Mentiras de mármol
9 de octubre de 2003
Hace
mucho que no hablo con Alejandro. Lo sorprendente es que en vez de sentirme
triste me siento más libre. De pronto veo muy claro y la vida se me hace más
fácil. Entiendo ahora que las trabas me las ponía yo, que no existían
realmente. Me sorprendo queriendo hacer cosas, queriendo estar bien. Cuando
está soy habitante de un pueblo fantasma, rodeada de un paisaje turbio y
seducida por las vías de un tren que me invitan a dormir sobre ellas.
Alejandro
desapareció por dos semanas y fue tiempo suficiente para respirar nuevos aires.
Conocer a Tomás me ayudó bastante a diferenciar nuestros intereses. Que amor,
sexo, amistad y ternura no son lo mismo y que algunos conceptos se rechazan
entre sí, son incompatibles. Hoy busco otro tipo de relación, porque la que yo
anhelo no funciona, al menos por ahora. Pero no me doy por vencida y quiero
seguir luchando por el hombre que amo y no me ama.
Supongo
que este tiempo me lo está concediendo porque le asusta mi estado y no quiere
hacerse cargo del porcentaje de responsabilidad que le corresponde. Donde antes
había enfermedad, pasión y locura ahora hay esperanza y paz. No me doy por
vencida, pero Ale me da un espacio para rever la historia desde otro ángulo,
apartada del mundo. Y me veo destrozada, profundamente herida, enclaustrada
sintiéndome libre pero sabiéndome esclava.
¿Importa
saber cuál es el límite? Yo no lo reconozco, pero mi mente hace un “clic” que
indica peligro: “o paras ahora o el suicidio es inminente”. Y ese clic es orgánico,
yo no lo elijo; lo hace mi cuerpo por instinto (de conservación, claro).
***
Todo
en mí me daba signos de inestabilidad, de odio supremo hacia mí misma. Aunque
estaba en paz, necesitaba algo de acción. Y no quiero decir que busque los
problemas, es algo que yace más allá del límite entre lo moral e inmoral, lo
bueno o destructivo para uno. Va más allá de un límite, de cualquiera de ellos.
Cuando no estaba con Alejandro me sentía en paz, pero en todo caso las plantas
también son pacíficas y libres ¿verdad? Era más bien un vegetal sincronizado
con un horario universitario, que reía más de lo que se le pedía solo por no
preocupar a terceros. Era una maldita planta, un mentiroso y sucio vegetal.
No
me alcanzó con haber tenido que mentir toda mi temprana adolescencia con
Alejandro y nuestros encuentros, sino que parecía hasta a propósito que tuviese
que seguir con esas conductas de preescolar. Claro, él me había enseñado a
mentir como si fuese un arte: me instruyó entusiasta y delicadamente. Casi sin
saberlo, era una perfecta mentirosa. Una maldita mitómana.
14 de octubre de 2003
Créase
o no y en contra de todas las posibilidades, me estoy por encontrar con
Alejandro. ¡No puedo creer lo nerviosa que estoy! Pienso que este va a ser un
encuentro desertado porque va a ser un café, unos pocos minutos y no creo que
más. Me siento fea e hinchada a pesar de que hace varios días que no como nada
(corrección: ayer comí una papa frita). No sé cuáles serán sus expectativas
conmigo hoy, pero las mías son nulas. A su casa no voy a ir, porque vive con
Romina y Ulises, pero al menos quiero verlo unos minutos antes de morirme,
porque me estoy dejando morir. No por dejar de comer, sino porque mi alma es
nula: se me fue.
Estoy
cansada y débil. Por primera vez no tengo ganas de hacer el amor con él (a
menos que antes tome un jugo de naranjas o un café). Mi vida es una balada para un ciego: porque
hay que estar ciego para no darse cuenta de que me estoy haciendo muy mal:
estoy a punto de cometer un crimen en contra de mi alma.
Estoy
loca porque me autodestruyo, el instinto de conservación lo perdí hace años.
Quiero morirme y verlo a Alejandro es la manera más dolorosa de desaparecer. Me
duele todo y estoy débil pero quiero verlo aunque sea por última vez.
Alejandro
ya no ocupa ese lugar exasperante que ocupaba antes, aunque tal vez después de
este encuentro vuelva a dormir su fantasma entre mis sábanas. Por lo pronto, me
propongo hoy desterrarlo de mi vida por lo menos hasta que me mude y viva sola
y sea libre de ingerir la dosis de cianuro que crea necesaria. Incluso puedo
hacerlo pasar como un accidente y que nadie sufra pensando en que me quité la
vida desgarrada por mi desgracia. Nada de dejar cartas delegando culpas. Me
muero yo y todos los demás deben continuar con sus privilegiadas vidas.
***
No
se si es necesario aclararlo pero en aquella época sufría una intolerable
distorsión visual y, en consecuencia, mental. Las actividades que a la gente le
divertían, a mí me resultaban exasperantes y la falta de comida me había vuelto
una persona inescrupulosa y gruñona.
Poco
tiempo después de haber empezado a vomitar y de haber intentado llamar la
atención de Alejandro sin ninguna señal de éxito, me propuse entonces un nuevo
desafío. Siempre siguiendo la línea de lo que creo que es lógico me dije: “si
como y vomito me hago mal, quizás lo mejor sea dejar de comer del todo”. No me
costó demasiado empezar a vivir en un mundo sostenido por las mentiras: ahora
no solo de la mano de mi amor obsesivo, sino también de un hambre compulsivo
que escondía con recelo. Mis trucos eran bastante obvios: cuando en casa era la
hora de la cena, siempre decía que me iba a cenar a la casa de una amiga.
Cuando llegaba allá, comentaba que había cenado en casa. La gente es fácilmente
engañable cuando sos una persona que genera confianza: y eso era yo, la gente
confiaba en mí con los ojos cerrados.
Soy
una mujer espontánea y no dudo en decir la verdad si es que mi vida no depende
de ello: en cuanto a Alejandro y a la comida (casi un tiro por elevación)
tenían mucho que ver con mi vida, debí aprender a ser la peor de las víboras,
la más ondulada, la que poseía el veneno mortal. Si me pisaban, si me mordían,
si intentaban embestirme no iba a dudar en defenderme con el peor de los
ataques jamás vistos.
Dejé
de comer. Y no quiero decir que comía poco: simplemente dejé de comer. Tomaba
agua como si aquello fuese a calentarme el alma o a reactivar mis neuronas: era
la persona más hidratada y descerebrada que había conocido jamás. Y no digo
descerebrada de forma despectiva: quiero decir que cuando estás muriendo de
hambre (y no es una metáfora) el cerebro no funciona correctamente. La sangre
irrigada se destina a los órganos que la necesitan vital y prioritariamente:
como mi corazón tenía que seguir latiendo, la sangre que antes corría en mi
cerebro, ahora se focalizaba en mi corazón, lo cual me dejaba tonta y con
arritmia.
Pensamientos
lentos, visión nublada, respuestas tardías: eso era. La mujer más hermosa que
conocía, pero también la que tenía el peor aliento, la que no podía compartir
ni un desayuno, ni un almuerzo, ni una gaseosa, ni una cena, ni un caramelito
con nadie. Yo era esa y estaba orgullosa de serlo. Es decir, no me arrepiento
de haber sido eso y la mayoría de las noches pienso en mi cama con los ojos
cerrados: ¿dónde estás Cielo? ¿Qué fue de vos? A veces quiero volver, quiero
ser hermosa y tener pocos pensamientos inteligentes, pero de aquella triste
selección salían las mejores ideas. Eran pocas, pero brillantes y casi todas
dirigidas a mi propia destrucción.
Me
odié profundamente toda esa etapa de mi vida y me odio ahora al compararme, al
verme tan lejos (un sentido de responsabilidad me sorprende ahora ¿qué pensarán
mis padres cuando lean esto?). Me odiaba no por mi comportamiento sino porque no
había podido ser así antes: no había podido dejar de comer, no había podido ser
una arpía, no había sabido mentir y afirmar con miradas gélidas que “estaba
bien” y que “no necesitaba ayuda” antes. Ahora podía dejar de comer, podía
mentir sin límites, podía manipular a la gente y manipular verdades hasta
convertirlas en mentiras de mármol, costosas pero irrompibles.
Mi
imagen personal estaba cambiando asimismo estaba cambiando lo que transmitía al
resto de los mortales (porque en el fondo yo sabía de mi mortalidad). Cielo
dulce y espontánea estaba muriendo y en cambio una escultura de hielo daba
directivas y mutaba de escultura a rama caduca de un ex árbol frondoso. Me
estaba consumiendo, lo sabía y no podía dejar de disfrutarlo. Si no me amaba
entonces iba a morirme: y me iba a morir hermosa, inteligente y con el cuerpo
perfecto. La perfección era mi fin y en mi enfermedad la entendía como
alcanzable; cada kilo menos era un paso más hacia mi ansiada meta. Cada kilo de
más un recordatorio del cerdo que había sido todos esos años, del odio hacia mi
misma: de la repugnancia.
Seguí
concurriendo a la universidad y de pronto me volví más exigente que nunca:
necesitaba ser la mejor aunque lejos estaba de serlo (la falta de comida
provocaba que me quedase dormida en cualquier lado). Mis amigas empezaron a
sospechar cuando reiteradamente les decía que había comido “¡muchísimo!” y que
estaba satisfecha cuando al mismo tiempo estaba blanca como una nube y lucía
ojeras del color del carbón. Cuando uno es anoréxico piensa que es inteligente
y que los demás son todos tontos, o despistados, o que no se interesan por uno
y por eso se presupone que cualquier tonta excusa es válida.
Lo que uno no sabe
es que los diagnósticos están hechos porque hay comportamientos que se repiten,
porque la enfermedad no es única (aunque creas que como te tocó a vos no le va
a tocar a nadie). Son comportamientos seriados, no le pasa a cientos de chicos
y chicas, les pasa a miles en todo el mundo. De todas maneras te sabés (sí,
¡¡sabés!!) la persona más inteligente jamás nacida y con tanto ego como para
darle clases de filosofía a Sartre. Así me sentía, así lo recuerdo.
Las
cosas en casa estaban más que muy complicadas (ahí lo tienen, Alejandro de
nuevo) y aún no sabían ni el cinco por ciento de lo que me estaba ocurriendo.
Mamá siempre fue muy perceptiva conmigo y entiendo que quizás percibió algo
fuera de lo normal en mis comportamientos (sobretodo por mi personalidad
irritable en niveles insospechados). Mi relación con mi familia estaba volviéndose
nula y superficial: nunca sabían si yo estaba triste o contenta o con hambre o
molesta o si lo había visto a Alejandro. Simplemente les decía que tenía mucho
para estudiar o que prefería quedarme a dormir en la casa de alguna de mis
amigas. Pronto las peleas con Mamá se fueron dando menos espaciadamente y llegó
un momento donde decidí que quería morirme, que no iba a soportar sus planteos
(no porque no quisiera sino porque seriamente NO podía soportarlos). Yo estaba
demasiado sensible y débil como para cruzar dos palabras inteligentes sin
agresiones, así que la mayoría de las veces terminábamos llorando las dos o yo
llorando y mamá gritándome: “¡en esta casa no se puede vivir!” o Mamá llorando
y yo regodeándome en mi demencia.
Era
el infierno. No es una metáfora, nuevamente: estoy hablando en serio. Era peor
que estar muerta, deseaba con todas mis ganas (con las pocas que me quedaban,
al menos) estar muerta, enterrada, para siempre. ¿Por qué estaba todo tan mal?
Aun les ocultaba que lo veía a Alejandro y que había dejado de comer y que
lloraba todas las noches y que me quería morir.
Por
aquella época Papá tuvo un infarto y seriamente no pude dejar de sentirme
culpable. Y si en algún momento hubo alguna chance de no hacerlo, Mamá se
encargó de recordármelo a cada hora, a cada minuto, en cada oportunidad. Jamás
me dijo: “Papá tuvo un infarto por tu culpa”, pero sus resoplos y sus frase al
mejor estilo: “en esta casa no se puede vivir, ¿por qué no nos morimos todos?”
y los clásicos “me estás matando” eran prácticamente lo mismo que echarme en
cara la posible muerte de mi padre.
Todo
salió bien: la obra social cubrió todos los gastos de lo que fue una operación
exitosa; pero el infarto de papá nunca dejó de ser un recordatorio para mí (no
debía excederme, me recordaba los límites y lo cerca que había estado de la
muerte). A partir del infarto de mi papá, las cosas cambiaron diametralmente:
la universidad ya no me importaba tanto y no estaba dispuesta a seguir
abandonada por Alejandro; no podía soportarlo. La noche en que internaron a
Papá hice un solo llamado, escondida como una rata en una sala de espera: lo
llamé a él. Me dijo que contara con él para cualquier cosa que necesite (sí,
claro) y que lo mantuviese al tanto acerca de la salud de mi viejo. Muy bien,
era todo lo que necesitaba oír, ahora podía dormir tranquila. Alejandro siempre
me salvó de los momentos de zozobra y ansiedad: dos minutos al teléfono y me
siento capaz de seguir viviendo.
El
infarto de Papá nos ayudó a tomar consciencia del ambiente que se respiraba en
nuestra casa, que pronto pasé a llamar “la casa de mis viejos”. Sentía que
viviendo ahí iba a deberles la vida todos los días. Empecé a pensar en la
posibilidad de alquilar un departamento en capital el año siguiente. Lo
conversé con mis padres que de buenas a primeras gritaron rotundos NO. Sabía
que podía convencerlos: es decir, si les mentía todos los días acerca de la
comida y todavía no se habían percatado, más fácil iba a resultarme persuadirlos
de que vivir cerca de la universidad era mejor para mí y para sus bolsillos.
Lo
cierto es que de lo único que quería estar cerca era de Alejandro, ese era uno
de los motivos por el cual necesitaba imperiosamente vivir sola. El otro
motivo, quizás tan fuerte como el primero, era que quería morirme de hambre
(había decidido morirme de hambre) y viviendo sola nadie iba a controlar
cuántas calorías ingería por día. Era un plan perfecto, destinado a fracasar,
claro. Pero como dije antes: cuando sos Cielo y anoréxica y caprichosa, nada
parece tan imposible y estás dispuesta a cualquier cosa y repito: cualquier
cosa para lograr tu cometido.
Pronto
la anorexia se había convertido en un culto para mí. Decidí meterme en Internet
a buscar información acerca del monstruo que estaba consumiéndome, que en aquel
momento más parecía una princesa esquelética pero hermosa y dispuesta a hacerme
perfecta.
Ana,
así le llamaban las anoréxicas a su diosa; y Ana se convirtió en pocas semanas
en el objeto de mi devoción. Puede decirse que tuve dos amores obsesivos:
Alejandro y Ana. Con la diferencia de que no estaba dispuesta a dejar a Ana si
Alejandro me lo pedía, pero sí viceversa.
Me
convertí en una comedora compulsiva de libros: era lo único que masticaba y de
lo que me alimentaba. Estaba hambrienta de información: recorrí librerías
buscando libros insólitos que figuraban en Internet pero que no parecían estar
en ninguna librería argentina. Pronto tenía la casilla de emails repleta de
mensajes de otras chicas anoréxicas intercambiándonos consejos y brindándonos
apoyo en nuestro progresivo camino a la muerte (a quien confundíamos con
“perfección”).
Una
vez que hube recolectado lo que yo suponía era una cantidad generosa de
información, decidí ocupar mi tiempo libre construyendo una página web con toda
la información que me hubiera gustado encontrar fácilmente y que me había
costado. Era un portal al que cualquier persona podía acceder, pero que solo
quienes sufrían o elegían o disfrutaban de un trastorno de la alimentación
podían entender. Y digo sufrían o elegían o buscaban, porque había personas tan
diferentes allí dentro que era fácil perderse en los consejos vanos.
Estaban
aquellas que querían ser anoréxicas y visitaban mi página para recoger
consejos, otras que me adoraban como si fuera yo ANA en persona y muchas otras
que simplemente estaban de acuerdo con lo que escribía y me apoyaban y
agradecían la información y la contención. Me había convertido en un líder de
opinión y recibía decenas de emails por día: había creado una nueva
personalidad que dejaba a Clara14 y a Cielo en un costado oscuro y polvoriento.
Había nacido Lágrima, un gurú anoréxico que intentaba no ahogarse en su
desdicha y predicaba al mundo que la anorexia no era un desorden alimentario
sino un estilo de vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
comentarios principescoz