miércoles, 15 de mayo de 2013

abzurdah (capítulo 20)



Mentiras de mármol

9 de octubre de 2003
            Hace mucho que no hablo con Alejandro. Lo sorprendente es que en vez de sentirme triste me siento más libre. De pronto veo muy claro y la vida se me hace más fácil. Entiendo ahora que las trabas me las ponía yo, que no existían realmente. Me sorprendo queriendo hacer cosas, queriendo estar bien. Cuando está soy habitante de un pueblo fantasma, rodeada de un paisaje turbio y seducida por las vías de un tren que me invitan a dormir sobre ellas.
            Alejandro desapareció por dos semanas y fue tiempo suficiente para respirar nuevos aires. Conocer a Tomás me ayudó bastante a diferenciar nuestros intereses. Que amor, sexo, amistad y ternura no son lo mismo y que algunos conceptos se rechazan entre sí, son incompatibles. Hoy busco otro tipo de relación, porque la que yo anhelo no funciona, al menos por ahora. Pero no me doy por vencida y quiero seguir luchando por el hombre que amo y no me ama.
            Supongo que este tiempo me lo está concediendo porque le asusta mi estado y no quiere hacerse cargo del porcentaje de responsabilidad que le corresponde. Donde antes había enfermedad, pasión y locura ahora hay esperanza y paz. No me doy por vencida, pero Ale me da un espacio para rever la historia desde otro ángulo, apartada del mundo. Y me veo destrozada, profundamente herida, enclaustrada sintiéndome libre pero sabiéndome esclava.
            ¿Importa saber cuál es el límite? Yo no lo reconozco, pero mi mente hace un “clic” que indica peligro: “o paras ahora o el suicidio es inminente”. Y ese clic es orgánico, yo no lo elijo; lo hace mi cuerpo por instinto (de conservación, claro).
***
            Todo en mí me daba signos de inestabilidad, de odio supremo hacia mí misma. Aunque estaba en paz, necesitaba algo de acción. Y no quiero decir que busque los problemas, es algo que yace más allá del límite entre lo moral e inmoral, lo bueno o destructivo para uno. Va más allá de un límite, de cualquiera de ellos. Cuando no estaba con Alejandro me sentía en paz, pero en todo caso las plantas también son pacíficas y libres ¿verdad? Era más bien un vegetal sincronizado con un horario universitario, que reía más de lo que se le pedía solo por no preocupar a terceros. Era una maldita planta, un mentiroso y sucio vegetal.
            No me alcanzó con haber tenido que mentir toda mi temprana adolescencia con Alejandro y nuestros encuentros, sino que parecía hasta a propósito que tuviese que seguir con esas conductas de preescolar. Claro, él me había enseñado a mentir como si fuese un arte: me instruyó entusiasta y delicadamente. Casi sin saberlo, era una perfecta mentirosa. Una maldita mitómana.

14 de octubre de 2003
            Créase o no y en contra de todas las posibilidades, me estoy por encontrar con Alejandro. ¡No puedo creer lo nerviosa que estoy! Pienso que este va a ser un encuentro desertado porque va a ser un café, unos pocos minutos y no creo que más. Me siento fea e hinchada a pesar de que hace varios días que no como nada (corrección: ayer comí una papa frita). No sé cuáles serán sus expectativas conmigo hoy, pero las mías son nulas. A su casa no voy a ir, porque vive con Romina y Ulises, pero al menos quiero verlo unos minutos antes de morirme, porque me estoy dejando morir. No por dejar de comer, sino porque mi alma es nula: se me fue.
            Estoy cansada y débil. Por primera vez no tengo ganas de hacer el amor con él (a menos que antes tome un jugo de naranjas o un café).  Mi vida es una balada para un ciego: porque hay que estar ciego para no darse cuenta de que me estoy haciendo muy mal: estoy a punto de cometer un crimen en contra de mi alma.
            Estoy loca porque me autodestruyo, el instinto de conservación lo perdí hace años. Quiero morirme y verlo a Alejandro es la manera más dolorosa de desaparecer. Me duele todo y estoy débil pero quiero verlo aunque sea por última vez.
            Alejandro ya no ocupa ese lugar exasperante que ocupaba antes, aunque tal vez después de este encuentro vuelva a dormir su fantasma entre mis sábanas. Por lo pronto, me propongo hoy desterrarlo de mi vida por lo menos hasta que me mude y viva sola y sea libre de ingerir la dosis de cianuro que crea necesaria. Incluso puedo hacerlo pasar como un accidente y que nadie sufra pensando en que me quité la vida desgarrada por mi desgracia. Nada de dejar cartas delegando culpas. Me muero yo y todos los demás deben continuar con sus privilegiadas vidas.
***
            No se si es necesario aclararlo pero en aquella época sufría una intolerable distorsión visual y, en consecuencia, mental. Las actividades que a la gente le divertían, a mí me resultaban exasperantes y la falta de comida me había vuelto una persona inescrupulosa y gruñona.
            Poco tiempo después de haber empezado a vomitar y de haber intentado llamar la atención de Alejandro sin ninguna señal de éxito, me propuse entonces un nuevo desafío. Siempre siguiendo la línea de lo que creo que es lógico me dije: “si como y vomito me hago mal, quizás lo mejor sea dejar de comer del todo”. No me costó demasiado empezar a vivir en un mundo sostenido por las mentiras: ahora no solo de la mano de mi amor obsesivo, sino también de un hambre compulsivo que escondía con recelo. Mis trucos eran bastante obvios: cuando en casa era la hora de la cena, siempre decía que me iba a cenar a la casa de una amiga. Cuando llegaba allá, comentaba que había cenado en casa. La gente es fácilmente engañable cuando sos una persona que genera confianza: y eso era yo, la gente confiaba en mí con los ojos cerrados.
            Soy una mujer espontánea y no dudo en decir la verdad si es que mi vida no depende de ello: en cuanto a Alejandro y a la comida (casi un tiro por elevación) tenían mucho que ver con mi vida, debí aprender a ser la peor de las víboras, la más ondulada, la que poseía el veneno mortal. Si me pisaban, si me mordían, si intentaban embestirme no iba a dudar en defenderme con el peor de los ataques jamás vistos.
            Dejé de comer. Y no quiero decir que comía poco: simplemente dejé de comer. Tomaba agua como si aquello fuese a calentarme el alma o a reactivar mis neuronas: era la persona más hidratada y descerebrada que había conocido jamás. Y no digo descerebrada de forma despectiva: quiero decir que cuando estás muriendo de hambre (y no es una metáfora) el cerebro no funciona correctamente. La sangre irrigada se destina a los órganos que la necesitan vital y prioritariamente: como mi corazón tenía que seguir latiendo, la sangre que antes corría en mi cerebro, ahora se focalizaba en mi corazón, lo cual me dejaba tonta y con arritmia.
            Pensamientos lentos, visión nublada, respuestas tardías: eso era. La mujer más hermosa que conocía, pero también la que tenía el peor aliento, la que no podía compartir ni un desayuno, ni un almuerzo, ni una gaseosa, ni una cena, ni un caramelito con nadie. Yo era esa y estaba orgullosa de serlo. Es decir, no me arrepiento de haber sido eso y la mayoría de las noches pienso en mi cama con los ojos cerrados: ¿dónde estás Cielo? ¿Qué fue de vos? A veces quiero volver, quiero ser hermosa y tener pocos pensamientos inteligentes, pero de aquella triste selección salían las mejores ideas. Eran pocas, pero brillantes y casi todas dirigidas a mi propia destrucción.
            Me odié profundamente toda esa etapa de mi vida y me odio ahora al compararme, al verme tan lejos (un sentido de responsabilidad me sorprende ahora ¿qué pensarán mis padres cuando lean esto?). Me odiaba no por mi comportamiento sino porque no había podido ser así antes: no había podido dejar de comer, no había podido ser una arpía, no había sabido mentir y afirmar con miradas gélidas que “estaba bien” y que “no necesitaba ayuda” antes. Ahora podía dejar de comer, podía mentir sin límites, podía manipular a la gente y manipular verdades hasta convertirlas en mentiras de mármol, costosas pero irrompibles.
            Mi imagen personal estaba cambiando asimismo estaba cambiando lo que transmitía al resto de los mortales (porque en el fondo yo sabía de mi mortalidad). Cielo dulce y espontánea estaba muriendo y en cambio una escultura de hielo daba directivas y mutaba de escultura a rama caduca de un ex árbol frondoso. Me estaba consumiendo, lo sabía y no podía dejar de disfrutarlo. Si no me amaba entonces iba a morirme: y me iba a morir hermosa, inteligente y con el cuerpo perfecto. La perfección era mi fin y en mi enfermedad la entendía como alcanzable; cada kilo menos era un paso más hacia mi ansiada meta. Cada kilo de más un recordatorio del cerdo que había sido todos esos años, del odio hacia mi misma: de la repugnancia.
            Seguí concurriendo a la universidad y de pronto me volví más exigente que nunca: necesitaba ser la mejor aunque lejos estaba de serlo (la falta de comida provocaba que me quedase dormida en cualquier lado). Mis amigas empezaron a sospechar cuando reiteradamente les decía que había comido “¡muchísimo!” y que estaba satisfecha cuando al mismo tiempo estaba blanca como una nube y lucía ojeras del color del carbón. Cuando uno es anoréxico piensa que es inteligente y que los demás son todos tontos, o despistados, o que no se interesan por uno y por eso se presupone que cualquier tonta excusa es válida.
Lo que uno no sabe es que los diagnósticos están hechos porque hay comportamientos que se repiten, porque la enfermedad no es única (aunque creas que como te tocó a vos no le va a tocar a nadie). Son comportamientos seriados, no le pasa a cientos de chicos y chicas, les pasa a miles en todo el mundo. De todas maneras te sabés (sí, ¡¡sabés!!) la persona más inteligente jamás nacida y con tanto ego como para darle clases de filosofía a Sartre. Así me sentía, así lo recuerdo.
            Las cosas en casa estaban más que muy complicadas (ahí lo tienen, Alejandro de nuevo) y aún no sabían ni el cinco por ciento de lo que me estaba ocurriendo. Mamá siempre fue muy perceptiva conmigo y entiendo que quizás percibió algo fuera de lo normal en mis comportamientos (sobretodo por mi personalidad irritable en niveles insospechados). Mi relación con mi familia estaba volviéndose nula y superficial: nunca sabían si yo estaba triste o contenta o con hambre o molesta o si lo había visto a Alejandro. Simplemente les decía que tenía mucho para estudiar o que prefería quedarme a dormir en la casa de alguna de mis amigas. Pronto las peleas con Mamá se fueron dando menos espaciadamente y llegó un momento donde decidí que quería morirme, que no iba a soportar sus planteos (no porque no quisiera sino porque seriamente NO podía soportarlos). Yo estaba demasiado sensible y débil como para cruzar dos palabras inteligentes sin agresiones, así que la mayoría de las veces terminábamos llorando las dos o yo llorando y mamá gritándome: “¡en esta casa no se puede vivir!” o Mamá llorando y yo regodeándome en mi demencia.
            Era el infierno. No es una metáfora, nuevamente: estoy hablando en serio. Era peor que estar muerta, deseaba con todas mis ganas (con las pocas que me quedaban, al menos) estar muerta, enterrada, para siempre. ¿Por qué estaba todo tan mal? Aun les ocultaba que lo veía a Alejandro y que había dejado de comer y que lloraba todas las noches y que me quería morir.

            Por aquella época Papá tuvo un infarto y seriamente no pude dejar de sentirme culpable. Y si en algún momento hubo alguna chance de no hacerlo, Mamá se encargó de recordármelo a cada hora, a cada minuto, en cada oportunidad. Jamás me dijo: “Papá tuvo un infarto por tu culpa”, pero sus resoplos y sus frase al mejor estilo: “en esta casa no se puede vivir, ¿por qué no nos morimos todos?” y los clásicos “me estás matando” eran prácticamente lo mismo que echarme en cara la posible muerte de mi padre.
            Todo salió bien: la obra social cubrió todos los gastos de lo que fue una operación exitosa; pero el infarto de papá nunca dejó de ser un recordatorio para mí (no debía excederme, me recordaba los límites y lo cerca que había estado de la muerte). A partir del infarto de mi papá, las cosas cambiaron diametralmente: la universidad ya no me importaba tanto y no estaba dispuesta a seguir abandonada por Alejandro; no podía soportarlo. La noche en que internaron a Papá hice un solo llamado, escondida como una rata en una sala de espera: lo llamé a él. Me dijo que contara con él para cualquier cosa que necesite (sí, claro) y que lo mantuviese al tanto acerca de la salud de mi viejo. Muy bien, era todo lo que necesitaba oír, ahora podía dormir tranquila. Alejandro siempre me salvó de los momentos de zozobra y ansiedad: dos minutos al teléfono y me siento capaz de seguir viviendo.
            El infarto de Papá nos ayudó a tomar consciencia del ambiente que se respiraba en nuestra casa, que pronto pasé a llamar “la casa de mis viejos”. Sentía que viviendo ahí iba a deberles la vida todos los días. Empecé a pensar en la posibilidad de alquilar un departamento en capital el año siguiente. Lo conversé con mis padres que de buenas a primeras gritaron rotundos NO. Sabía que podía convencerlos: es decir, si les mentía todos los días acerca de la comida y todavía no se habían percatado, más fácil iba a resultarme persuadirlos de que vivir cerca de la universidad era mejor para mí y para sus bolsillos.
            Lo cierto es que de lo único que quería estar cerca era de Alejandro, ese era uno de los motivos por el cual necesitaba imperiosamente vivir sola. El otro motivo, quizás tan fuerte como el primero, era que quería morirme de hambre (había decidido morirme de hambre) y viviendo sola nadie iba a controlar cuántas calorías ingería por día. Era un plan perfecto, destinado a fracasar, claro. Pero como dije antes: cuando sos Cielo y anoréxica y caprichosa, nada parece tan imposible y estás dispuesta a cualquier cosa y repito: cualquier cosa para lograr tu cometido.
            Pronto la anorexia se había convertido en un culto para mí. Decidí meterme en Internet a buscar información acerca del monstruo que estaba consumiéndome, que en aquel momento más parecía una princesa esquelética pero hermosa y dispuesta a hacerme perfecta.
            Ana, así le llamaban las anoréxicas a su diosa; y Ana se convirtió en pocas semanas en el objeto de mi devoción. Puede decirse que tuve dos amores obsesivos: Alejandro y Ana. Con la diferencia de que no estaba dispuesta a dejar a Ana si Alejandro me lo pedía, pero sí viceversa.
            Me convertí en una comedora compulsiva de libros: era lo único que masticaba y de lo que me alimentaba. Estaba hambrienta de información: recorrí librerías buscando libros insólitos que figuraban en Internet pero que no parecían estar en ninguna librería argentina. Pronto tenía la casilla de emails repleta de mensajes de otras chicas anoréxicas intercambiándonos consejos y brindándonos apoyo en nuestro progresivo camino a la muerte (a quien confundíamos con “perfección”).
            Una vez que hube recolectado lo que yo suponía era una cantidad generosa de información, decidí ocupar mi tiempo libre construyendo una página web con toda la información que me hubiera gustado encontrar fácilmente y que me había costado. Era un portal al que cualquier persona podía acceder, pero que solo quienes sufrían o elegían o disfrutaban de un trastorno de la alimentación podían entender. Y digo sufrían o elegían o buscaban, porque había personas tan diferentes allí dentro que era fácil perderse en los consejos vanos.
            Estaban aquellas que querían ser anoréxicas y visitaban mi página para recoger consejos, otras que me adoraban como si fuera yo ANA en persona y muchas otras que simplemente estaban de acuerdo con lo que escribía y me apoyaban y agradecían la información y la contención. Me había convertido en un líder de opinión y recibía decenas de emails por día: había creado una nueva personalidad que dejaba a Clara14 y a Cielo en un costado oscuro y polvoriento. Había nacido Lágrima, un gurú anoréxico que intentaba no ahogarse en su desdicha y predicaba al mundo que la anorexia no era un desorden alimentario sino un estilo de vida.

viernes, 10 de mayo de 2013

abzurdah (capitulo 19)



regresé, crei que habia muerto, pero regrese despues de casi un año, no quiero volver a caer, no quiero que todo vuelva a ser igual, quiero regresar con ella, y que todo esté tan perfecto como antes, y se que puedo hacerlo bien esta vez... 

Insuficientemente flaca para llamar tu atención

5 de septiembre de 2003
            No pienso llamarlo más. Ahora va a entender lo que es el abandono y aunque no tenga reemplazo, supongo que no va a tardar en aparecer algún idiota que me saque de la cabeza al amor de mi vida, al hombre que voy a desear toda mi vida. Hace mucho que no lo veo, supongo que por su mudanza a Monte Grande con Romina y Ulises. Nunca me llamó desde que se mudó, así que presupongo que la está pasando genial, lo cual no me gusta ni un poco.
            Yo estoy horrible. Estoy muy triste y mi vida no tiene sentido: voy a la facultad y me encierro en la cápsula malvada (mi casa), eso es todo lo que hago. Y ahora decidí no llamar más a Alejandro para ver cuánto tarda en darse cuenta de mi desaparición terrenal. ¿Se dará cuenta en algún momento de que sigo existiendo? Espero que sea antes de mi suicidio.

12 de septiembre de 2003
            ¡Qué bajo cayó mi imagen de Alejandro! Me abandonó justo en el momento cuando más lo necesito. Siento que la bulimia me consume, siento que es más que la comida lo que abandona mi cuerpo cada vez que vomito. Estoy vomitando pedazos de alma. Pero está bien, tengo que seguir con mi vida. No sé si lo voy a ver de nuevo ahora que se mudó, tendrá otras mujeres que le quedarán más cómodas, de hecho. Todo bien, todo bien.
***
            Nunca pude contra mi imaginación. Por las noches Alejandro venía a mi cabeza y vivíamos vidas diferentes entre sueños. Por la mañana la realidad era casi irreconocible, indefinible; siempre me cuesta varios minutos entender que todo fue un sueño, que la realidad (el aquí y ahora) es completamente diferente. Decenas de veces me desperté buscando al lado mío a un Alejandro con quien compartía cama en mis sueños. Sí, debo admitir que mi imaginación es más que muy poderosa. Ahí lo tienen, esa es una frase suya “más que muy”. Eso lo dice todo el tiempo; soy una fotocopia malhecha del hombre que pienso es ideal.
            Si yo pudiera vivir en el mundo que he creado en mi cabeza, sería reina y dueña de todos. Porque en mi imaginación Alejandro me ama, me conserva como a un tesoro: no quiere perderme. En mis sueños me cuida, me hace el amor con ternura, me acaricia hasta que me duermo. En mis sueños. Allí soy hermosa e inteligente, nadie puede ganarme; no hay límites ni barreras: todo lo puedo. Omnipotente, en mis sueños lo soy.
            Y cuando algún sueño se asemeja muy acabadamente a la realidad pienso que debo llevarlo a cabo. Como lo que sucedió aquella tarde oscura de septiembre. Había soñado un reencuentro: Alejandro estaba tomando clases en la facultad de la calle 9 de julio y yo llegaba de improviso. Él tomaba el turno tarde donde hay menos alumnos que a la mañana así que no fue difícil dar con él. Estaba sentado prolijamente, con sus anteojos mirando atentamente al pizarrón mientras un profesor explicaba no sé qué fórmula matemática. Golpeé el vidrio de la ventana: me miró sorprendido. Dudó… y luego una sonrisa. Le leí los labios: “esperame”. Así que me senté en una silla en el pasillo y lo esperé hasta que terminó la clase. Me agradeció la visita inesperada y a continuación cenamos y dormimos juntos. Un reencuentro más que maravilloso.
            Muy bien, esa es mi imaginación. A continuación lo que sucedió realmente, en un mundo donde no hay coincidencias y las circunstancias no ayudan… pero donde te podes llevar muchas sorpresas, algunas de ellas bastante gratas.
            Estaba decidida a que mi sueño se convirtiera en vivencia (porque así lo sentí, porque fue más vívido que la vida). Después de clases, me hospedé en la casa de Pilar donde siempre era (y sigo siendo) bienvenida. Pilar es una de las personas más buenas que conocí en mi vida. No solamente es buena amiga sino que también es buena cómplice, es excelente escuchando, guardando secretos, es divertida; esto todo lo que me gustaría que la gente piense que yo soy. Es un verdadero pilar.
            Una vez en su casa, le conté acerca de mi sueño y me dijo que estaba dispuesta a acompañarme, que incluso podía llegar a ser divertido. Las clases de Alejandro terminaban a las diez, así que nueve y media tomamos un taxi y nos dirigimos a la esquina más emblemática de mi vida: nueve de julio e independencia. Una vez en frente del enorme edificio (que aquel día era más gigante que nunca) me atemoricé y quise echarme atrás. Pilar me dijo que no había problemas, que para entrar teníamos que decir que éramos alumnas del turno tarde; que iban a dejarnos pasar. Con el corazón latiéndome exageradamente entré en aquella universidad que en nada se parecía a la mía. Un espíritu santísimo quiso que Pilar estuviera aquella noche conmigo, porque yo me hubiera perdido sin pensarlo dos veces en medio segundo. Tengo buen sentido de la orientación, pero era demasiada la carga que sentía: mi vida tenía que superar el éxtasis de mi sueño (era una meta casi imposible).
            Pregunté a un alumno que vagaba por los pasillos dónde quedaba el aula donde se cursaba segundo año de la carrera de contaduría. El alumno sonrió con malicia unos segundos antes de decirme: “no es que cada piso tiene su carrera. En cada una de las aulas se dicta una materia diferente.. ¿qué materia estás buscando?”. Bingo. De ninguna manera podía saber qué materia estaba cursando Alejandro ese día a esa hora. Me quería dar por rendida pero Pilar me entusiasmó y aconsejó que lo llamase por teléfono. Nos dirigimos al baño donde no había mucho ruido para poder llamarlo a su celular. Apagado, el celular estaba apagado, era la muerte de aquella tonta esperanza de superar mis sueños con un poco de realidad. “seguramente lo tiene apagado porque está en clases; llamalo a las diez que seguramente lo prende antes de irse”. ¡Buena idea, Pilar!
            A continuación caminamos un poco más mientras yo me fijaba por las ventanas, aula por aula, si reconocía su rostro cansado y estudioso. Por supuesto, no lo encontré. Estábamos ya cansadísimas cuando Pilar sugirió que fuésemos a tomar un café o una gaseosa hasta que se hicieran las diez de la noche, hora en que nos encontraríamos probablemente con el celular de Alejandro prendido. Bárbaro, íbamos a tomar algo pero ¿a dónde? “Ahí hay un chico sentado, preguntale dónde hay un bar”- me dijo Pilar. ¡Ni loca! Pensé que quizás era compañero de Alejandro y por nada del mundo quería hacer el ridículo aquella noche (es decir, más ridícula no podía ser, pero en fin…). Finalmente, Pilar tomó coraje.
- Disculpame, no sabés dónde hay un lugar para tomar algo?
- este es el tercer piso, en el sexto hay un bar donde se come bastante bien
            A continuación le agradecí al muchacho que nos había ayudado. Pronto noté que no tenía cuadernos ni lapiceras en sus manos, entonces me atreví a hacer algunas preguntas:
-¿Vos estudias acá?
- Sí… bah… “estudio”
- ¿Qué carrera?
- Comercialización. ¿Vos qué estudias?
- Periodismo, pero en otra universidad.
- ¿Y qué hacés acá?
-  Buscando a mi…
- …
- No sé, a mi probable futuro o ex novio.
- Bueno, podés ir al bar o sentarte acá al lado mío y contarme.
            Mi estado de desesperación era lo suficientemente obvio como para que un estudiante de 23 años de comercialización se diera cuenta. Con la mirada le pregunté a Pilar qué quería hacer y me contestó de la misma manera que estaba bien quedarse con aquel muchacho.
            Se llamaba Tomás y tenía 23 años. Era muy bonito, con rasgos suaves, de pelo morocho, ojos algo verdosos y piel blanca. Su voz tenía el color de la confianza, que me hacía abrir la boca y escupir mis miserias. Me contó que estaba fuera del aula porque se había aburrido. Me pareció muy divertido pero ya eran las diez de la noche y mi plan estaba zozobrando. Me disculpé con Tomás y me deseó suerte con Alejandro (ya le había contado prácticamente toda la historia mientras Pilar papaba moscas y él me escuchaba con atención). Me preguntó si podía tener mi teléfono o mi dirección de correo electrónico. Tomás me había caído muy bien así que le dije que anotara mi correo electrónico en su teléfono. Cuando me mostró su celular, que era el mismo que tenía Alejandro, de repente se me hizo tarde. Le dije mi correo electrónico mientras caminaba yéndome al baño nuevamente para llamar a Alejandro desde allí. Me agradeció y me dijo que iba a escribirme. Nunca pensé que lo fuera a hacer… y tampoco me importaba demasiado ¡¡Alejandro se estaba escapando de mis planes!!
            Entré en el baño, las piernas me temblaban, también las manos. Marqué su número, Pilar me apoyó con una palmadita. Iba a ser el mejor reencuentro del mundo, el mejor de mi historia y de la suya. Es decir, el plan original (encontrármelo de improviso) había fracasado pero aún quedaba el que pensaba ejecutar a continuación. Lo llamé y todavía conservaba el teléfono apagado. Quería desaparecer de aquella universidad; empecé a plantearme hipótesis que no había tenido en cuenta hasta ese momento: ¿y si Alejandro no había asistido a clases? ¿y si hubiera dejado la facultad ahora que vivía en monte grande y ya no la tenía a cinco minutos de su casa? ¡¿Cómo no lo había pensado antes?! Me envolvió un estado de nervios capciosos del que Pilar no logró sacarme con éxito. Me instó a que lo llamase una vez más y sino, me dijo, nos iríamos a su casa a hacer como si nada hubiera pasado.
            Junté lo poco que me quedaba de coraje (eso sí tenía, de lo que no tenía ni medio gramo era orgullo) y marqué nuevamente su número. ¡Tono de llamada! Atendió.
-Hola Ale
-Cielo?
- sí, cómo estás?
- bien
-dónde estás?
- saliendo de la facultad
-ah! Yo estoy en la facultad
- ah
- en tu facultad!
- qué hacés ahí? Me hubieras llamado antes y te saludaba…
- vine a buscar unos papeles para el hermano de pilar.. ¿qué? ¿dónde estás ahora?
- en el estacionamiento, buscando el auto.
- ahh… no querés que vayamos a tomar algo?
- no estás con Pilar?
- sí… qué tiene?
- ok, te paso a buscar en tres minutos. Esperame en la puerta de la facultad.

            ¡Muy bien! Estaba saliendo bien. Es cierto, Alejandro no se mostraba muy entusiasmado por la increíble (muy in-creíble) casualidad de haber estado los dos juntos al mismo tiempo (y “sin saberlo”) en la universidad. No se mostraba ni entusiasmado, ni contento, ni nada. Lo suyo era el arte del mármol: tendría que haber sido escultor. Frío y silencioso esperaba dentro de su auto: un Golf gris. Pilar quiso irse a su casa, pero necesitaba su presencia, pilar era mi sostén, valga la redundancia.
            Entramos las dos en el auto de Alejandro: yo me senté a su lado, en el asiento de acompañante. Saludamos simpáticamente y Alejandro dijo algo como “por fin conozco a la famosa Pilar” y es que la quiero tanto que paso horas hablando de ella. Llegamos a un bar del barrio San Telmo y nos sentamos en una pequeña mesa. Comencé a sentirme discriminada, era un bombardeo de incómodos sentimientos: Alejandro y Pilar hablaban de fútbol (siendo Pilar gran admiradora de los deportes). Estaban contentos y yo no podía seguirles el hilo: no me gusta el fútbol, no entiendo nada de fútbol… ¡hablemos de películas! ¡Hablemos de libros! ¡Hablemos del periodismo intransigente de los años cincuenta antes de Cristo, pero no hablemos de fútbol!
Había llegado el mozo, tuvieron que interrumpir la charla. No importó, seguí sintiéndome discriminada. Alejandro y Pilar pidieron una cerveza cada uno y yo una gaseosa light… ¡no tomo alcohol! ¿Qué voy a hacer? ¿Emborracharme sin ningún sentido? No, gaseosa light.
Mientras mi mejor amiga y el amor de mi vida hablaban entretenidamente acerca de las propiedades de la cerveza negra, de la cual era devoto Alejandro, yo me di cuenta de que aquello no se asemejaba en nada con mi sueño. Estaba fracasando, tenía que hacer algo: por lo menos verificar si estaba preocupado por mi comportamiento bulímico. Llegó la moza y trajo las cervezas, Alejandro dijo que tenía hambre, Pilar asintió. Yo no dije nada. Me preguntó entonces: ¿vos querés pizza? Dije que no (es decir: ¡¡¡sí!!! ¡me estoy muriendo de hambre pero me voy a morir flaca como un escuerzo porque no te interesa nada de mí!). Comieron, charlando y tomaron cerveza como si yo no existiera. Alejandro se levantó para ir al baño y me quedé sola con Pilar.
- Cie ¿querés que me vaya?
- No, ¿por qué?
- Para que puedan hablar solos, estamos hablando todo nosotros
- No, ni te preocupes. Si querés irte, andá y después nos encontramos en tu casa
- ¿No te vas a ir con él?
- ¡No! Me voy con vos, quedate.

            Sí quería que Pilar se fuera, pero me sentía tan devastada que sabía que no iba a poder sobrellevar esa noche en soledad, le rogué que se quedara y lo hizo. Pilar, ¡cómo te quiero!
            Cuando volvió Alejandro, fue el turno de Pilar de ir al baño. Nos quedamos solos.
- ¿Cómo estás vos?
- Bien, ¿por qué?
- Sabés a qué me refiero… ¿cómo estás de tu problemita mental?
- No es un problemita mental. Es una elección.
- ¿Elegís morirte de hambre?
- No, elijo vomitar lo que no me hace bien
- No te voy a persuadir, sos lo suficientemente grande para saber lo que está bien y lo que está mal. Hacé lo que quieras.
- Por supuesto.
- Hacé lo que quieras, como siempre.
- Claro.
            Antes de terminar aquel “claro”, Pilar ya estaba sentada a la mesa con nosotros nuevamente. Misión inconclusa: en mi sueño Alejandro me decía “estás mucho más delgada”. En la realidad no me había dicho absolutamente nada (y el jean me quedaba dos talles más grande). Obviamente, no estaba lo suficientemente flaca.
            Sonó su teléfono, atendió y mantuvo una conversación bastante imprudente al lado mío: obviamente hablaba con Romina, su concubina, donde le explicaba que estaba demorado y que no iba a ir a comer. Le dijo que estaba conmigo. ¡Le dijo que estaba conmigo!
            “Es mi esposa, me pregunta por qué no voy a comer”- le explicó a Pilar (que sabía toda la historia de antemano por haberla escuchado de mí más de mil veces). Ella fingió desconocimiento total y allí comenzó el holocausto en mis venas: Alejandro hablaba de Ulises. Contaba que lo iba a buscar al jardín de infantes y que el bebé pensaba que él era su padre.
            “No sabés lo que dulce que es… y lo que me cuesta explicarle que no soy su padre. Pero claro, es lógico, el pendejo no debe entender absolutamente nada”- dijo. “Y no… no es normal  lo que estás haciendo”- pensé yo. Y lo pensé en voz alta porque Alejandro me fulminó con la mirada.
            Decidí que no podía arruinar más aquella velada así que me levanté, lo saludé cordialmente y con Pilar tomamos un taxi. “Cuidate de tu problemita mental”- fue lo último que me dijo y en mí un eco de odio se repitió hasta que pude dormirme aquella noche.
            En el taxi camino a la casa de Pilar en Caballito, lloré desconsoladamente. Quería llegar, quería dormir, necesitaba morirme o dormir para siempre. Pilar estaba desconsolada y no sabía qué hacer, me decía que Alejandro le había parecido simpático pero que no demostraba mucho interés en mí (obviamente Pilar no sabía absolutamente nada de mi período de bulimia).
            Nos paró la policía, es decir, la policía paró el taxi. Yo no podía contener mis lágrimas y la noche no podía terminar peor. El policía obligó al taxista a bajar del auto y me pidió lo mismo a continuación. Me preguntó si me había hecho algo y le dije que no mientras me enjugaba las lágrimas de odio y humillación.
“Problemita mental” repetía todo dentro de mí y me obligaba a seguir llorando. Pilar le explicó al policía, que no me creía, que estaba llorando  porque había reprobado un examen en la universidad. El taxista dijo que nos habíamos subido en nueve de julio e independencia y que yo ya estaba llorando en aquel entonces. Por primera vez deseé que mis lágrimas se trataran de eso: de un examen mal dado, aunque era imposible que aquello sucediera.
            El policía nos pidió los documentos y después de anotar no sé qué cosa en su cuaderno, seguimos viaje. “No sé por qué lloras –dijo el taxista- pero no vale la pena. Solo la muerte es irreparable”. Lo que el taxista no sabía era que mi muerte estaba más cerca de lo que podría haber imaginado cualquiera. Más cerca de lo que podría haber deseado jamás.