La cápsula malvada
La parte de mi vida que voy a contar a
continuación tiene tanto que ver con conejos y arco iris como tiene que ver con
la política económica australiana. Ajústense los cinturones y por favor
permanezcan sentados. Este es un vuelo propenso a estrellarse, como cada vez
que lo cuento. Y sin embargo, sigo volando.
Quisiera
o no, que Alejandro se estuviera con la hermana gemela de su primer amor me
estaba corroyendo el espíritu y lo poco de autoestima y esperanzas que
albergaba (quizá inútilmente). Nunca me gustó dar lástima y por ello en la universidad
ninguna de mis amigas siquiera sabía lo mal que la estaba pasando. Había vuelto
el arlequín, el muñequito de torta, el disfraz de la mujer maravilla, todos
juntos, combinados intentando formar una nueva personalidad para confrontar
este momento: abandono. Y peor aún: reemplazo.
Porque
sí, sabemos que tengo un tema con el abandono (y que probablemente se deba a
algún desvarío de mi infancia) pero si hay algo que me cuesta más que el
abandono es el reemplazo. Palabra fuerte, si las hay. Ser abandonado es
desprenderse de un lazo, desajustarse el cinturón: sentirse inseguro. Cuando
alguien me abandona me siento huérfana, perdida, sin tierra. Soy Ammar Mousa,
luchando contra los israelitas. Soy yo, entre la neblina buscando el camino de
vuelta a ninguna parte. Ese es el abandono: una casa vacía y yo gritando el
nombre de quien me abandonó; abandono es un eco que dice Alejandro, Alejandro,
Alejandro, incansablemente en mis dos oídos para siempre.
En
cambio, el reemplazo es aún peor. Es un bosque sin neblina, donde claramente
veo que no solo me han dejado a un lado, sino que lo hicieron por un propósito
o mejor: por una persona. Que me abandonen y se retiren con las manos vacías,
bien, podría entenderlo después de un intento de suicidio y cinco años de terapia,
pero que me abandonen para irse con otra persona eso jamás. No voy a poder
entenderlo, no pude entenderlo y no lo entiendo, ni quiero, ni pienso, ni nada.
No. Es una negación absoluta, el reemplazo es sinónimo de sofocación, de que me
falta el aire, de que me puedo morir inmersa en convulsiones sin remedio
alguno. No me reemplaces Alejandro, jamás.
Y
como si se lo hubiera pedido, lo hizo. No se estaba yendo a vivir a Monte
Grande porque quería estar cerca de su familia. Se había ido a vivir con una
mujer: ¿cómo puedo luchar yo contra una mujer que le recuerda a alguien a quien
ama y que tiene un hijo que despierta los instintos paternales en un hombre que
rechazó a mi propia hija? No puedo competir con un bebé. Siento darme por
vencida antes de la pelea, pero prefiero que mi cadáver luzca bien; no necesito
morirme destrozada y enterrada en una fosa comunitaria porque mis viejos no
pudieron reconocer mi cuerpo. No. Y aún así, con la pena y el abandono mordiéndome
los tobillos y las muñecas, con el reemplazo tirándome de los pelos, decidí
callarme y dejar pensar a mis amigas que todo estaba bien, que no necesitaba de
Alejandro para estar viva, que podía superarlo.
Las veces que lo
contaba lo hacía en forma de chiste, supongo que es mi mecanismo de defensa:
“¿Sabés qué? Te vas a morir… a mí sola me pueden pasar estas cosas, escuchá:
Alejandro se mudó con la hermana gemela de su primer amor, que a la vez es la
ex esposa de su mejor amigo y que tienen un hijo juntos ¡y como que Alejandro
ahora es el padre!”. Las respuestas a mi relato eran risas mezcladas con
algunos: “¡no… no puede ser!”. Así, terminaba riéndome yo también, sin
sospechar que el que ríe al último ríe peor.
Era
agosto de 2003 y Alejandro me estaba abandonando. En la universidad nos daban una
semana de vacaciones antes de ponernos a rendir los exámenes finales (exámenes
que para estar en segundo año de una carrera universitaria me importaban
demasiado poco y no obstante tenía que estudiar aunque no quisiera). Con mis
compañeras de la UCA
decidí irme de viaje a Mar del Plata, una ciudad balnearia a 400 kilómetros de la
capital de Buenos Aires; ciudad donde tengo un departamento bastante grande
como para hospedarnos por cuatro días. Pilar, Buya, Dolores y yo emprendimos
viaje hacia la ciudad del mar plateado un jueves al término de la cursada en la
universidad. No iba a permitir que un abandono de ese calibre me arruinase las
“mini- vacaciones” con mis amigas de la facultad, así que le dije a Alejandro
que iba a estar en Mardel y emprendí retirada.
“Quizás vaya,
necesito despejarme y mar del plata me gusta para hacerlo”. Y entendamos:
cuando él dice “quizás vaya” yo escucho: “esperame porque voy”. Sí, sé que mi
tergiversada cabeza escucha y entiende lo que necesita, todo según le convenga,
pero no puedo evitarlo. Desde que empecé a hacer la valija hasta que llegué a
mar del plata me estuve imaginando mi felicidad y lo bien que la pasaríamos si
Alejandro llegaba a ir. Iba a ser el viaje perfecto: con amigas y con él. Pero
no tuve en cuenta que mi imaginación es fatal: y que si la realidad no se
asemeja al dibujo que formé en mi cabeza aquello puede dar como resultado una
situación letal, tal y como sucedió.
Cuando
llegamos al departamento, acomodamos la ropa, fuimos al supermercado, compramos
alcohol para la noche (¿ya dije que no tomo alcohol? No me gusta, sólo en
ocasiones especiales, a.k.a alejandro) y comida para sobrevivir (en caso de que
la necesitáramos) y nos divertimos muchísimo. Hicimos cosas estúpidas pero esa
era mi relación con Pilar, con Dolores y con María: diversión. No había lugar
para mis enfermizas depresiones, ni para mis llantos descuajeringados. No, con
ellas todo era divertido. Pero en el momento cuando me quedaba sola, la
realidad me abofeteaba como suele hacerlo y el eco en mi cabeza cantaba un
tétrico “Alejandro no vino, Alejandro no vino, Alejandro no llama”.
Fuimos
a un carrusel y simulando ser infantes montamos caballitos de plástico
riéndonos a carcajada viva y quiero jurar que eran carcajadas sinceras, que en
ningún momento fingí mi alegría. Pero fue quizás peor: cuanto más alto está mi
ánimo, más dura es la caída hacia el precipicio alejandrístico cuando tomo
consciencia de la realidad. Porque la realidad no tiene caballitos de plástico,
ni amigas que ríen las veinticuatro horas: la realidad es un cielo solitario y
lloroso abandonado y reemplazado. Uno de los caballos alados del carrusel me
había llevado hasta lo más alto de una nube en mi alegría espontánea y un
llamado telefónico se encargó de hacer el caballito trizas con un disparo de
realidad que pegó duro, que fue más fuerte que la imaginación y más frío que
una cuchilla atravesándome el estómago.
Un llamado puede
deshacer mi felicidad, una sola palabra puede arruinarme la vida. No son
metáforas. Me hubiera gustado que alguien le advirtiese estas cosas: “tené
cuidado con lo que le decís a Cielo, por favor, cuidala”. Nadie me cuidó, nadie
se hizo cargo de mí, nadie vio a qué punto habían llegado mi obsesión y mi
locura. Nadie se iba a hacer cargo de la muerte de lo más sagrado en mí: la
ilusión, la esperanza, mi imaginación. Nadie sabía cuáles eran mis límites
porque yo me había encargado de hacer de mi vida una mentira. Mis padres no
sabían que hacía tres años que seguía viendo a Alejandro, mis amigas no sabían
que soñaba con mi muerte si en algún momento él me abandonaba.
Nadie sabía nada y
yo, inconsciente, dejé mi secreto pudrirse en lo más lejano de la playa
marplatense. De un llamado puede depender el destino de una vida o el
advenimiento de una muerte inexorable.
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