciéndole cruces de madera al Papa. Hay tantos chantas
dando vueltas…
Centro de orientación integral dr. Pedro Sarasa
Las profesiones que me aconsejaron eran:
·
Ciencias Comunicación Social
o Periodismo
o Publicidad
·
Relaciones Internacionales
·
Comercialización
·
Diseño gráfico
·
Artes del teatro (Escenografía)
·
Teatro
·
Música
Además de todos estos descubrimientos reveladores, la
licenciada me dijo que tenía un muy buen centro de percepción, que era muy
intuitiva. Me dijo que me siento diferente y tengo que aprender a adaptarme a
diferentes estilos (qué bueno es que a uno le digan lo que siente). Que soy
hipersensible, que debo adaptarme a la vida y que tengo tendencia a angustiarme
o a desilusionarme. Que me muestro solitaria pero siempre soy dominante en las
relaciones: que tengo fortaleza, que controlo en el intento de proteger al otro
y que debo evitar hacerlo. Ah, también descubrió que tengo tendencia a
los celos (todas novedades). Dijo que genero competencia en mis pares, es
decir, que mis pares sienten la competencia en mí y que son pocas las mujeres
que pueden verme como “amiga” porque soy más un rival. Que mi vida está llena
de lazos y rupturas profundas que sostengo con pasión y que las vivo con mucho
dolor (“casi como un desgarro” dijo). Ah y que me comprometo demasiado antes de
tiempo. También descubrió que tengo “humor bipolar” (altas y bajas en menos de
tres segundos). “Sos perfeccionista, minuciosa y portas una actitud crítica
donde no te permitis perder. Sos muy autoexigente, muy reservada e
introvertida”. Como si no lo supiera de antemano.
Así que después de la revelación Divina de la licenciada
Gavilán me anoté en la universidad católica argentina. Iba a estudiar
periodismo, iba a ser Cielo, licenciada en comunicación periodística. No sonaba
tan mal, pero en serio, no necesitaba que ninguna psicóloga me lo dijera.
Y ahí estaba, en pleno Puerto Madero, con un cuaderno de
Barbie y una lapicera rosa con plumitas del mismo color en la punta. No sé por
qué tuve esa necesidad de ahuecarme, supongo que por mis ganas de adaptarme al
ambiente, tipo. Y tipo, entré en la UCA. Y nada, tipo, era super cool.
No era yo, pero iba a ser yo. Tenía que ser yo, debía
amoldarme. ¿Por qué elegí una universidad que distaba sesenta kilómetros de mi
casa? Justamente por eso: porque estaba lejos de mi casa y porque estaba cerca
de Alejandro. ¿Más explicaciones? No creo que sean necesarias, todos entendemos
bien mis porqués. Cuando alguien me preguntaba por qué no había elegido la
universidad estatal de mi ciudad yo ponía el cassette que decía: “porque es
estatal y está muy politizada; además quiero una universidad donde pueda
expresarme libremente” ¡Qué ironía! ¡Fui a dar con la Católica Argentina! Alias
Universidad de la Censura Argentina ¡Qué equivocada estaba! Pero quería estar
en capital y ahí estaba. Como siempre, fiel a mis caprichos y necesidades.
Supongo que la UCA nunca toleró una alumna como yo, supongo que fue eso. Eso o
que no quisieron hacerse cargo de nada. Ya les explicaré a su debido tiempo.
Cuando Alejandro se enteró de que iba a capital todos los
días, debo decir que nuestra relación cambió un poco. Empezamos a vernos más
seguido (“nunca me vas a perder, gorda, nunca”). Aunque él seguía con Marina,
nos veíamos regularmente. Una vez cada dos semanas o quizás más frecuentemente,
según sus ganas (las de él, claro, porque nunca tuvo en cuenta mis
necesidades). Él estaba instalado en su departamento de avellaneda, que quedaba
a cinco minutos de mi universidad. Una bendición de Dios, o mejor: un muy buen
plan mío. Felicitaciones a mí (no sé por qué la gente la agradece a Dios lo que
se consiguió uno mismo con el propio esfuerzo).
Era la segunda semana de clases de la facultad y estaba muy
a gusto: me estaban dando bastante para escribir, me estaban corrigiendo
bastante también (cosa que no me gustaba) y estaba empezando a aprender que no
era perfecta, que también podía ser un desastre escribiendo (siendo eso lo
único que yo creía que hacía bien). Me llamó por teléfono, me preguntó a qué
hora salía de la facultad. Le respondí que a la una y media. Me dijo que
terminaba de trabajar a las cuatro y media de la tarde, que lo esperara en
algún lugar para luego reunirnos. No puedo explicar ese momento, no es posible
explicarlo. Después de muchísimos meses lo iba a volver a ver. Toda la
estabilidad de cartón que había construido se estaba mojando y desmoronando.
Era todo una enorme mentira, una farsa. Lo iba a volver a ver y me sentía más
nerviosa que nunca.
Cuando terminaron las clases aquel día, llamé a mamá y le
dije que me iba a quedar estudiando en lo de Pilar, mi compañera. Me dijo que
estaba de acuerdo y que me mantuviera en contacto. Pilar tenía diecinueve años,
dos más que yo y sin embargo éramos compañeras porque había repetido un año del
colegio y al siguiente no se había decidido respecto de qué estudiar luego del
colegio. Éramos bastante parecidas, Pilar era lo que yo quería ser pero no me
animaba. Nos llevábamos muy bien, de hecho, el primer día de clases me quedé a
dormir en lo de Pilar porque se había hecho muy de noche y no quería tomarme el
micro hasta mi casa (viajar una hora de noche en buenos aires no es muy
conveniente que digamos).
Esperar hasta las cuatro de la tarde fue un suplicio chino.
A esa hora o poco después, recibí su llamada. Me dijo que me pasaba a buscar
por nueve de julio e independencia (no tuvo la cortesía de pasarme a buscar por
Caballito, pero yo ya estaba acostumbrada a sus desplantes). Así que me subí en
el primer taxi que encontré, le agradecí a Pilar y me mordí las uñas hasta que
llegué a la avenida. Ahí estaba: adentro de un golf gris. Me había avisado que
había vendido el twingo colorado (“donde nos dimos nuestro primer beso” ¿hacía
falta que me recordara ese tipo de cosas? Parece que lo hace a propósito).
Entré en el auto y lo saludé fríamente con un “hola” y un beso en la mejilla
derecha. Él me saludó igual (nunca le costó semejarse a un freezer). Entonces,
mientras le contaba acerca de mi flamante vida universitaria, empecé a
almacenar datos.
Primero: cómo ir a su casa. Recuerdo cada calle y cada
cartel publicitario que pasamos (es la mejor manera de no perderse), dónde
dobló, qué calle tomó, qué hay en cada esquina. Llegamos. Estacionó el auto
después de abrir el portón con un aparato que tenía en el auto. Caminamos por
el estacionamiento con el ruido de mis tacos rompiendo el silencio sobre el
cemento. Llegamos al ascensor, entramos. Marcó el trece. En el ascensor se hizo
un silencio molesto. Moría de ganas de besarlo, de tocarlo; pero los dos en
nuestra obstinación nos mantuvimos distantes y compenetrados en la idea de
nunca tocarnos.
Piso trece. Departamento 5: hizo girar las llaves en la
cerradura y abrió la puerta, pasé sin invitación. Me senté en el “living” (un
ambiente con una mesa, cuatro sillas, un escritorio con una computadora y un
equipo de música). Se paró al lado mío y me ofreció un té; le dije que sí, que
tomaría uno si él tomaba conmigo. Cuando volvió con los tés yo ya estaba más
distendida. “¿A qué hora tenés que ir a la facultad?”- le pregunté, como
haciéndole saber que no pensaba demorarme en su departamento. “Tendría que ir a
las siete. Son las seis”. “¿Tendría que ir?”- repregunté. “Claro, en caso de que
quieras que vaya”- respondió. “Por qué no voy a querer que vayas?” “Porque
quizás no te quieras quedar sola en mi departamento esperándome”- replicó, con
una sonrisa irónica en la cara. Prepotentemente asumió que iba a quedarme
(estaba deseando que él quisiera que me quede, pero no iba a decir nada).
Seguimos charlando acerca de cualquier superfluo tema
cuando me di cuenta de que eran las seis y media.
-
no vas a llegar a la facultad
-
¿y si no quiero ir?
-
Tenés que ir
-
¿Por qué?
-
Porque no podes faltar. Además, no te quiero retener.
-
¿Estás segura?
-
…
-
¿…?
-
Hacé como quieras, yo ya me voy de todos modos.
-
¿Segura?
-
Claro, no tengo nada más que hacer acá. Vine para hablar un rato y ya
hablamos lo que teníamos que hablar. Ya me puedo ir.
Con actitud dominante se levantó y se paró detrás de mí. Yo
estaba casi temblando. Apoyó sus manos en mis hombros y me dijo algo como que
tenía una lastimadura en la espalda. Me sacó una cascarita con la uña. Yo me
dejé. Estaba temblando, ahora sin dudas. Empezó a hacerme masajes, me acarició
la espalda, me dio un beso en el cuello. “No veo que te estés quejando” dijo,
soberbio. Los besos y las caricias empezaron a ser más continuadas entonces
decidí pararme y simular una despedida: “a tu novia le gustará esto que estás
haciendo?”. “Me conformo con que te guste a vos” contestó. ¿Por qué siempre
tiene las respuestas correctas?
-
muy bien, me voy.
-
¿Segura de que te querés ir?
-
No
-
¿Entonces por qué te vas?
-
Porque tenés que ir a la facultad…
-
Aha… (se iba acercando a mí)
-
Y porque no está bien…
-
Ahá… (ahora me estaba acariciando la espalda)
-
Y porque…
-
¿Si? (ahora tenía su boca justo a medio centímetro de la mía)
-
…
-
¿Te querés ir? Nos vamos si querés- dijo y se alejó de mí.
Claro que no me fui. No solamente no me fui sino que
después de hacer el amor incansablemente la llamé a Mamá y le dije que me
quedaba a dormir en lo de
Pilar . No podía ser
mejor que eso, yo no podía ser más feliz. Más tarde (no fue a clases) me instó
a escribir una nota que tenía que hacer para la facultad mientras él cocinaba
algo (“no quiero que empieces a descuidar la facultad por estar conmigo”).
Cuando la terminé, comimos en la cama mientras miramos televisión.
Estaba ya entre dormida cuando las manos de Alejandro me
despertaron acariciándome en todo el cuerpo, otra vez. Era la gloria para mí:
nunca me había sentido tan bien en diecisiete años, nunca me había quedado a
dormir con él. Aquello era la vida ideal, como en algún momento la había
soñado, con una excepción: Alejandro tenía novia y lo que hoy compartía conmigo
era eso: solamente hoy. O por lo menos ese fue el pensamiento que me hizo ruido
en la cabeza todo el día siguiente.
Cuando nos levantamos por la mañana, se escuchaba a Cerati
cantando Bocanada “tu voz en el mensaje me pide que te hable” (nota mental:
comprar CD de Cerati). Otro de mis malos hábitos: comprarme cualquier CD que
viera que Alejandro tenía (quiero escuchar lo que escuchas, tener la ropa que
usas, comer lo que comes, amarte y conocerte en todo sentido). Me despertó
envuelto en una toalla, mientras me acariciaba el pelo. “Vamos, levantate, es
hora. ¿Qué querés desayunar? ¿Té o café? ¿Galletas dulces o tostadas?”. Era el
Cielo, estaba en el Cielo. Era todo lo que había soñado. Era más que cualquier
cosa que me hubiera podido imaginar. Era Alejandro haciéndome un desayuno, era
yo despertándome en su cama, durmiendo abrazada a él, entre sus sábanas, en
aquella misma cama donde había entregado mi virginidad, donde había dejado de
ser una nena. Allí ahora yacía una mujer que se sentía amada. Allí estaba yo,
reina del universo.
Después de desayunar (un té y dos galletitas de chocolate)
subimos en el auto y manejó hasta puerto madero cantando entusiasmado Sting
(nota mental: comprar CD de Sting & The Police). Él también estaba feliz,
no era solamente yo (solo silba cuando está feliz).
Esa mañana fue el comienzo de una nueva etapa con
Alejandro, una creencia errada que nunca se iba a disolver en mi cabeza: la
posibilidad de reconciliación estaba cerca. Muy cerca. Y yo, la reina del
universo, bajé del auto con un beso desinteresado y le dije: “te amo. Gracias”.
Supongo que entendió que le daba las gracias por haberme alcanzado a la
facultad. En todo caso le estaba dando las gracias porque aquella noche me
había hecho muy feliz. Por haberme hecho tan feliz, por haberme hecho el amor y
el desayuno. Gracias. Te amo.
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