Vómito cósmico
No
iba a ponerme mal. Estaba en Mar del Plata con mis amigas de la facultad, no
podía arruinar ese momento. Decidí que iba a hacer como si no hubiera pasado
nada: iba a divertirme, iba a subirme a las calesitas con malvados caballos de
plástico riéndose de mí mientras vibraban de arriba abajo sin parar.
Sí
iba a ponerme mal. Porque en cuanto mis amigas aquella noche en Mar del Plata
se arreglaban para salir, se me llenó la cabeza de preguntas, el inconsciente
de nostalgia y el presente de necesidades. Necesidad de llamarlo, se sentir, de
saber si iba a estar conmigo en aquella cuidad. Urgencia de tocarlo, de saber
que no estaba lejos, de revivir encuentros, de sobrevivir a la nostalgia.
Entonces
lo llamé, pidiendo silencio en el departamento, mientras dolores cocinaba,
pilar ponía la mesa y maría las ayudaba. Yo llamaba a su celular. No pudo haber
sido peor: incluso podría haber sido más reconfortante y menos incómodo que no
me atendiese del todo. Lo llamé y atendió.
Me
dijo hola y le pregunté dónde estaba. Tardó algunos segundos en contestarme,
como si lo hubiese estado pensado. De fondo escuché la voz de un bebé que
decía: “mami comprame…”. “Estoy… estoy… estoy en el supermercado” dijo por fin
cuando el bebé lo dejó hablar. Le pregunté con quién estaba y me dijo, en tono
de broma “con mi esposa y mi hijo”. No me gustan esas bromas, no fue gracioso.
Estaba en el supermercado con Romina y Ulises ¿puede haber algo más trágico que
aquella imagen de la familia feliz? No podía soportarlo. La angustia me hizo un
nudo en la cabeza que comenzó a dolerme a medidas desubicadas. “Pero… ¿no ibas
a venir a mardel?” pregunté ingenua. “Uff… bueno, no creo que vaya. No. Es que
por fin nos estamos mudando y tenemos mil cosas para hacer todavía. La casa es
un desastre. Es enorme y hay que limpiarla y encima hay que cuidar a Ulises así
que no; supongo que me voy a quedar acá todo el fin de semana”.
El
eco maldito en mi cabeza muy hueca repicaba una y mil veces: “NOS ESTAMOS
mudando, TENEMOS mil cosas para hacer”, “nos estamos mudando”, “tenemos”, “nos
estamos mudando”, “tenemos”.
¡Y
Ulises metido en el medio! Era más diabólico de lo que pensaba que hubiese sido
posible. Ese bebé estúpido quitándole el lugar a Ursula. ¿Por qué ese bebé le
despertaba a Alejandro todo aquello que le había negado a mi hijita? ¿Por qué
la vida fue tan injusta conmigo? Muy bien, eso era más de lo que yo podía
soportar. Alejandro que una vez más me abandonaba. Alejandro que una vez más me
reemplazaba y reemplazaba a Ursula por Ulises. Por cierto, era exageradamente
más de lo que hubiera podido soportar cualquier persona en mi situación. Decidí
que iba a hacer algo al respecto: y después me di cuenta de que estaba vencida.
Ya vencida. Aún vencida. Siempre vencida. Tomé consciencia y pensé: no voy a
hacer absolutamente nada, porque no hay nada que pueda yo hacer. ¿Qué puede
dolerle a Alejandro? ¿Qué puede hacerlo reaccionar? Nada lo toca, nada lo
conmueve, es intocable, es una pieza del museo de acerco inoxidable de Madame
Tussauds. No había cómo derretirlo, cómo oxidarlo, cómo siquiera hacerle una
ralladura. No. Alejandro magno, el inconmovible, había ganado la batalla una
vez más y yo no era capaz siquiera de defenderme. Las mías fueron siempre
batallas perdidas.
Después
de colgar el teléfono mi mundo se diluyó en remembranzas de la nada. No existía
nada, no había nada, mi mundo era una completa negación de la existencia de
cualquier cosa ajena a Alejandro, que a su vez, paseaba fantasmal en mis
memorias recientes.
Afuera
de mi cabeza, el mundo continuaba moviéndose, aunque me resultara poco
interesante. Las chicas me dijeron que la cena estaba lista, así que decidí
omitir cualquier comentario respecto del supermercado, de mi hija reemplazada y
hasta de mi propio reemplazo, y me senté a comer, como si nada. Ñoquis, no me
voy a olvidar que comimos ñoquis.
Poco
después de la cena, decidieron (ellas) que íbamos a salir a bailar. Yo nunca
quise salir con ellas, pero en este caso no tenía absolutamente nada que
perder. Me cambié, me pinté, me arreglé un poco el pelo y decidí que esa noche
iba a tomar alcohol. Mientras ellas consumían cerveza en cantidades
inidentificables, yo empecé casi sin querer a convertirme en una alcohólica
anónima llenando vasos y vasos de licor de melón. Todavía recuerdo el gusto de
ese licor y me siguen dando nauseas, es cierto.
Tomé
tanto alcohol que en media hora estaba en otro planeta. Lo llamé a Alejandro y
tenía el celular apagado, le dejé mensajes diciéndole que por su culpa estaba
borracha y que necesitaba que viniera a rescatarme. Nunca había estado ebria en
mi vida (sola, digo, sin compañía de Alejandro): sentía un malestar creciente
desde mi garganta hasta el estómago o donde fuera que se alojan esas
porquerías. Estaba realmente en problemas, tenía ganas de acostarme y dormir
para siempre. No solamente había sido abandonada y reemplazada sino también
estaba borracha y perdida; supongo que no hay imagen más patética que aquella.
En
el departamento de mar del plata teníamos una nueva huésped: otra Dolores
(llamémosla Loli) que también era compañera nuestra de la universidad en aquel
momento. Loli se dio cuenta de mi estado de inmunidad cerebral y me dijo:
“Cielo, ¿te sentís bien?”. Le contesté que cualquier persona con medio dedo de
frente hubiera sabido la respuesta sin preguntar siquiera. “Bueno, escuchame,
es mejor que vomites entonces”. No sé vomitar, eso le dije. Y a decir verdad
era una imagen un tanto más desagradable que esta borrachera amorosa que tenía
encima. “Yo te ayudo, vamos al baño y te meto los dedos”. Ahora que lo pienso…
¡Qué valiente fue Loli! Meterle los dedos a alguien en la garganta… argh… ¡qué
desastre! Hubiera preferido metérmelos yo, claro, pero no sabía si me animaba
ni tampoco cómo hacerlo.
Loli
lo hizo e instantáneamente, después de vomitar, me sentí muchísimo mejor. Al
vomitar experimenté una descarga que no había sentido antes: flotaban entonces
ñoquis con licor de melón y algunas muchas penas concebidas por Alejandro
aquellos últimos días antes de este.
Sorprendentemente
una acción desagradable me llevó a sentirme bien. Era como mi vida: estar con
Alejandro, odiarlo, sus actitudes soeces y todo lo demás me llevaban a extremos
inesperados de felicidad. Vomitar me hacía bien.
Estaba
un tanto confundida: era agosto de 2003 y yo era un puñado de esperanzas sin
sentido; era abandonada, una estudiante que se esforzaba y aún no sabía si
realmente quería ser periodista, una mujer que se odiaba a sí misma por amar a
otro y que en este momento disfrutaba de vomitar. Era absurdo. Aquella noche,
después de vomitar, me acosté en la cama y me quedé ahí, aliviada y con mucho
asco, sin fuerzas siquiera para agredirlo o agredirme, para insultarlo o
insultarme… simplemente quería dormir. Lo hice en pocos minutos y mientras me
cubría un velo de sueños y recuerdos de un inodoro, escuchaba vagamente que mis
amigas se iban a bailar. Está bien, que se vayan. Yo ya saqué de mí todo lo que
podía hacerme mal, ahora me siento segura.
No
tuve tiempo de sentirme sola o con miedo por haberme quedado en aquel
departamento mientras todas las demás se divertían y hacían probablemente
comentarios graciosos acerca de mi borrachera. Me dormí enseguida, sin
pensarlo, escuchando comentarios lejanos, como provenientes de la imaginación
(incluso probablemente imaginados) y hasta la mañana siguiente allí me quedé.
Tirada, exhausta, impávida.
Al
despertarme, el día siguiente, recordé lo que había sucedido: miles de ecos
gritaban sin piedad en mi cabeza: “nos estamos mudando”, “¿te meto los dedos?”,
“ahora me siento mejor”. Cuando se levantaron mis amigas, decidimos ir a
almorzar al patio de comidas del paseo de compras más cercano. Fuimos a Mc
Donalds y pedí un sándwich de pollo con lechuga y mayonesa. Lo comí entero pero
mucho antes de terminarlo ya me estaba sintiendo mal: me dolía muchísimo el
estómago y sentía que ese sándwich estaba de más, que no era necesario alojarlo
en mi estómago. Me sentía mal: la última vez que me había sentido mal, lo
solucioné vomitando; muy bien, iba a solucionarlo en aquel momento. Me levanté
y me dirigí al baño. Una vez ahí, dudé, así que me acerqué al inodoro e hice
pis (como si hubiera ido para eso). Tomé valor y me metí los dedos hasta la
garganta, rozando el paladar con mis uñas. Muy bien, eso dolió: tenía que
evitar, a partir de ese momento, que mis uñas lastimasen mi paladar. Volví a
hacer el intento y en menos de tres minutos la hamburguesa de pollo y muchas de
las papas que había comido flotaban en el inodoro. Sí, es desagradable, pero es
la verdad. No me sentía mejor: me salían lágrimas de los ojos (por miedo o por
hacer fuerza) y se me había congestionado la nariz en cuestión de segundos.
Pero mi estómago estaba vacío y ya no sentía ganas imprudentes de vomitarle a
alguna de mis amigas en la cara. Muy bien, aquel iba a ser mi secreto: nadie
tenía que enterarse. No porque pensase que estaba mal lo que estaba haciendo,
sino porque no quería que se crearan rumores y sobretodo porque no quería que
nadie develara mi fórmula para estar mejor. La había inventado yo, eso creía.
Lo
cierto es que a partir de aquel día vomité cada una de las comidas que invitaba
a mi estómago (muchas de ellas siquiera llegaron a pedir hospedaje en él). Era
una máquina de hacerme sentir bien, es decir: no paraba de vomitar. Y en aquel
momento esa era mi manera de elegir; porque nunca había podido elegir: tenía
que comer, tenía que estudiar, tenía que tener amigas y tenía que pintarme y
ser bonita. Perfecto, pero ahora además decidía vomitar y sacarme las
porquerías que tenía adentro. En consecuencia, una vez más, la comida pasó a
ser una porquería y de nuevo empecé a adelgazar a pasos agigantados.
En
un principio simplemente vomitaba las comidas, entiéndase: almuerzo, merienda y
cena (nunca desayuné, jamás). Más tarde vomitaba té, café, cualquier pedazo de
galleta por minúsculo que fuere; cualquier cosa que entraba por mi boca tenía
que salir por mi boca, no había otra salida permitida.
Mis
amigas no se daban cuenta, lo cual era fabuloso y me daba libertad absoluta
para comer y vomitar las veces que quisiera. Así, empecé a comer cantidades
estrafalarias que nunca en mi vida había pensado en digerir: era divertido
saber que en caso de sentirme mal (o en cualquier caso) podía retirar la
maldita comida de mi sistema. Era inmune a todo, nada me afectaba. Mientras las
demás comían y alojaban grasa en sus cuerpos, yo comía incluso más y quedaba
más flaca, sin panza, sin hincharme, sin nada. Nada excepto jugos gástricos que
amenazaban con acabar con mi estómago y un aliento que hablaba del tráfico de
comida que ocurría cada vez que metía algo en mi boca. Sin contar estos
detalles, era el plan perfecto.
Ya
era el tercer día en mar del plata y no estaba de buen humor: me irritaba
cualquier cosa que hicieran mis amigas y cualquier plan me parecía aburrido.
Empecé a negarme la comida porque me daba mucha pereza ir a vomitar, así que en
principio decidí no comer hasta que tuviera muchísimo hambre e incluso más
ganas de vomitar que de comer. Los míos eran vómitos cósmicos, siderales…
dejaban estelas de comida pegados en las paredes de los inodoros que visitaba.
Después de vomitar, tenía que toser hasta que se me fuera la sensación de
“comida atrapada” en algún escondite de mi garganta; también debía lavarme los
dientes o comer un chicle de menta, lavarme las manos, secarme las lágrimas
provocadas por el esfuerzo y esperar a que los ojos rojos volvieran a ser
blancos antes de volver a la vida normal.
Y
nadie se daba cuenta de nada. Era increíble: o yo era muy buena actriz y
simulaba perfectamente un estado de felicidad natural, o les importaba
demasiado poco como para pensar por qué iba tantas veces al baño, me demoraba
tanto tiempo y siempre salía tosiendo o carraspeando.
El
problema era volver a casa, siempre el problema fue ese. En mar del plata me
sentía libre de hacer cualquier cosa que me gustara o se me antojara y además
mis amigas no iban a decirme qué hacer o no (de hecho fue una de ellas quien me
enseñó lo que ahora se había vuelto un hábito), ¿pero qué iba a hacer en casa?
Todavía no sabía vomitar silenciosamente, sí intentaba reprimir tos y ruidos
extraños (ejemplo: arcadas) pero no lo hacía satisfactoriamente todavía. En
casa iban a darse cuenta de mi condición de expulsa-malestares en cuestión de
horas; así que tenía que aprender a hacer silencio o dejar de comer del todo.
El
día que volví a casa, hablé con Alejandro: le dije que habían sido unas
pequeñas pero maravillosas vacaciones y que me había divertido muchísimo a
pesar de su ausencia. Me contó que se había mudado y que estaba muy cómodo con
su flamante concubina e hijo. Lo dejé regodearse en miseria de vida y volví a
la mía que no se diferenciaba demasiado de la suya. En aquel momento supe que
volverlo a ver iba a ser muy difícil y que era mejor que Alejandro no se
enterase todavía de lo que yo hacía como método para lidiar con toda la mierda
que tenía adentro, con la que consumía, con la que me tocaba vivir. No iba a
decírselo, no por ahora.
29 de agosto de 2003
Todavía
tengo su perfume en mis manos, debajo de mi ropa. Fue la despedida del
departamento, pero yo me fui casi sin despedirme, pensando absurdamente que esa
no podía ser la última vez que fuera al 147 de la calle Estévez.
Tomé
consciencia cuando vi las paredes peladas, sin cuadros. Las repisas con libros
ya no estaban, tampoco los cuadros egipcios. Faltaba el equipo de música y en
su lugar estaba el radio-despertador sintonizando la 100.7. Tampoco estaba el
monitor de la computadora desde donde escribí mi primera nota periodística.
Faltaba también el corcho lleno de fotos donde solía fijarme, esperanzada, si
me incluía en alguna (nunca lo hizo). Ni platos, ni vasos, ni cubiertos en la
cocina. Solamente botellas de alcohol incluyendo la que tomamos horas después.
Todo
el departamento gritaba: “¡aprovechame, es el último día!”. Pero algo en mí
decía que no, que no era la última vez, que no podía ser la última vez. A la
hora de irnos, al día siguiente, me di cuenta de que realmente las cajas en el
piso estaban llenas de sus cosas para llevarse del departamento. Cuando nos
íbamos, cargó la computadora en sus brazos y llamó el ascensor.
Quedaba
el departamento vacío detrás de la puerta que se cerraba. Ponía llave en la
cerradura de la puerta blanca que rezaba “05” en números dorados. Sentí el
perfume por última vez. Cerró la puerta y olí a comida; segundos más tarde el
ascensor olía a tostadas. Cuando la puerta estuvo cerrada me di cuenta de que
había desperdiciado el tiempo: tendría que haberle echado un último vistazo al
dormitorio donde hicimos el amor por primera vez. Tendría que haber mirado por
última vez el bañito donde nos bañamos juntos. Debería haber recorrido por vez
última la cocina donde preparó manjares para que cenáramos. Pero la puerta
estaba cerrada y el “05” dorado me miraba fijo. Se abrió la puerta del ascensor
y había una mujer adentro que saludó: “buenos días”. Y no me atreví a mirar mi
imagen en el espejo; la despedida era demasiado desgarradora.
Nos
subimos al auto. El reproductor de cd tocaba Zero7. “Es un lugar común”- pensé.
Él cantaba, tarareaba, inventaba letras que yo sabía obsesivamente a la
perfección. Se desplazó por la cochera y salí por última vez del edificio que
me obsesionó desde 1999. Saludó al guardia de seguridad. Era de día, un hermoso
día en Avellaneda. Cuando salimos había un duna colorado con balizas a mi
derecha: recordé noches anteriores con autos estacionados en aquel mismo lugar.
Todo me trae recuerdos en Avellaneda: todas las cosas me remiten a olores,
situaciones, frases. No voy a volver a ese edificio (es extraño decirlo y que
por primera vez sepa que es cierto y aún peor: que no puedo hacer nada al
respecto).
Y,
de nuevo, cuando nos alejábamos no miré por última vez el edificio: de todos
modos lo veo cada día cuando voy a la universidad. ¿Por dentro? Por dentro
jamás lo volveré a ver.
***
Aquella
noche, aquella última noche en el departamento, tomamos muchísimo alcohol. Vale
aclarar: muchísimo alcohol para mí son dos copas de champagne; es decir, dos
copas son suficientes como para verme, hacerme y decirme como más le plazca a
quien esté conmigo. Aquella noche de alcohol, hice una revelación a Alejandro.
Casi sin querer y sin querer divertidamente le confesé que era bulímica. Me
preguntó cuánto hacía de aquello y le contesté quince días, aunque hacía menos.
Supuse que si le decía quince días lo iba a tomar más en serio. Me preguntó por
qué lo estaba haciendo, si me veía gorda, etc; y yo me quedé pensando: a decir
verdad, no me sentía gorda y tampoco sabía muy bien por qué lo hacía (y no
podía sacar conclusiones en ese estado de ebriedad). Así que para salir de aquella
situación fingí estar más borracha de lo que en realidad estaba y de a poco me
quedé dormida.
Me
acosté, con la luz apagada. Lo único que podía percibir era un pequeñísimo
punto colorado del televisor, era una luz colorada. La luz se movía incoherentemente:
arriba, abajo, izquierda, abajo, arriba, derecha, abajo, izquierda. Era yo: era
mi cabeza que daba vueltas. Decidí cerrar los ojos: aquella lucecita me estaba
sacando de quicio. Cerré los ojos y fue peor aún; ahora todo daba vueltas, no
solamente la luz colorada. Así que me quedé con los ojos abiertos mirando hacia
el techo y pensando en nada. A decir verdad, sí pensaba en algo: Alejandro ya
roncaba al lado mío. ¿Cómo puede dormirse alguien tan rápido minutos después de
semejante confesión? Alejandro podía, su mente lo llevaba a límites de
despersonalización asombrosos. Nada le afectaba demasiado, nunca se
sobresaltaba y todo tenía solución: incluso mi bulimia. También supongo que
pensó que se me iba a pasar pronto… y eso me incentivó más y más para llevar a
cabo mi propósito: que se preocupara por mí.
Después
de aquella noche de confesiones ya nunca más volví al departamento que
frecuentaba desde los quince años, ya nunca más subí por ese ascensor, nunca
jamás volví a dormir allí y nunca más volví a ser la misma. Ahora además de
odiarme y odiarlo vomitaba cósmicamente, sin saber quizás que el peor vómito
estaba por venir: el que deja de existir y se convierte en nada.
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