domingo, 29 de julio de 2012

abzurdah (capitulo 18)


Vómito cósmico

            No iba a ponerme mal. Estaba en Mar del Plata con mis amigas de la facultad, no podía arruinar ese momento. Decidí que iba a hacer como si no hubiera pasado nada: iba a divertirme, iba a subirme a las calesitas con malvados caballos de plástico riéndose de mí mientras vibraban de arriba abajo sin parar.
            Sí iba a ponerme mal. Porque en cuanto mis amigas aquella noche en Mar del Plata se arreglaban para salir, se me llenó la cabeza de preguntas, el inconsciente de nostalgia y el presente de necesidades. Necesidad de llamarlo, se sentir, de saber si iba a estar conmigo en aquella cuidad. Urgencia de tocarlo, de saber que no estaba lejos, de revivir encuentros, de sobrevivir a la nostalgia.
            Entonces lo llamé, pidiendo silencio en el departamento, mientras dolores cocinaba, pilar ponía la mesa y maría las ayudaba. Yo llamaba a su celular. No pudo haber sido peor: incluso podría haber sido más reconfortante y menos incómodo que no me atendiese del todo. Lo llamé y atendió.
            Me dijo hola y le pregunté dónde estaba. Tardó algunos segundos en contestarme, como si lo hubiese estado pensado. De fondo escuché la voz de un bebé que decía: “mami comprame…”. “Estoy… estoy… estoy en el supermercado” dijo por fin cuando el bebé lo dejó hablar. Le pregunté con quién estaba y me dijo, en tono de broma “con mi esposa y mi hijo”. No me gustan esas bromas, no fue gracioso. Estaba en el supermercado con Romina y Ulises ¿puede haber algo más trágico que aquella imagen de la familia feliz? No podía soportarlo. La angustia me hizo un nudo en la cabeza que comenzó a dolerme a medidas desubicadas. “Pero… ¿no ibas a venir a mardel?” pregunté ingenua. “Uff… bueno, no creo que vaya. No. Es que por fin nos estamos mudando y tenemos mil cosas para hacer todavía. La casa es un desastre. Es enorme y hay que limpiarla y encima hay que cuidar a Ulises así que no; supongo que me voy a quedar acá todo el fin de semana”.
            El eco maldito en mi cabeza muy hueca repicaba una y mil veces: “NOS ESTAMOS mudando, TENEMOS mil cosas para hacer”, “nos estamos mudando”, “tenemos”, “nos estamos mudando”, “tenemos”.
            ¡Y Ulises metido en el medio! Era más diabólico de lo que pensaba que hubiese sido posible. Ese bebé estúpido quitándole el lugar a Ursula. ¿Por qué ese bebé le despertaba a Alejandro todo aquello que le había negado a mi hijita? ¿Por qué la vida fue tan injusta conmigo? Muy bien, eso era más de lo que yo podía soportar. Alejandro que una vez más me abandonaba. Alejandro que una vez más me reemplazaba y reemplazaba a Ursula por Ulises. Por cierto, era exageradamente más de lo que hubiera podido soportar cualquier persona en mi situación. Decidí que iba a hacer algo al respecto: y después me di cuenta de que estaba vencida. Ya vencida. Aún vencida. Siempre vencida. Tomé consciencia y pensé: no voy a hacer absolutamente nada, porque no hay nada que pueda yo hacer. ¿Qué puede dolerle a Alejandro? ¿Qué puede hacerlo reaccionar? Nada lo toca, nada lo conmueve, es intocable, es una pieza del museo de acerco inoxidable de Madame Tussauds. No había cómo derretirlo, cómo oxidarlo, cómo siquiera hacerle una ralladura. No. Alejandro magno, el inconmovible, había ganado la batalla una vez más y yo no era capaz siquiera de defenderme. Las mías fueron siempre batallas perdidas.
            Después de colgar el teléfono mi mundo se diluyó en remembranzas de la nada. No existía nada, no había nada, mi mundo era una completa negación de la existencia de cualquier cosa ajena a Alejandro, que a su vez, paseaba fantasmal en mis memorias recientes.
            Afuera de mi cabeza, el mundo continuaba moviéndose, aunque me resultara poco interesante. Las chicas me dijeron que la cena estaba lista, así que decidí omitir cualquier comentario respecto del supermercado, de mi hija reemplazada y hasta de mi propio reemplazo, y me senté a comer, como si nada. Ñoquis, no me voy a olvidar que comimos ñoquis.
            Poco después de la cena, decidieron (ellas) que íbamos a salir a bailar. Yo nunca quise salir con ellas, pero en este caso no tenía absolutamente nada que perder. Me cambié, me pinté, me arreglé un poco el pelo y decidí que esa noche iba a tomar alcohol. Mientras ellas consumían cerveza en cantidades inidentificables, yo empecé casi sin querer a convertirme en una alcohólica anónima llenando vasos y vasos de licor de melón. Todavía recuerdo el gusto de ese licor y me siguen dando nauseas, es cierto.
            Tomé tanto alcohol que en media hora estaba en otro planeta. Lo llamé a Alejandro y tenía el celular apagado, le dejé mensajes diciéndole que por su culpa estaba borracha y que necesitaba que viniera a rescatarme. Nunca había estado ebria en mi vida (sola, digo, sin compañía de Alejandro): sentía un malestar creciente desde mi garganta hasta el estómago o donde fuera que se alojan esas porquerías. Estaba realmente en problemas, tenía ganas de acostarme y dormir para siempre. No solamente había sido abandonada y reemplazada sino también estaba borracha y perdida; supongo que no hay imagen más patética que aquella.
            En el departamento de mar del plata teníamos una nueva huésped: otra Dolores (llamémosla Loli) que también era compañera nuestra de la universidad en aquel momento. Loli se dio cuenta de mi estado de inmunidad cerebral y me dijo: “Cielo, ¿te sentís bien?”. Le contesté que cualquier persona con medio dedo de frente hubiera sabido la respuesta sin preguntar siquiera. “Bueno, escuchame, es mejor que vomites entonces”. No sé vomitar, eso le dije. Y a decir verdad era una imagen un tanto más desagradable que esta borrachera amorosa que tenía encima. “Yo te ayudo, vamos al baño y te meto los dedos”. Ahora que lo pienso… ¡Qué valiente fue Loli! Meterle los dedos a alguien en la garganta… argh… ¡qué desastre! Hubiera preferido metérmelos yo, claro, pero no sabía si me animaba ni tampoco cómo hacerlo.
            Loli lo hizo e instantáneamente, después de vomitar, me sentí muchísimo mejor. Al vomitar experimenté una descarga que no había sentido antes: flotaban entonces ñoquis con licor de melón y algunas muchas penas concebidas por Alejandro aquellos últimos días antes de este.
            Sorprendentemente una acción desagradable me llevó a sentirme bien. Era como mi vida: estar con Alejandro, odiarlo, sus actitudes soeces y todo lo demás me llevaban a extremos inesperados de felicidad. Vomitar me hacía bien.
            Estaba un tanto confundida: era agosto de 2003 y yo era un puñado de esperanzas sin sentido; era abandonada, una estudiante que se esforzaba y aún no sabía si realmente quería ser periodista, una mujer que se odiaba a sí misma por amar a otro y que en este momento disfrutaba de vomitar. Era absurdo. Aquella noche, después de vomitar, me acosté en la cama y me quedé ahí, aliviada y con mucho asco, sin fuerzas siquiera para agredirlo o agredirme, para insultarlo o insultarme… simplemente quería dormir. Lo hice en pocos minutos y mientras me cubría un velo de sueños y recuerdos de un inodoro, escuchaba vagamente que mis amigas se iban a bailar. Está bien, que se vayan. Yo ya saqué de mí todo lo que podía hacerme mal, ahora me siento segura.
            No tuve tiempo de sentirme sola o con miedo por haberme quedado en aquel departamento mientras todas las demás se divertían y hacían probablemente comentarios graciosos acerca de mi borrachera. Me dormí enseguida, sin pensarlo, escuchando comentarios lejanos, como provenientes de la imaginación (incluso probablemente imaginados) y hasta la mañana siguiente allí me quedé. Tirada, exhausta, impávida.
            Al despertarme, el día siguiente, recordé lo que había sucedido: miles de ecos gritaban sin piedad en mi cabeza: “nos estamos mudando”, “¿te meto los dedos?”, “ahora me siento mejor”. Cuando se levantaron mis amigas, decidimos ir a almorzar al patio de comidas del paseo de compras más cercano. Fuimos a Mc Donalds y pedí un sándwich de pollo con lechuga y mayonesa. Lo comí entero pero mucho antes de terminarlo ya me estaba sintiendo mal: me dolía muchísimo el estómago y sentía que ese sándwich estaba de más, que no era necesario alojarlo en mi estómago. Me sentía mal: la última vez que me había sentido mal, lo solucioné vomitando; muy bien, iba a solucionarlo en aquel momento. Me levanté y me dirigí al baño. Una vez ahí, dudé, así que me acerqué al inodoro e hice pis (como si hubiera ido para eso). Tomé valor y me metí los dedos hasta la garganta, rozando el paladar con mis uñas. Muy bien, eso dolió: tenía que evitar, a partir de ese momento, que mis uñas lastimasen mi paladar. Volví a hacer el intento y en menos de tres minutos la hamburguesa de pollo y muchas de las papas que había comido flotaban en el inodoro. Sí, es desagradable, pero es la verdad. No me sentía mejor: me salían lágrimas de los ojos (por miedo o por hacer fuerza) y se me había congestionado la nariz en cuestión de segundos. Pero mi estómago estaba vacío y ya no sentía ganas imprudentes de vomitarle a alguna de mis amigas en la cara. Muy bien, aquel iba a ser mi secreto: nadie tenía que enterarse. No porque pensase que estaba mal lo que estaba haciendo, sino porque no quería que se crearan rumores y sobretodo porque no quería que nadie develara mi fórmula para estar mejor. La había inventado yo, eso creía.
            Lo cierto es que a partir de aquel día vomité cada una de las comidas que invitaba a mi estómago (muchas de ellas siquiera llegaron a pedir hospedaje en él). Era una máquina de hacerme sentir bien, es decir: no paraba de vomitar. Y en aquel momento esa era mi manera de elegir; porque nunca había podido elegir: tenía que comer, tenía que estudiar, tenía que tener amigas y tenía que pintarme y ser bonita. Perfecto, pero ahora además decidía vomitar y sacarme las porquerías que tenía adentro. En consecuencia, una vez más, la comida pasó a ser una porquería y de nuevo empecé a adelgazar a pasos agigantados.
            En un principio simplemente vomitaba las comidas, entiéndase: almuerzo, merienda y cena (nunca desayuné, jamás). Más tarde vomitaba té, café, cualquier pedazo de galleta por minúsculo que fuere; cualquier cosa que entraba por mi boca tenía que salir por mi boca, no había otra salida permitida.
            Mis amigas no se daban cuenta, lo cual era fabuloso y me daba libertad absoluta para comer y vomitar las veces que quisiera. Así, empecé a comer cantidades estrafalarias que nunca en mi vida había pensado en digerir: era divertido saber que en caso de sentirme mal (o en cualquier caso) podía retirar la maldita comida de mi sistema. Era inmune a todo, nada me afectaba. Mientras las demás comían y alojaban grasa en sus cuerpos, yo comía incluso más y quedaba más flaca, sin panza, sin hincharme, sin nada. Nada excepto jugos gástricos que amenazaban con acabar con mi estómago y un aliento que hablaba del tráfico de comida que ocurría cada vez que metía algo en mi boca. Sin contar estos detalles, era el plan perfecto.
            Ya era el tercer día en mar del plata y no estaba de buen humor: me irritaba cualquier cosa que hicieran mis amigas y cualquier plan me parecía aburrido. Empecé a negarme la comida porque me daba mucha pereza ir a vomitar, así que en principio decidí no comer hasta que tuviera muchísimo hambre e incluso más ganas de vomitar que de comer. Los míos eran vómitos cósmicos, siderales… dejaban estelas de comida pegados en las paredes de los inodoros que visitaba. Después de vomitar, tenía que toser hasta que se me fuera la sensación de “comida atrapada” en algún escondite de mi garganta; también debía lavarme los dientes o comer un chicle de menta, lavarme las manos, secarme las lágrimas provocadas por el esfuerzo y esperar a que los ojos rojos volvieran a ser blancos antes de volver a la vida normal.
            Y nadie se daba cuenta de nada. Era increíble: o yo era muy buena actriz y simulaba perfectamente un estado de felicidad natural, o les importaba demasiado poco como para pensar por qué iba tantas veces al baño, me demoraba tanto tiempo y siempre salía tosiendo o carraspeando.
            El problema era volver a casa, siempre el problema fue ese. En mar del plata me sentía libre de hacer cualquier cosa que me gustara o se me antojara y además mis amigas no iban a decirme qué hacer o no (de hecho fue una de ellas quien me enseñó lo que ahora se había vuelto un hábito), ¿pero qué iba a hacer en casa? Todavía no sabía vomitar silenciosamente, sí intentaba reprimir tos y ruidos extraños (ejemplo: arcadas) pero no lo hacía satisfactoriamente todavía. En casa iban a darse cuenta de mi condición de expulsa-malestares en cuestión de horas; así que tenía que aprender a hacer silencio o dejar de comer del todo.
            El día que volví a casa, hablé con Alejandro: le dije que habían sido unas pequeñas pero maravillosas vacaciones y que me había divertido muchísimo a pesar de su ausencia. Me contó que se había mudado y que estaba muy cómodo con su flamante concubina e hijo. Lo dejé regodearse en miseria de vida y volví a la mía que no se diferenciaba demasiado de la suya. En aquel momento supe que volverlo a ver iba a ser muy difícil y que era mejor que Alejandro no se enterase todavía de lo que yo hacía como método para lidiar con toda la mierda que tenía adentro, con la que consumía, con la que me tocaba vivir. No iba a decírselo, no por ahora.

29 de agosto de 2003
            Todavía tengo su perfume en mis manos, debajo de mi ropa. Fue la despedida del departamento, pero yo me fui casi sin despedirme, pensando absurdamente que esa no podía ser la última vez que fuera al 147 de la calle Estévez.
            Tomé consciencia cuando vi las paredes peladas, sin cuadros. Las repisas con libros ya no estaban, tampoco los cuadros egipcios. Faltaba el equipo de música y en su lugar estaba el radio-despertador sintonizando la 100.7. Tampoco estaba el monitor de la computadora desde donde escribí mi primera nota periodística. Faltaba también el corcho lleno de fotos donde solía fijarme, esperanzada, si me incluía en alguna (nunca lo hizo). Ni platos, ni vasos, ni cubiertos en la cocina. Solamente botellas de alcohol incluyendo la que tomamos horas después.
            Todo el departamento gritaba: “¡aprovechame, es el último día!”. Pero algo en mí decía que no, que no era la última vez, que no podía ser la última vez. A la hora de irnos, al día siguiente, me di cuenta de que realmente las cajas en el piso estaban llenas de sus cosas para llevarse del departamento. Cuando nos íbamos, cargó la computadora en sus brazos y llamó el ascensor.
            Quedaba el departamento vacío detrás de la puerta que se cerraba. Ponía llave en la cerradura de la puerta blanca que rezaba “05” en números dorados. Sentí el perfume por última vez. Cerró la puerta y olí a comida; segundos más tarde el ascensor olía a tostadas. Cuando la puerta estuvo cerrada me di cuenta de que había desperdiciado el tiempo: tendría que haberle echado un último vistazo al dormitorio donde hicimos el amor por primera vez. Tendría que haber mirado por última vez el bañito donde nos bañamos juntos. Debería haber recorrido por vez última la cocina donde preparó manjares para que cenáramos. Pero la puerta estaba cerrada y el “05” dorado me miraba fijo. Se abrió la puerta del ascensor y había una mujer adentro que saludó: “buenos días”. Y no me atreví a mirar mi imagen en el espejo; la despedida era demasiado desgarradora.
            Nos subimos al auto. El reproductor de cd tocaba Zero7. “Es un lugar común”- pensé. Él cantaba, tarareaba, inventaba letras que yo sabía obsesivamente a la perfección. Se desplazó por la cochera y salí por última vez del edificio que me obsesionó desde 1999. Saludó al guardia de seguridad. Era de día, un hermoso día en Avellaneda. Cuando salimos había un duna colorado con balizas a mi derecha: recordé noches anteriores con autos estacionados en aquel mismo lugar. Todo me trae recuerdos en Avellaneda: todas las cosas me remiten a olores, situaciones, frases. No voy a volver a ese edificio (es extraño decirlo y que por primera vez sepa que es cierto y aún peor: que no puedo hacer nada al respecto).
            Y, de nuevo, cuando nos alejábamos no miré por última vez el edificio: de todos modos lo veo cada día cuando voy a la universidad. ¿Por dentro? Por dentro jamás lo volveré a ver.
***
            Aquella noche, aquella última noche en el departamento, tomamos muchísimo alcohol. Vale aclarar: muchísimo alcohol para mí son dos copas de champagne; es decir, dos copas son suficientes como para verme, hacerme y decirme como más le plazca a quien esté conmigo. Aquella noche de alcohol, hice una revelación a Alejandro. Casi sin querer y sin querer divertidamente le confesé que era bulímica. Me preguntó cuánto hacía de aquello y le contesté quince días, aunque hacía menos. Supuse que si le decía quince días lo iba a tomar más en serio. Me preguntó por qué lo estaba haciendo, si me veía gorda, etc; y yo me quedé pensando: a decir verdad, no me sentía gorda y tampoco sabía muy bien por qué lo hacía (y no podía sacar conclusiones en ese estado de ebriedad). Así que para salir de aquella situación fingí estar más borracha de lo que en realidad estaba y de a poco me quedé dormida.
            Me acosté, con la luz apagada. Lo único que podía percibir era un pequeñísimo punto colorado del televisor, era una luz colorada. La luz se movía incoherentemente: arriba, abajo, izquierda, abajo, arriba, derecha, abajo, izquierda. Era yo: era mi cabeza que daba vueltas. Decidí cerrar los ojos: aquella lucecita me estaba sacando de quicio. Cerré los ojos y fue peor aún; ahora todo daba vueltas, no solamente la luz colorada. Así que me quedé con los ojos abiertos mirando hacia el techo y pensando en nada. A decir verdad, sí pensaba en algo: Alejandro ya roncaba al lado mío. ¿Cómo puede dormirse alguien tan rápido minutos después de semejante confesión? Alejandro podía, su mente lo llevaba a límites de despersonalización asombrosos. Nada le afectaba demasiado, nunca se sobresaltaba y todo tenía solución: incluso mi bulimia. También supongo que pensó que se me iba a pasar pronto… y eso me incentivó más y más para llevar a cabo mi propósito: que se preocupara por mí.
            Después de aquella noche de confesiones ya nunca más volví al departamento que frecuentaba desde los quince años, ya nunca más subí por ese ascensor, nunca jamás volví a dormir allí y nunca más volví a ser la misma. Ahora además de odiarme y odiarlo vomitaba cósmicamente, sin saber quizás que el peor vómito estaba por venir: el que deja de existir y se convierte en nada.

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