Adicta
Turn and run
Nothing can stop them
Around every river and canal
their power is growing.
(The return of the Giant Hogweed,
Genesis).
Volvió. Él volvió… o volví yo. No iba a
terminar, sabía que no iba a terminar. Soy enfermizamente débil. Después de
diez meses otra vez Alejandro. Como en la canción de Génesis[1] el
gigante volvió y enredó al mundo con sus hojas violentas, con sus palabras
dolorosas, con sus actitudes hirientes.
Su
comportamiento no cambió, simplemente se le ocurrió volver, quién sabe por qué
razón. Yo, siempre dispuesta a recibirlo, no me quejé. Ahora nuestro sexo era
salvaje, casi siempre con alcohol de por medio y dulce violencia. Quería eso:
ser maltratada específicamente. Alejandro, el Gran Orador, siempre fue amante
de la persuasión, de la ironía, de los dobles sentidos (y fue en todo caso mi
mejor mentor). Me había maltratado durante años y hacía de ese maltrato algo
casi imperceptible. Ahora necesitaba que esa violencia invisible mutara en
cachetazos, en nalgadas, en palabras vulgares y violentas. Necesitaba escuchar:
“puta, te voy a coger toda”. Necesitaba que me pegue, necesitaba. Y Alejandro
me daba. Dar y recibir. Mi droga, otra vez. Otra vez adicta.
Si
embargo las cosas estaban cambiando. Alejandro ya no estaba con Marina. ¿En qué
cambiaba eso las cosas? En nada. Obviamente siempre albergué en mi cabeza la
esperanza de que se pelease con Marina y volviese conmigo, pero la estúpida
nunca se dio cuenta de que su novio la engañaba a horarios desubicados entonces
simplemente tardó demasiado en separase de él. Y digo demasiado porque después
de Ursula, todo el amor que le tenía Alejandro se convirtió en un rifle de
rencor comprimido y yo en una guerrillera capaz de cualquier cosa, incluso de
matar. Matarme, claro, jamás le hubiera hecho daño a él.
Ursula
había dejado en mí el vestigio de un futuro prometedor pero al fin ilusorio:
donde los alejandros eran padres y los cielos hermosas madres, y las ursulas se
paseaban con trenzas doradas por el jardín lleno de rosas de nuestra casa.
Rosas.
Es típico que los novios regalen rosas a las novias. Para mí no es típico sino
irónico, es decir: nunca me regalen rosas. Cuando tenía nueve meses y estaba
aprendiendo a caminar, mamá me llevaba de la mano alrededor del que era mi
jardín en ese entonces (y que lo fue hasta los catorce años). Empecé a dar unos
primeros pasos y Mami me soltó, me dio libertad. No hice más de cuatro pasos
antes de caer sobre una planta de rosas. Y cuando digo rosas digo espinas, y
cuando digo espinas digo que una planta se me metió en la boca (nueve meses de
vida, por dios) y me rompió los labios. Además, las espinas del rosedal se
encargaron de dibujarme un siete en la garganta. Me estaba desangrando. Mamá me
tomó entre sus brazos (yo en su lugar me hubiera quedado mirando como me
desangraba, en todo caso me hubiera ahorrado todas las tragedias que me
ocurrieron 20 años después) y corrió a la calle con el bebé en brazos empapado
en sangre. Nadie paraba (¿Cómo podés no parar cuando ves a una mujer bordó con
un bebé bordó en brazos y a su alrededor una laguna bordó? Podes, pasó). Nos
recogieron, a Mamá y a mí y nos llevaron a un hospital. Cirugía, por supuesto:
reconstrucción de garganta, de paladar, de no sé qué otra cosa. Todavía me miro
al espejo y veo las cicatrices casi imperceptibles para quienes no conocen mi
historia, pero visibles para mí, que es más que suficiente.
Rosas
no, supongo que quedó claro. Pero por Ursula me hubiera tragado miles de
rosedales (por Alejandro solo un par, de hecho: le haría tragar algunos a él).
No iba a volver a ser lo mismo porque estaba decepcionada, el hombre no me
quería, no me respetaba y aún así lo necesitaba para existir, la abstinencia me
dejaba sin aliento, me ahogaba en una pileta de rosas. Sus palabras, sus
mentiras, eran como espinas clavadas deliberadamente en mi cuerpo: las
necesitaba allí, si alguien las sacaba me iba a desangrar con seguridad. Si
sacaban la espina me moría, las necesitaba, necesitaba esas mentiras, necesito
verlo.
En
septiembre de 2003 me dijo que se estaba mudando. Había alquilado una casa en
Monte Grande, lo cual era bueno y malo: era bueno porque no lo iba a ver tanto
y era malo por la misma razón. ¡Trágico! ¡Se estaba alejando! Pero la verdadera
noticia caliente del día no fue esa sino: “No me mudo solo. Es una casa enorme.
Me mudo con Romina”. Ahora sí, elimínenme, desháganse de lo que queda de mí,
transfórmenlo en pochochos y dénselos a Alejandro para cuando vaya al cine a
ver una de terror. “Está todo bien, con Romina no pasa nada, es una amiga de
toda la vida”.
Ya
lo creo. Alejandro estuvo enamorado solo una vez (y supongo que porque era
adolescente y dejó sus instintos correr, porque toda su post adolescencia la
pasó en la universidad del freezer, perfeccionándose en el arte del
congelamiento humano) y esta mujer que había logrado tal hazaña era la hermana
de Romina, la que se estaba mudando con él. Pero, lean bien, no termina acá.
Son hermanas gemelas. Es decir: no hay diferencias físicas entre Romina y su
hermana ex novia de Alejandro. Y supongo que tampoco hay diferencias en la
forma de hablar, ni en los gestos, ni en cómo piensan porque básicamente todos
los miembros de una familia se copian unos a otros en estilo, timbre y tono y
bla bla bla… ¡era desesperante!
Es
decir, si yo me mudase con un Alejandro gemelo, con un clon o un hermano
desaparecido, me moriría. Cada vez que lo viese me recordaría a Alejandro,
sobretodo cuando no hay diferencias físicas entre los hermanos. Era imposible
soportar la noticia, imposible. Pero era un nuevo desafío y en mi vida siempre
fueron más que bienvenidos.
Así
que Alejandro estaba reviviendo su enamoramiento con Romina y para colmo de
todos los males estaba Ulises (¿tenía que parecerse tanto a la imagen mental
que yo tengo de Ursula?) el hijo de tres o cuatro años de Romina (que había
tenido ese hijo muy joven y no se llevaba bien con el padre de su hijo: que a
la vez es el mejor amigo de Alejandro). Hay cosas que no voy a entender jamás.
Es como si yo me hubiese mudado con el hermano gemelo de Alejandro, que a su
vez tuvo un hijo con mi mejor amiga Pilar. ¿Cómo se sentiría Pilar si yo viviese
con su ex marido, gemelo de Alejandro, y estuviera criando a su hijo? No, no,
no. No tiene lógica, no tiene coherencia: siempre esperé cosas sorprendentes
referidas a él pero esto era más de lo que podía asimilar.
Eso
me gusta de él: nunca deja de sorprenderme. Siempre hay nuevas historias. No me
sorprendería que algún día me dijera tranquilamente que está pensando en ser
presidente de la nación o que va a postularse como candidato a ganar un reality
show o el mundial de fútbol. Me divierte, me alucina, me hace pensar en la
versatilidad de las personas. Me deja pensando, odiando, amando.
Así
que Romina, Alejandro y Ulises iban a ser una hermosa familia feliz. Ahora sí
iba a terminarse todo. Es decir ¡incompatibilidad de caracteres! Seguir viéndonos
era ridículo: yo no podía ir a esa casa y verlo jugar al jardín de infantes, o
al padre preocupado o al amante misterioso con una esposa que no es suya y un hijo
que no le pertenece. No podía.
Sí
podía y de hecho, no tardé en hacerlo. Pensé que Alejandro jamás me llevaría a
esa casa, que no solamente quedaba lejos sino que ni siquiera era solo suya.
Otra vez estaba equivocada, como siempre en lo que respecta a él. Pasan los
años y sigo pensando que lo conozco y estoy quizás más desorientada que antes.
¿Dónde quedó ese chico de veintitrés años que me trataba como a una muñeca y me
contaba cuentos? Yo quiero que me cuentes cuentos. Quiero un cuento de conejos
y arco iris.
24 de junio de 2003
Alejandro
me dijo algo que me dejó pensando. “Vos no vivis la vida, sufris la vida. Tenés
que disfrutar un poco más y no sufrir tanto”. Quizás tenga razón. No puedo
tomarme la vida menos en serio, como me dijo un médico. “Cielo, tenés que
tomarte la vida menos en serio”- contestó cuando le pregunté por qué tenía
semejante dolor de cabeza y estómago. Somatizo, es lo que hago para defenderme.
Me enojo con mi cuerpo y él es mi estatuilla de arena moldeable para hacer lo
que sienta en el momento que quiera. Pobre de mi cuerpo. Pobre de mí.
2
de julio de 2003
Alejandro
no aparece. Le dejé un mensaje en el contestador pero no me devolvió la
llamada. No sé qué quiere decir esto, así que lo voy a llamar cuando se me
antoje.
13 de agosto de 2003
Estoy
completamente enamorada de Alejandro. Tal vez hoy más que antes porque la
obsesión se fue y ahora puedo conocerlo realmente. Ayer no solo se trató de
sexo: tuvimos una conversación acerca de su futura mudanza y de sus ganas de
dejar de pasar las tardes solo. También hablamos de otras cosas que no vienen
al caso, sin siquiera insinuar comportamientos sexuales. ¡Tengo tantas
expectativas con este hombre!
Imaginen
mi paranoia cuando me desperté y no estaba al lado mío. Grité “¡Ale!” lo más
fuerte que pude “¡¿Dónde estás?!”. Salió del baño y me miró extrañado: “estaba bañándome”-
dijo tranquilamente. ¡Lo amo muchísimo! ¡Mucho! Si va a mar del plata va a ser
el mejor viaje de mi vida.
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