Empecemos por el principio (que maldita obviedad)
Uff… que difícil empezar a escribir un libro. Bueno,
tendría que presentarme. Antes de decirles mi nombre les voy a decir quién soy.
O quién no soy mejor: no soy normal. No soy una mujer a quien las cosas le
fueron difíciles en la vida, nunca me tocó sufrir problemas de dinero, ni
problemas de divorcios de padres, ni problemas escolares, digamos que siempre
tuve una vida lo suficientemente calma como para aburrirme hasta límites
insospechados. Lo cual no quiere decir que haya tenido una vida perfecta: muy
por el contrario: creo que tanto aburrimiento y tanto “no pasa naranja” me
llevaron a angustiarme por la nada misma. Bueno, tendría que tener un par de
charlas más con Néstor[1]
que es quien verdaderamente sabe de qué color es el repollo.
El tema es que en vez de jugar a las Barbies yo leía
cuentos. Infantiles y no tanto. Recuerdo tomar los libros que mis padres
dejaban olvidados encima de mesas o pianos. Pero por sobre todas las cosas: no
tenía amigas. Literalmente y no estoy exagerando, no tenía una puta amiga.
Siempre fui demasiado buena, creo que ese fue mi problema. Lo que decían de mí
me afectaba absolutamente demasiado y, seamos sinceros, los comentarios de los
infantes pueden ser muy destructivos. Sobretodo si tenés doce años y pesas 64
kilos.
Sí. 64 kilos. Medía poco más que un ficus enano y ya pesaba
más que mi viejo. Era escandalosamente gorda. Abominable. Bueno, no tanto, pero
esa imagen pensaba YO que los DEMÁS tenían de mí. Hasta hace poco creí que mi
imagen personal era buena, que mi autoestima era elevada y reposaba en límites
correctos o esperados. Pero después me di cuenta de que no era que no tenía
amigas porque era gorda: sino que era gorda porque no tenía amigas. Espero que
se entienda. Es decir, no me gusta explicar mucho todo. Soy más de tirar y
esperar a que se entienda, pero como recién estamos empezando, prefiero
explicar, solo por las dudas. En realidad yo no me veía mal, pero sí me sentía
mal entonces todo lo que hacía era COMER. Mis compañeras del colegio jugaban a
la soga y yo comía, mis compañeros jugaban fútbol y yo comía, ellos eran
perfectos alumnos y yo comía. Mientras ellos juntaban flores yo me enamoraba
estúpidamente de Federico Rodríguez, un compañerito con anteojos que nunca me
iba a dar bola. Simplemente porque pesaba 64kgs y seriamente: porque era rara.
Y sí. Era la preferida de los profesores, nunca faltaba a clases, me pasaba los
recreos caminando sola por el colegio sin emitir palabra y tocaba piano como
los dioses.
Una nena que creció leyendo Bécquer mientras sus compañeras
jugaban a ver quién se pintaba los labios del color más lindo, no es normal. Y
nunca invité a una amiga a mi casa, nunca, nunca, nunca. Nunca me llamaron por
teléfono (quizás de ahí mi quasi- fobia telefónica). Pero no exagero. Creo que
ni yo me sabía mi teléfono de memoria. Bueno, era rara, simplemente, atrozmente
rara. No solamente porque no tenía los mismos hábitos que todas las demás sino
que era bastante acomplejada gracias a mis viejos y compañeritos del colegio.
Dos
ejemplos rapidísimos:
Verónica. ¡Cómo olvidarte! En algún momento pensé que era mi amiga. Resultó ser
una imbécil, como todas las demás. Y además, protagonista de uno de los peores
recuerdos del maldito primero colegio al que fui. Ella delgada y morena. Yo
cuasi obesa y blanca como los dientes de mi gato. Una profesora pidió a alguno
de los alumnos que le alcanzase por favor la guitarra que estaba detrás de un
mostrador de madera. Para acceder a la guitarra había que pasar por un estrecho
(bueno, no tan estrecho) espacio entre pared y mostrador. Yo, voluntariosa y
alumna predilecta, me levanté para alcanzar la guitarra y sucedió lo obvio. No
pasé. Era un tanque, admitámoslo. Verónica, morocha, graciosa, con una sonrisa
resplandeciente y delgada como una arruga se acercó dando saltitos al cántico
de: “yo voy a Slim, voy a Slim, yo voy a Slim, voy a Slim”.
¿Qué más puedo agregar? Slim es una empresa de farsantes
que dicen que te hacen adelgazar con geles y masajes extraterrestres y Verónica
es una pelotuda por cantar esa canción con una chica obesa al lado. Y alcanzó
la guitarra. Y yo me puse colorada. Y a llorar, supongo. Invento, porque no me
acuerdo. Es imposible, si me acordara de todas las humillaciones por las que
pasé no tendría que estar viva en este momento. Bueno, como si no hubiera
intentado auto-eliminarme.
Enrique. Esta es la peor. Todavía no les conté pero me cambié de colegio
cuatro veces. Verónica y Enrique pertenecen a mi primer colegio. Yo ya me había
cambiado al segundo colegio pero como mis primas seguían yendo al primero,
decidí pasar a visitar. Sobretodo porque después de intentar convencerme para
que no me cambien las maestras no tuvieron mejor idea que pedirme que las fuera
a visitar. Entonces fui al maldito Pedagógico y sentí el olor de la
humillación. Estaba más gorda que nunca. Me habían crecido unos pechitos de
grasa que eran bastante desagradables. Era verano pero tenía vergüenza de
mostrar mi cuerpo entonces tenía una remera de mangas largas. Todavía no usaba
corpiño así que mis tetitas eran absolutamente antiestéticas. Me sofocaba el
calor. No miento, me sofocaba. Entré sigilosamente al aula y no había nadie.
Fui al patio y los vi a los chicos jugando al fútbol: sorpresivamente estaban
acompañados de las chicas. En mi cabeza y hasta ese momento siempre había sido
muy femenina, o al menos creía que lo era. No se me cruzaba por la cabeza la
idea de jugar al fútbol, eso es cosa de hombres. Me invitaron a jugar y me
negué (otra vez excluida). Me quedé sentada cortando pastito del patio del
colegio; y digo patio para no tener que explicar que eran varias hectáreas de
hermoso parquizado, lleno de árboles, pinos y demás. Después todos se fueron a trepar árboles: peligro.
No sé trepar árboles. Es decir, sí sé, pero nunca me animaba. Tenía la estúpida
idea de que el árbol no iba a poder soportar mi peso. Y de hecho... sentía que
las ramas se derretían debajo de mí. Es por eso que otra vez, mientras todos
los demás subían a los árboles y jugaban a ver quién llegaba más alto, yo
quedaba excluida. Abajo. Con las hormigas. Y los seres humanos arriba. Y yo
abajo.
El tema es que después se cansaron de los árboles y
caminamos todos juntos por entre los árboles arrancando hojitas y pastos y
buscando flores de sapo (así les llamábamos a las amarillas chiquitas q
apestan). Me sentía bien. Todos estábamos abajo. Cuando de repente Enrique no
tuvo mejor idea que hacer un comentario filoso. ¿Ya les dije que me gustaba
Enrique? Por eso cuando me miró y abrió la boca mi corazón se empezó a mover
con más ganas (además de que estaba caminando a una velocidad considerable para
mis 64 kgs. de grasa). Enrique me miró y me dijo: “Y pensar que cuando éramos
chicos eras la más linda. Eras hermosa”. Yo me sonrojé y dije bajito “gracias”.
Entonces Enrique prosiguió: “¿Cómo cambia la gente, no?”.
Mi mundo se disolvió. Esperé unos cuantos minutos antes de
ponerme a llorar. Esperé estar sola, claro. Quizás si alguna vez después de
este libro me cruzo de nuevo con Enrique o Verónica o alguno de los otros, me
digan que no recuerdan para nada estas anécdotas. Así es el ser humano:
subjetivo y con memoria selectiva. No recuerdo mucho acerca de ese colegio ni
de sus integrantes; pero cuando mucho después me preguntaban por qué era
anoréxica y no me creían que había sido gorda, yo pensaba para mis adentros:
“ja... pregúntenle a Verónica o a Enrique”.
Y siguiendo con mis traumas, recuerdo a mis viejos. No es
que nunca me hayan apoyado, nada que ver. Siempre dispuestos a ayudarme y
cumplirme los caprichos. Soy la perfecta caracterización de la hija única de
padres de clase media-alta argentina con descendencia italiana y española.
Bueno, hija única fui hasta los 5 años cuando se le ocurrió nacer a mi hermano.
En fin, la cosa es que nunca dejé de ser hija única, no porque mis hermanos no
existieran sino porque yo tengo siempre diferentes necesidades. Me llevo 5 años
con mi hermano y 6 con mi hermana, es decir: nuestras necesidades son
diferentes.
Escena 3. noche. Comedor diario.
Sentados a la mesa mis viejos, mis hermanitos y yo. 13 años
tenía en ese entonces. Seguía pesando 64, claro.
“dejá la mayonesa”- dijo papá
“¿por qué?”- pregunté inocentemente.
“porque engorda mucho”- me dijo.
En aquel momento mi mente infantil no me dejó leer entre
líneas pero el episodio fue lo suficientemente perturbador para que 9 años
después lo siga recordando. Mi papá me estaba diciendo que estaba gorda, pero
como siempre en mi casa: las cosas no se dicen directamente. No sabemos decir
las cosas directamente, es decir: adentro de mi casa. Porque afuera cada uno
tiene una personalidad completamente diferente. De todas maneras, no quiero
irme por las ramas porque es lo que siempre hago y voy a terminar el capítulo
hablando de lo mucho que me gusta hablar en inglés o andar a caballo, en caso
de que me gustase. De hecho, me gusta. Pero es otro tema.
Vuelvo con mis viejos. No, mejor hago un capítulo aparte de
aquello. Aquella noche no dejé la mayonesa pero tampoco dejé de pensar en la
cara de mi mamá mirando comer mayonesa casi son asco y arcadas y en por qué
ella siempre, siempre, siempre comía ensalada. Lo que nunca me cuestioné era
por qué ella era esquelética y yo obesa. No lo tenía en cuenta, yo estaba bien.
El tema es que mis viejos me tiraban abajo. Me decían qué tenía que comer y qué
no. Se empezaron a preocupar por mi aspecto físico pero jamás se preocuparon
porque yo no tenía amigas o porque leía demasiado o porque no recibía llamadas
telefónicas ni quería festejar mis cumpleaños. Esas cosas parecían no
interesarles y se escudaban bajo la oración: “es que es una nena especial”.
Especial. Eso fui siempre, o al menos eso escuchaba que se
hablaba de mí. Eso me hicieron creer, o eso querían que yo escuchara, o eso
querían que los DEMÁS escucharan.
Especial. Entonces me hacían tomar clases de piano. A los 5
años mi abuela (mamá de mi mamá y concertista) me empezó a llevar a sus clases
de piano y poco después empecé a tomar clases. No es por ser vanidosa pero era
muy buena. Aprendía las notas de memoria, tanto que nunca tuve que aprender a
leerlas en un pentagrama (algo que más tarde me costó caro cuando quise retomar
el tema del piano). Así me podía aprender sonatas, sonatinas, o conciertos
enteros de memoria. Me cansé de escuchar que tenía un oído increíble y que si
me dedicaba a eso iba a llegar muy lejos. De hecho, sí. A los doce o trece años
di un concierto donde toqué algo de Chopin, Bach o el boludo de turno. Tengo
esa parte de mi vida tan borrada que dar detalles sería mentir burdamente. Lo
cierto es que tengo el folleto de mi concierto en algún lugar de mi placard y
también es cierto que estoy demasiado cómoda en este momento como para ir a
buscarlo. Si estuviera la empleada doméstica le pediría que lo busque por mí.
Aunque no estoy segura de que sepa lo que es un folleto de esta índole. Además
es una metiche y me va a preguntar para qué lo necesito y me va a preguntar por
qué ya no toco piano y no suelo darle explicaciones a la gente. Así que mejor
no le pido nada. Aunque ni siquiera está, pero si estuviera acá tampoco le
pediría algo. De todas maneras es un dato estúpido. ¿Qué importa?
No solamente era una excelente alumna de piano, sino que
era el orgullo de mi familia. Mis hermanos eran todavía demasiado chicos como
para tocar un instrumento (y a decir verdad, nunca les exigieron demasiado) así
que yo era el tentempié de la casa. Siempre que venía algún invitado me pedían
que toque una invención de Bach o alguna sonata, lo cual no me gustaba ni un
poco, pero lo hacía. Me querían porque tocaba piano, estaba bien, tenía que
hacerlo. Y ahora bien, si mi memoria no me traiciona lo que tocaba hasta el
cansancio era Bertini, Heller, Cimovosa, Czerny y más tarde Chopin y Piazolla.
Además de piano me mandaron a tomar clases de tenis. Ahora
deduzco que querían hacerme bajar toda la grasa. Así que tomé clases durante
mucho tiempo y era buena. ¿Ven? Eso es lo que siempre me molestó: ser buena en
todo lo que quería hacer, o mejor: en lo que me mandaban hacer. Porque si
apestaba quizás me dejaban dejar de hacerlo pero era muy buena en todo.
Mis habilidades eran muchísimas: danzas, bailes de todos
tipos, tenis, piano, natación, inglés. A los nueve años empecé a estudiar
inglés y poco más tarde a nadar en un club. Era excelente en inglés y mucho más
buena en natación. Pronto empecé a competir en torneos y gané todas las
competencias. Excepto una. Y me acuerdo que mi “rival” era una chica mucho más
grande que yo. No estaban bien definidas las categorías, no había forma de que
le ganase a ese delfín de dos metros de altura. Perdí y no volví a nadar en
ningún torneo.
Sí, tengo miedo al fracaso. Por eso odio los exámenes y
odio que mucha gente lea este libro y pueda criticarme. Pero con el tiempo y
con los retos de mi vida me di cuenta de que lo que piensa la gente no me
interesa, o que al menos puedo fingir que no me interesa y puedo hacer que la
gente crea que soy autosuficiente. Lo cierto es que me interesa por demás de la
línea de lo normal o esperado. Sí, claro. Siempre excediendo esa línea. Esa soy
yo: Cielo, la que excede los límites de lo normal. Pocas veces para bien.
u.u! Gracias por subir el capitulo
ResponderEliminarDios te ama y quiere bendecir tu vida!
Solo es tu decición, gracias