jueves, 21 de junio de 2012

abzurdah (capitulo 17)


La cápsula malvada

 La parte de mi vida que voy a contar a continuación tiene tanto que ver con conejos y arco iris como tiene que ver con la política económica australiana. Ajústense los cinturones y por favor permanezcan sentados. Este es un vuelo propenso a estrellarse, como cada vez que lo cuento. Y sin embargo, sigo volando.  
            Quisiera o no, que Alejandro se estuviera con la hermana gemela de su primer amor me estaba corroyendo el espíritu y lo poco de autoestima y esperanzas que albergaba (quizá inútilmente). Nunca me gustó dar lástima y por ello en la universidad ninguna de mis amigas siquiera sabía lo mal que la estaba pasando. Había vuelto el arlequín, el muñequito de torta, el disfraz de la mujer maravilla, todos juntos, combinados intentando formar una nueva personalidad para confrontar este momento: abandono. Y peor aún: reemplazo.
            Porque sí, sabemos que tengo un tema con el abandono (y que probablemente se deba a algún desvarío de mi infancia) pero si hay algo que me cuesta más que el abandono es el reemplazo. Palabra fuerte, si las hay. Ser abandonado es desprenderse de un lazo, desajustarse el cinturón: sentirse inseguro. Cuando alguien me abandona me siento huérfana, perdida, sin tierra. Soy Ammar Mousa, luchando contra los israelitas. Soy yo, entre la neblina buscando el camino de vuelta a ninguna parte. Ese es el abandono: una casa vacía y yo gritando el nombre de quien me abandonó; abandono es un eco que dice Alejandro, Alejandro, Alejandro, incansablemente en mis dos oídos para siempre.
            En cambio, el reemplazo es aún peor. Es un bosque sin neblina, donde claramente veo que no solo me han dejado a un lado, sino que lo hicieron por un propósito o mejor: por una persona. Que me abandonen y se retiren con las manos vacías, bien, podría entenderlo después de un intento de suicidio y cinco años de terapia, pero que me abandonen para irse con otra persona eso jamás. No voy a poder entenderlo, no pude entenderlo y no lo entiendo, ni quiero, ni pienso, ni nada. No. Es una negación absoluta, el reemplazo es sinónimo de sofocación, de que me falta el aire, de que me puedo morir inmersa en convulsiones sin remedio alguno. No me reemplaces Alejandro, jamás.
            Y como si se lo hubiera pedido, lo hizo. No se estaba yendo a vivir a Monte Grande porque quería estar cerca de su familia. Se había ido a vivir con una mujer: ¿cómo puedo luchar yo contra una mujer que le recuerda a alguien a quien ama y que tiene un hijo que despierta los instintos paternales en un hombre que rechazó a mi propia hija? No puedo competir con un bebé. Siento darme por vencida antes de la pelea, pero prefiero que mi cadáver luzca bien; no necesito morirme destrozada y enterrada en una fosa comunitaria porque mis viejos no pudieron reconocer mi cuerpo. No. Y aún así, con la pena y el abandono mordiéndome los tobillos y las muñecas, con el reemplazo tirándome de los pelos, decidí callarme y dejar pensar a mis amigas que todo estaba bien, que no necesitaba de Alejandro para estar viva, que podía superarlo.
Las veces que lo contaba lo hacía en forma de chiste, supongo que es mi mecanismo de defensa: “¿Sabés qué? Te vas a morir… a mí sola me pueden pasar estas cosas, escuchá: Alejandro se mudó con la hermana gemela de su primer amor, que a la vez es la ex esposa de su mejor amigo y que tienen un hijo juntos ¡y como que Alejandro ahora es el padre!”. Las respuestas a mi relato eran risas mezcladas con algunos: “¡no… no puede ser!”. Así, terminaba riéndome yo también, sin sospechar que el que ríe al último ríe peor.
            Era agosto de 2003 y Alejandro me estaba abandonando. En la universidad nos daban una semana de vacaciones antes de ponernos a rendir los exámenes finales (exámenes que para estar en segundo año de una carrera universitaria me importaban demasiado poco y no obstante tenía que estudiar aunque no quisiera). Con mis compañeras de la UCA decidí irme de viaje a Mar del Plata, una ciudad balnearia a 400 kilómetros de la capital de Buenos Aires; ciudad donde tengo un departamento bastante grande como para hospedarnos por cuatro días. Pilar, Buya, Dolores y yo emprendimos viaje hacia la ciudad del mar plateado un jueves al término de la cursada en la universidad. No iba a permitir que un abandono de ese calibre me arruinase las “mini- vacaciones” con mis amigas de la facultad, así que le dije a Alejandro que iba a estar en Mardel y emprendí retirada.
“Quizás vaya, necesito despejarme y mar del plata me gusta para hacerlo”. Y entendamos: cuando él dice “quizás vaya” yo escucho: “esperame porque voy”. Sí, sé que mi tergiversada cabeza escucha y entiende lo que necesita, todo según le convenga, pero no puedo evitarlo. Desde que empecé a hacer la valija hasta que llegué a mar del plata me estuve imaginando mi felicidad y lo bien que la pasaríamos si Alejandro llegaba a ir. Iba a ser el viaje perfecto: con amigas y con él. Pero no tuve en cuenta que mi imaginación es fatal: y que si la realidad no se asemeja al dibujo que formé en mi cabeza aquello puede dar como resultado una situación letal, tal y como sucedió.
            Cuando llegamos al departamento, acomodamos la ropa, fuimos al supermercado, compramos alcohol para la noche (¿ya dije que no tomo alcohol? No me gusta, sólo en ocasiones especiales, a.k.a alejandro) y comida para sobrevivir (en caso de que la necesitáramos) y nos divertimos muchísimo. Hicimos cosas estúpidas pero esa era mi relación con Pilar, con Dolores y con María: diversión. No había lugar para mis enfermizas depresiones, ni para mis llantos descuajeringados. No, con ellas todo era divertido. Pero en el momento cuando me quedaba sola, la realidad me abofeteaba como suele hacerlo y el eco en mi cabeza cantaba un tétrico “Alejandro no vino, Alejandro no vino, Alejandro no llama”.
            Fuimos a un carrusel y simulando ser infantes montamos caballitos de plástico riéndonos a carcajada viva y quiero jurar que eran carcajadas sinceras, que en ningún momento fingí mi alegría. Pero fue quizás peor: cuanto más alto está mi ánimo, más dura es la caída hacia el precipicio alejandrístico cuando tomo consciencia de la realidad. Porque la realidad no tiene caballitos de plástico, ni amigas que ríen las veinticuatro horas: la realidad es un cielo solitario y lloroso abandonado y reemplazado. Uno de los caballos alados del carrusel me había llevado hasta lo más alto de una nube en mi alegría espontánea y un llamado telefónico se encargó de hacer el caballito trizas con un disparo de realidad que pegó duro, que fue más fuerte que la imaginación y más frío que una cuchilla atravesándome el estómago.
Un llamado puede deshacer mi felicidad, una sola palabra puede arruinarme la vida. No son metáforas. Me hubiera gustado que alguien le advirtiese estas cosas: “tené cuidado con lo que le decís a Cielo, por favor, cuidala”. Nadie me cuidó, nadie se hizo cargo de mí, nadie vio a qué punto habían llegado mi obsesión y mi locura. Nadie se iba a hacer cargo de la muerte de lo más sagrado en mí: la ilusión, la esperanza, mi imaginación. Nadie sabía cuáles eran mis límites porque yo me había encargado de hacer de mi vida una mentira. Mis padres no sabían que hacía tres años que seguía viendo a Alejandro, mis amigas no sabían que soñaba con mi muerte si en algún momento él me abandonaba.
Nadie sabía nada y yo, inconsciente, dejé mi secreto pudrirse en lo más lejano de la playa marplatense. De un llamado puede depender el destino de una vida o el advenimiento de una muerte inexorable.

martes, 19 de junio de 2012

abzurdah (capitulo 16)


Adicta

Turn and run
Nothing can stop them
Around every river and canal
their power is growing.
(The return of the Giant Hogweed,
Genesis).

            Volvió. Él volvió… o volví yo. No iba a terminar, sabía que no iba a terminar. Soy enfermizamente débil. Después de diez meses otra vez Alejandro. Como en la canción de Génesis[1] el gigante volvió y enredó al mundo con sus hojas violentas, con sus palabras dolorosas, con sus actitudes hirientes.
            Su comportamiento no cambió, simplemente se le ocurrió volver, quién sabe por qué razón. Yo, siempre dispuesta a recibirlo, no me quejé. Ahora nuestro sexo era salvaje, casi siempre con alcohol de por medio y dulce violencia. Quería eso: ser maltratada específicamente. Alejandro, el Gran Orador, siempre fue amante de la persuasión, de la ironía, de los dobles sentidos (y fue en todo caso mi mejor mentor). Me había maltratado durante años y hacía de ese maltrato algo casi imperceptible. Ahora necesitaba que esa violencia invisible mutara en cachetazos, en nalgadas, en palabras vulgares y violentas. Necesitaba escuchar: “puta, te voy a coger toda”. Necesitaba que me pegue, necesitaba. Y Alejandro me daba. Dar y recibir. Mi droga, otra vez. Otra vez adicta.
            Si embargo las cosas estaban cambiando. Alejandro ya no estaba con Marina. ¿En qué cambiaba eso las cosas? En nada. Obviamente siempre albergué en mi cabeza la esperanza de que se pelease con Marina y volviese conmigo, pero la estúpida nunca se dio cuenta de que su novio la engañaba a horarios desubicados entonces simplemente tardó demasiado en separase de él. Y digo demasiado porque después de Ursula, todo el amor que le tenía Alejandro se convirtió en un rifle de rencor comprimido y yo en una guerrillera capaz de cualquier cosa, incluso de matar. Matarme, claro, jamás le hubiera hecho daño a él.
            Ursula había dejado en mí el vestigio de un futuro prometedor pero al fin ilusorio: donde los alejandros eran padres y los cielos hermosas madres, y las ursulas se paseaban con trenzas doradas por el jardín lleno de rosas de nuestra casa.
            Rosas. Es típico que los novios regalen rosas a las novias. Para mí no es típico sino irónico, es decir: nunca me regalen rosas. Cuando tenía nueve meses y estaba aprendiendo a caminar, mamá me llevaba de la mano alrededor del que era mi jardín en ese entonces (y que lo fue hasta los catorce años). Empecé a dar unos primeros pasos y Mami me soltó, me dio libertad. No hice más de cuatro pasos antes de caer sobre una planta de rosas. Y cuando digo rosas digo espinas, y cuando digo espinas digo que una planta se me metió en la boca (nueve meses de vida, por dios) y me rompió los labios. Además, las espinas del rosedal se encargaron de dibujarme un siete en la garganta. Me estaba desangrando. Mamá me tomó entre sus brazos (yo en su lugar me hubiera quedado mirando como me desangraba, en todo caso me hubiera ahorrado todas las tragedias que me ocurrieron 20 años después) y corrió a la calle con el bebé en brazos empapado en sangre. Nadie paraba (¿Cómo podés no parar cuando ves a una mujer bordó con un bebé bordó en brazos y a su alrededor una laguna bordó? Podes, pasó). Nos recogieron, a Mamá y a mí y nos llevaron a un hospital. Cirugía, por supuesto: reconstrucción de garganta, de paladar, de no sé qué otra cosa. Todavía me miro al espejo y veo las cicatrices casi imperceptibles para quienes no conocen mi historia, pero visibles para mí, que es más que suficiente.

            Rosas no, supongo que quedó claro. Pero por Ursula me hubiera tragado miles de rosedales (por Alejandro solo un par, de hecho: le haría tragar algunos a él). No iba a volver a ser lo mismo porque estaba decepcionada, el hombre no me quería, no me respetaba y aún así lo necesitaba para existir, la abstinencia me dejaba sin aliento, me ahogaba en una pileta de rosas. Sus palabras, sus mentiras, eran como espinas clavadas deliberadamente en mi cuerpo: las necesitaba allí, si alguien las sacaba me iba a desangrar con seguridad. Si sacaban la espina me moría, las necesitaba, necesitaba esas mentiras, necesito verlo.
            En septiembre de 2003 me dijo que se estaba mudando. Había alquilado una casa en Monte Grande, lo cual era bueno y malo: era bueno porque no lo iba a ver tanto y era malo por la misma razón. ¡Trágico! ¡Se estaba alejando! Pero la verdadera noticia caliente del día no fue esa sino: “No me mudo solo. Es una casa enorme. Me mudo con Romina”. Ahora sí, elimínenme, desháganse de lo que queda de mí, transfórmenlo en pochochos y dénselos a Alejandro para cuando vaya al cine a ver una de terror. “Está todo bien, con Romina no pasa nada, es una amiga de toda la vida”.
            Ya lo creo. Alejandro estuvo enamorado solo una vez (y supongo que porque era adolescente y dejó sus instintos correr, porque toda su post adolescencia la pasó en la universidad del freezer, perfeccionándose en el arte del congelamiento humano) y esta mujer que había logrado tal hazaña era la hermana de Romina, la que se estaba mudando con él. Pero, lean bien, no termina acá. Son hermanas gemelas. Es decir: no hay diferencias físicas entre Romina y su hermana ex novia de Alejandro. Y supongo que tampoco hay diferencias en la forma de hablar, ni en los gestos, ni en cómo piensan porque básicamente todos los miembros de una familia se copian unos a otros en estilo, timbre y tono y bla bla bla… ¡era desesperante!
            Es decir, si yo me mudase con un Alejandro gemelo, con un clon o un hermano desaparecido, me moriría. Cada vez que lo viese me recordaría a Alejandro, sobretodo cuando no hay diferencias físicas entre los hermanos. Era imposible soportar la noticia, imposible. Pero era un nuevo desafío y en mi vida siempre fueron más que bienvenidos.
            Así que Alejandro estaba reviviendo su enamoramiento con Romina y para colmo de todos los males estaba Ulises (¿tenía que parecerse tanto a la imagen mental que yo tengo de Ursula?) el hijo de tres o cuatro años de Romina (que había tenido ese hijo muy joven y no se llevaba bien con el padre de su hijo: que a la vez es el mejor amigo de Alejandro). Hay cosas que no voy a entender jamás. Es como si yo me hubiese mudado con el hermano gemelo de Alejandro, que a su vez tuvo un hijo con mi mejor amiga Pilar. ¿Cómo se sentiría Pilar si yo viviese con su ex marido, gemelo de Alejandro, y estuviera criando a su hijo? No, no, no. No tiene lógica, no tiene coherencia: siempre esperé cosas sorprendentes referidas a él pero esto era más de lo que podía asimilar.
            Eso me gusta de él: nunca deja de sorprenderme. Siempre hay nuevas historias. No me sorprendería que algún día me dijera tranquilamente que está pensando en ser presidente de la nación o que va a postularse como candidato a ganar un reality show o el mundial de fútbol. Me divierte, me alucina, me hace pensar en la versatilidad de las personas. Me deja pensando, odiando, amando.
            Así que Romina, Alejandro y Ulises iban a ser una hermosa familia feliz. Ahora sí iba a terminarse todo. Es decir ¡incompatibilidad de caracteres! Seguir viéndonos era ridículo: yo no podía ir a esa casa y verlo jugar al jardín de infantes, o al padre preocupado o al amante misterioso con una esposa que no es suya y un hijo que no le pertenece. No podía.
            Sí podía y de hecho, no tardé en hacerlo. Pensé que Alejandro jamás me llevaría a esa casa, que no solamente quedaba lejos sino que ni siquiera era solo suya. Otra vez estaba equivocada, como siempre en lo que respecta a él. Pasan los años y sigo pensando que lo conozco y estoy quizás más desorientada que antes. ¿Dónde quedó ese chico de veintitrés años que me trataba como a una muñeca y me contaba cuentos? Yo quiero que me cuentes cuentos. Quiero un cuento de conejos y arco iris.

24 de junio de 2003
            Alejandro me dijo algo que me dejó pensando. “Vos no vivis la vida, sufris la vida. Tenés que disfrutar un poco más y no sufrir tanto”. Quizás tenga razón. No puedo tomarme la vida menos en serio, como me dijo un médico. “Cielo, tenés que tomarte la vida menos en serio”- contestó cuando le pregunté por qué tenía semejante dolor de cabeza y estómago. Somatizo, es lo que hago para defenderme. Me enojo con mi cuerpo y él es mi estatuilla de arena moldeable para hacer lo que sienta en el momento que quiera. Pobre de mi cuerpo. Pobre de mí.

2 de julio de 2003
            Alejandro no aparece. Le dejé un mensaje en el contestador pero no me devolvió la llamada. No sé qué quiere decir esto, así que lo voy a llamar cuando se me antoje.

13 de agosto de 2003
            Estoy completamente enamorada de Alejandro. Tal vez hoy más que antes porque la obsesión se fue y ahora puedo conocerlo realmente. Ayer no solo se trató de sexo: tuvimos una conversación acerca de su futura mudanza y de sus ganas de dejar de pasar las tardes solo. También hablamos de otras cosas que no vienen al caso, sin siquiera insinuar comportamientos sexuales. ¡Tengo tantas expectativas con este hombre!
            Imaginen mi paranoia cuando me desperté y no estaba al lado mío. Grité “¡Ale!” lo más fuerte que pude “¡¿Dónde estás?!”. Salió del baño y me miró extrañado: “estaba bañándome”- dijo tranquilamente. ¡Lo amo muchísimo! ¡Mucho! Si va a mar del plata va a ser el mejor viaje de mi vida.



[1] The return of the giant Hogweed: track perteneciente al CD Nursery Cryme de Genesis.