miércoles, 18 de enero de 2012

abzurdah (capitulo 8)


Un clavo oxida otro clavo

¿Nunca sintieron que no tenían ganas de nada? Ni de levantarse, ni de comer, ni de hablar por teléfono, ni de saludar a tu familia, ni de hacer cosas que les den placer. Así me sentía yo. Después de la traición de Agustina y haber tomado consciencia de que mi tristeza no me iba a dejar transitar tranquila el camino de la adolescencia, me volqué exclusivamente a Internet. Decidi que era la unica cosa que iba a hacer. Así, empecé a conocer gente en el chat.
Aunque tenía Internet desde el 98 no le presté demasiada atención hasta mediados de 1999. Para ese entonces el MSN era básicamente cosa del futuro Spilbergriano, quiero decir, no se usaba demasiado. En cambio, teníamos el ICQ (un programita al estilo msn pero más arcaico y con sonidos que generaban graves dolores de cabeza en su uso prolongado) y el mIRC. Este último, utilizaba el sistema IRC para conectarse con personas en distintos servidores. DALnet, así se llamaba el servidor donde entraba yo todas las noches a hablar con desconocidos.
Es gracioso lo del mIRC y el fenómeno de Internet en general. Muchas veces uno llega a conocer mucho más, o quizás a creer que conoce mejor, a un cyber- amigo que a sus propios familiares o amigos. Es cierto. Empezas a conocer los horarios del otro: cuándo se conecta, qué páginas visita, con quiénes está hablando, con qué contactos se lleva mejor, cuánto tiempo está conectado, si lo hace desde el trabajo o desde una computadora en su casa. Se puede saber mucho de alguien navegando por la red. Tanto que es hasta peligroso. Pero no me voy a poner a hablar ahora de las bondades y peligros de la net porque no me corresponde, porque me aburre y porque es por demás un tema sabido. Pero permítanme contarles una historia, que no es sabida, ni aburrida, ni conocida. La historia de una transformación feroz: de la muñeca de porcelana que se estropeo contra el asfalto. Una historia de inconvenientes y de las ganas de morir; del hambre, del miedo y una moraleja jamás escrita, una experiencia aún no procesada. Necesito escribir esto. Lean.

Clara14, ese era mi nombre en la red. Clara porque nunca me había gustado “Cielo” (y porque todas las mujeres desagradables se ponían ese nickname) y catorce porque tenía esa edad. Empecé a entrar en #argentina, un canal donde todas las noches me encontraba con la misma gente. Amigas no tenía, eso es sabido, entonces decidí que mis nuevos amigos serían cyber: no podían dañarme. Al final y al cabo siempre juzgué a las personas por cómo escriben: si tienen faltas de ortografía, si usan las palabras adecuadas, si saben utilizar los puntos, las comas y bla bla. Toda la vida me fijé en eso: no quiero sonar exquisita, pero en el chat, cuando un desconocido me escribía cosas como: “ola bellesa” obtenía su pase gratuito a mi lista de ignorados. Sigo siendo así pero en menor medida: conocí muchísima gente buena y que quiero mucho que escriben con muchas faltas de ortografía. En aquel momento una buena escritura era condición única para hablar conmigo, sino podían cerrar la ventana y hablar con otra persona. Lo cierto es que había muchísimas bestias dando vueltas en la red, en DALnet y en #argentina, así que no fue muy difícil distinguir al único ser inteligente de la red: Hogweed.

No sé ni cómo empezar a hablar de él. Supongo que tengo que pensar primero en Maquiavelo. ¿Leyeron El Príncipe? Supongo que Hogweed podría escribir una versión aggiornada del principe. ¿Alguna vez amaron y odiaron profundamente a alguien? Bueno, es hora de contarles mi historia algo lúgubre y con el peor error de las historias: con final abierto. Si aún después de esta descripción quieren adentrarse en este laberinto de musgo, bienvenidos sean. He aquí mi historia, una vez más.
Alejandro. Así se llama. Clara14 y Hogweed se conocieron por casualidad a fines de 1998 en #argentina. Cuando lo conocí estaba sumergida en el mar de Cocol, en esa tristeza desequilibrada que me presionaba las sienes hasta el cansancio, esa moribunda sensación que parecía no terminar: una vez más, un clavo sacó a otro clavo… en realidad esta vez un clavo oxidó al otro. Cocol al lado de Alejandro podría haber sido Robin Hood o madre teresa de Florencio Varela. Quiero decir, en comparación con Alejandro, Sadam Hussein merece el novel de la paz.
Cuando lo conocí faltaban pocos meses para mi cumpleaños número quince, mientras que él tenía 9 años más que yo. Nunca había pensado antes el problema legal del que podría haber sido víctima Alejandro en caso de que mi familia hubiese querido. Tampoco tengo ganas ni tiempo de pensar en eso ahora. Cuando uno piensa que la muerte se avecina, hace este tipo de cosas (escribir memorias, por ejemplo) en un intento desesperado por dejar su huella en un mundo donde nunca hizo la diferencia. ¿Por qué una vez muertos tendrían que resonar nuestros nombres cuando mientras vivos siempre fuimos ignotos? Sólo Dios sabe. Ja, dios. Apuesto a que él, si existiera, tampoco sabría nada. Y no hubiera podido anticipar el horror prometido de Alejandro y su mente manipuladora. De todas maneras, no voy a seguir haciendo juicios de valor porque ustedes merecen tomar partida por cualquier personaje de la historia. Quizás alguno los conmueva más que otro… o quizás algún lector puede descifrar El Código Alejandro y explicarme; porque nunca entendí, pasan los años y sigo sin entender.

Su vida transcurría sin mayores sobresaltos. Hijo de un ferretero y un ama de casa, vivió en Monte Grande, provincia de Buenos Aires, hasta los veintidós años, cuando se mudó a un departamento en Avellaneda. Aunque su pasar económico no era grandioso, pudo comprarse un departamentito. No era Punta del Este ni vivía sobre Gorriti, pero la calle Estévez en Avellaneda cabía sin hacer ruido en su escabrosa biografía. Alejandro nació en Monte Grande allá por 1976 y mil veces maldije ese nueve de marzo.
¿Cómo puede amar y odiar a una misma persona? Bueno, es fácil responder a eso. Alejandro fue un estafador: y como todo ladrón, primero te vende el mejor hotel, con el más paradisíaco paisaje en tu ventana. Lo amas. después llegas a la playa y encontrás un estanque de agua mugrienta. Lo odias. Así son estas personas. Así era él. Así sigue siendo.
Quizás ahora me sea más fácil reconocer a este tipo de individuos pero en aquel entonces tenía solamente catorce años y, aunque creía que me las sabía todas, era simplemente una nena.

Así lo conocí: una noche desvelada por el no-amor de Cocol. Entré en el chat con la simple intención de distraerme por unas horas. Lo encontré o me encontró, me habló.  Escribió: “me dijeron que sos muy bonita” y yo que no me creía nada, le dije que estaba equivocado. Así empezamos. Al principio solamente hablábamos una vez por día. Con el tiempo, empezamos a necesitarnos. Es decir, yo empecé a necesitarlo. Nos escribíamos emails, nos dejábamos mensajes en la Net; cualquier medio era válido para mantenernos en comunicación. Alejandro era todo aquello que yo necesitaba: comprensión y sustento. No sabía demasiado de él, pero de algo estaba segura: cuando aparecía en la pantalla su nombre mi corazón se distendía, me hacía vibrar. Alejandro me hacía vibrar y sentir bien. Cocol no. Quizás estaba enamorada del hombre equivocado. O tal vez, solo tal vez, todavía no había conocido al hombre equivocado.
Claramente mi vida social no existía. En el colegio estaba absolutamente ausente. Mis amigas se habían despojado de mí, me habían dejado sola. Y no es que me molestara: estaba más que acostumbrada a estar sola, quizás hasta estaba a gusto. Mi vida comenzó a ser cibernética, transcurría en la red. Perdí la noción de realidad: todo lo que quería era hablar con Alejandro. Hablarle de Cocol, de lo mal que “me hacía”. Alejandro simplemente repetía: “yo no sé si este pibe es tonto o qué le pasa. Yo no te dejaría de lado por ningún motivo del mundo”. En lugar de tomarlo como lo que era, yo creía que era tierno. Alejandro me hacía mucho bien, pero todavía el fantasma de Cocol rondaba por los pasillos de mi mente.
Mis relaciones afectivas siempre fueron así: difíciles de concretar (y hasta imposibles) y dotadas de una obsesión incandescente. Una obsesión que me consume, que me mata, que me hiere y que aún así defiendo. Porque llegué a pensar que amor sin sufrimiento no era amor. Y Alejandro no me ofrecía ningún tipo de riesgo, ningún sufrimiento. Además, él vivía en Avellaneda y yo a más de 60 kilómetros. No podía ser, era imposible. Y por supuesto: no lo conocía. ¿Era imposible, dije? Era perfecto.

jueves, 12 de enero de 2012

abzurdah (capitulo 7)


Nunca confíes en una reina sin súbditos

¡Qué decepción! Digo, darme por enterada finalmente de que la amistad no existe. Al menos no aquella amistad de “bandita” que yo deseaba, aquel apego caballeresco de todas para una y una para todas. No existía. Ni siquiera este grupo tan consolidado podía dejarme entrever una amistad sólida. No existía tal cosa. No había amistad. Entonces decidí que a partir de aquel momento no iba a confiar en nadie (es decir, si se reían de una compañera antigua, ¿por qué no se iban a reír de mí?).
Empecé a pensar en las teorías utilitarias y que quizás no estaban tan erradas. Decidí que mis amistades mayoritariamente iban a ser por conveniencia. Que necesitaba rodearme de gente que me servía para tal o cuál empresa y que si alguien no me era útil directamente pasaba a ser un estorbo. Así, quien no me sirviera sería desechado. Suena bastante práctico, frío y calculador. Y es que así quería ser yo, después de tantos colegios y decepciones. Me jactaba de mis decisiones y a quién me preguntaba le contestaba que me juntaba con esta o con aquella solamente porque las necesitaba.
Pero era ficción, pura mentira. Soy la persona más apegada a los afectos que conozco. Necesito de amigas, de familia, de amores, de mascotas, necesito todo eso; a las personas que me recuerdan quién soy. Pero en aquella época esa era la imagen que quería mostrar de mí y siempre tuve la encantadora habilidad de hacerle creer a la gente que el cielo se está cayendo, aunque sea un día de sol reluciente.
En el año 1998 mis padres habían comprado un terreno en un barrio privado (o country) a veinte minutos de la ciudad. Yo no quería mudarme allá, porque quedaba cerca del Patris, es decir: campestre en todos los sentidos, pero llegó el momento cuando mi papá anunció que ya no viviríamos más donde siempre, porque había empezado a construir una casa en el barrio privado. Para eso, tuvimos que vender el hogar donde viví 14 años de mi vida y mudarnos a una casa a media hora de ahí, más urbana, sí, y más cerca del colegio donde iba ahora y más cerca del centro y de los cines y de todas las cosas que siempre me habían quedado lejos.
Dicen que las mudanzas no son buenas para las personas en desarrollo mental y están en lo cierto, seguramente. Pero yo, que siempre fui diferente, gocé de la mudanza. El colegio me quedaba a diez cuadras (aunque jamás fui caminando, no señor), el centro a tres, peluquerías, gimnasios, cines, librerías, ¡todo cerca! Por primera vez en toda mi vida empecé a invitar amigas a comer, o a estudiar, o simplemente a tomar mate a casa (la nueva, que no quedaba en el pueblo). Así, de a poco, me alejé del grupete y empecé a conocer a otro grupo. Pronto éramos cuatro inseparables compañeras: Agustina C., Agustina A., Hary y yo.
Era la época cuando mis compañeras del colegio empezaban a ir a bailar. No es sorpresivo que a mí no me interesasen esas cosas ¿verdad? Así que mientras mis compañeras iban a llenarse de olor a humo la ropa y el pelo, y a tomar cerveza hasta vomitar y hablar pavadas, yo prefería quedarme en casa leyendo o mirando TV o simplemente escribiendo poemas para Cocol. Patética. Pero así era, así soy y las estadísticas pronostican que así seré toda la vida.
Solíamos juntarnos siempre en una casa diferente. Lo que a mí más me gustaba era ir a lo de Agustina A., porque vivía justo en el centro, en una cuadra llena de negocios, de gente, de vida. A veces nos quedábamos a dormir ahí. Aunque mis nuevas “amigas” me mantenían lo suficientemente ocupada como para pensar, todavía me sentía triste. Un sentimiento desgarrador, que me congelaba los intestinos y se transformaba en iceberg justo en el medio de mi garganta. Sentía ganas de llorar todo el tiempo. Y cuando digo “todo el tiempo” debe entenderse literalmente. No podía ver una película, ni hablar de temas que supiera de antemano me iban a conmover, porque una vez que empezaba a llorar ya no había vuelta atrás.
Alguien me había hecho daño, o yo me había hecho daño. En aquel momento preferí dar por sobreentendido que era Cocol la causa de mis males y de mi profundísima necesidad de morir. Que simplemente me sentía triste por estar viviendo la historia de un adverso amor no correspondido, donde Julieta (yo) estaba a punto de caer envenenada por sus propias lágrimas.
“Mamá, quiero ir al psicólogo”- le dije.
“Ay, Cielo, dejate de pavadas. No necesitas ir al psicólogo”- me contestó.

Y sentí que me moría. Porque cuando tenés catorce años y sos caprichosa y consentida, si tu mamá no hace las cosas por vos entonces son imposibles de conseguir. Necesitaba, o creía que necesitaba, la autorización de mamá para ir al psicólogo: de todas maneras, ella era quien pagaría las sesiones en tal caso, porque yo no había trabajado, ni ahorrado, ni salvado un centésimo.
Les expliqué a las dos Agustinas y a Hary lo mal que me sentía y ellas prometieron intentar ayudarme. Agustina A., siempre me escribía cartitas de apoyo: “vas a ver que vas a terminar con Cocol”, “seguramente van a ser novios” y demás demostraciones de aprobación hacia esa relación. Empecé a pensar que quizás Agus A. no estaba tan equivocada; que tanto amor tenía que desembocar en algún puerto y que el nombre de ese puerto empezaba con “C” y terminaba con “ocol”. Así, me instó a empezar a llamarlo por teléfono. Después de clases, me instalaba en un locutorio en frente de la casa de Agus A. y marcaba el teléfono de Cocol. A veces solamente preguntaba por él y después colgaba… pero después se me ocurrió algo más ingenioso.
Le pedía Agus A. que llamara a lo de Cocol y le sonsaque información: a dónde iba a bailar, si tenía novia, si tenía celular, si salía mucho, qué días se lo podía encontrar en el club de rugby, etc. Así, Agustina empezó a llamarlo, siempre en mi presencia y al finalizar la llamada me pasaba el parte: “no está saliendo mucho”, “está jugando los domingos a las 15hs”, bla, bla, bla. De esa manera, empecé a saber muchísimo más de Cocol y sus costumbres; ahora sabía de quién estaba enamorada, o al menos ahora tenía otros datos además de su nombre.
Mientras tanto Agustina C. estaba enamorada de Martín. Enamorada o le gustaba o lo que sea. Empezamos a ir a un bar donde también se bailaba. Solíamos ir los viernes. Las chicas se ponían nerviosas cuando un chico les hablaba y es entendible: nunca en sus vidas habían tenido contacto con chicos. Yo estaba un poco más acostumbrada a lidiar con los varones, no porque hubiera tenido novio, sino porque había tenido toda la vida compañeros en los diferentes colegios.
Agustina C., Agustina A., Hary y yo estábamos una noche tomando algo en el bar y simulando bailar sin que nos importase nada, cuando de repente se acercó Martín. La cara de Agus C. se desfiguró de sorpresa a miedo y de miedo a desesperación, tanto que decidió correr al baño. Martín y Agustina A. se quedaron hablando. Y yo unos centímetros más lejos con Hary.
“No te gusta Agustina?”- preguntó su homónima
“No, me gusta Cielo”- contestó Martín.
“¿Cielo? Uh… no, no. Cielo es una puta, está en otra cosa, completamente”- replicó mi MEJOR AMIGA.

Cuando le pregunté a Agustina por qué había hecho eso, me dijo que por el bien del grupo: que no quería que nos peleásemos por un chico (¡imbécil, ni siquiera servía para inventar excusas!). Que si Martín no quería estar con Agustina entonces que no iba a estar con ninguna de las otras integrantes del grupo. Está muy bien, acepto la regla (ni que me gustara Martín ¡puaj!) pero ¿qué necesidad había de decir que yo era una puta y que estaba “en otra cosa”? (como si me estuviera drogando, o haciéndome piercings en el clítoris, o fumando hierba taiwanesa). Ninguna necesidad. Simplemente Agustina A. era una pésima amiga y pésima persona (bueno, no por nada está hoy por hoy absolutamente sola y abandonada). ¿Quieren más? Les doy más.
A Agustina le perdoné lo de Martín. Con tal de conservar el único grupo de amigas que quería sinceramente, estaba dispuesta a soportar que una de ellas me llamara “puta” para defender los intereses de otra. Lo entendía; no me gustaba el método, pero lo entendía.
Otra noche, habíamos quedado en encontrarnos en la casa de Agustina C. para maquillarnos, cambiarnos, peinarnos y salir juntas las cuatro. Cuando llegué se había formado una especie de reunión o subgrupo. Allí estaban sentadas las dos Agustinas y Hary, que me dijeron muy seriamente: Cielo, no queremos salir más con vos. Me llevé una ingrata sorpresa y aún no entendía: ¿Qué pasó?
“Que ya no queremos salir con vos. Sentimos que vos sos la estrella –no me voy a olvidar nunca más de eso, la estrella- y que nosotras vamos atrás como si fuéramos tus esclavas. Todo el mundo te mira a vos y nosotras parecemos tus súbditas”. Ahora sí: necesitaba urgentemente un psicólogo o una sierra eléctrica para azotarme hasta la muerte, o mejor: azotarlas a ellas.
Dejamos de salir juntas. Y poco tiempo después recibí una grata noticia que me alegró el corazón: Agustina A. estaba saliendo con Cocol. Por favor, depositen la sierra eléctrica en mi cuello. Muchas gracias.

viernes, 6 de enero de 2012

abzurdah (capitulo 6)


Vientos católicos en el bolsillo

Cuando esa tarde llegué a casa, mamá me dijo: “no hacía falta que te escaparas, ya te habíamos comprado el uniforme para ir al Eucarístico”. Sentí por un momento que todo lo que había hecho no tenía sentido y a la vez, que seguía consiguiendo las cosas sin esfuerzo alguno. Es decir, simplemente tuve que homenajearme con un muñequito de alambre suicida y escaparme y ser mordida por un gran danés. Quizás sí me esforcé. Lo importante era que no iba a volver a ese colegio.
Marina, mi prima, iba al Eucarístico. Y mientras yo, en constante decadencia, usaba el jogging verde, la veía a ella deslizarse graciosamente con un uniforme de colegio de verdad. El mismo que ahora estaba encima de mi mesa: pollera cuadrillé tableada, camisa blanca, corbata cuadrillé, mocasines, medias y pulóver azules. ¡Por fin iba a ir a un colegio de verdad!
Un veinticuatro de junio de 1998 entré en el Eucarístico tímidamente. La directora del colegio me llamó y me dijo: “lamentablemente no había más cupos en noveno “a”, así que vas a tener que estar en noveno “b”. Siempre me pareció gracioso decir a qué curso iba: 9b (no ve, no ve). Estaban en la sala de video. La directora abrió la puerta y dijo: “Chicas, tienen una compañera nueva. Cielo se integra hoy al curso”. Cuando entré en la sala, treinta y un chicas me miraron fijamente. Pocos segundos después, empezaron los comentarios y una de ellas me dijo que me uniera, que podía sentarme con su grupo. Un colegio normal. Algo normal en mi vida. Increíblemente inesperado.
Para ese momento de mi vida yo ya sabía que no era como los demás. No era simplemente que había tenido una infancia un poco diferente: era muy evidente que no tenía nada que ver con mis compañeras del colegio, ni con los adolescentes de mi edad. A decir verdad, siempre me sentí un poco más madura que mis pares. Me costaba seguirles el ritmo a mis compañeras. Mientras ellas hablaban de ropa o de exámenes, yo estaba sufriendo por el primer amor no correspondido de mi vida (como si existieran los amores correspondidos). El amor es perro. Pero aún si pudiera elegir vivir sin amor, no lo haría. Hace tiempo que pienso que es mejor estar doliente por un amor irreal, o maligno o escabroso, en lugar de estar obnubilado por la nada y ser comido progresivamente por el aburrimiento del bienestar. No quiero decir que me sentía más inteligente que mis compañeras: simplemente teníamos diferentes intereses. Eso puede ser positivo o bastante malo: yo me creía muy inteligente y perspicaz, así que jamás lo tomé como un aspecto negativo. Simplemente me consideraba más madura y con la atención puesta en problemas de adultos, tales como el amor. Lo cierto es que el amor te vuelve un bebé, aunque tengas cincuenta o sesenta años. Te deforma, te consume. Y si no es sacrificado no es amor. Mejor vuelvo al Eucarístico.
En pocas horas logré entrar en un grupo del colegio, que más tarde pasarían a ser “el grupete”. Todas en el grupo eran excelentes alumnas, que incluso competían entre ellas a ver quién era la mejor. Justo lo que yo necesitaba: un poco más de competencia. Lo cierto es que no me venía nada mal, me refiero a la competencia. Me hizo dar cuenta de que quizás yo no era tan buena alumna como creía. Estas chicas eran increíbles: la que no se sacaba diez, se sacaba nueve cincuenta. Y lo mejor: eran graciosas y no eran para nada ratas de biblioteca. Se divertían a lo grande, molestaban a las profesoras y obtenían excelentes notas: el modelo de devoción de todo adolescente. Y todo lo que yo quería ser: divertida, hermosa e inteligente. Ellas lo eran. Decidí que ese iba a ser el grupo donde me iba a quedar.
Como en todo colegio, los subgrupos estaban muy bien divididos: las “perdedoras”, el “grupo de rejunte” donde estaban todas las que habían sido desterradas de los demás conjuntos, las “chetas”, las estudiosas, las vagas mal y las vagas bien. A saber: las vagas mal además eran feas y gordas. Las vagas bien eran el “grupete”, vagas pero lo suficientemente inteligentes como para estudiar cinco minutos y quedar eximias.
No podía caer en otro grupo: venía de un colegio bilingüe, era bonita, alta, flaca, hablaba perfecto inglés y era buena alumna. Al grupete, sin pensarlo. “Vamos a decirte con quiénes te podés juntar y con quienes ni te conviene acercarte”- me dijo una de ellas. Así, me empezaron a contar el historial de cada una de las chicas que no pertenecían al grupete. Y más tarde, en secreto ya dejaban deslizar  confidencias (a escondidas) de ellas mismas. “Aquella es lesbiana, que ni te toque. Esta otra es una estúpida. Uff… ¡aquella es una amarga!”. En una oportunidad, una de las chicas atinó a decir que me dejaran decidir a mí con quién me juntaría y con quién no. “Dejen que ella se de cuenta sola de cómo es cada una”. Fue censurada odiosamente. “Es mejor así, le facilitamos el trabajo de darse cuenta”. Como si conocer a las personas fuese una pérdida de tiempo. Lo cierto es que tenía catorce años, me sentía hermosa y había llegado a un colegio que más bien parecía el cielo.
Las paredes eran de un blanco eclesiástico y los mármoles brillaban todos los días con la misma intensidad a cualquier hora. No había rastro alguno de suciedad, casi ni parecía un colegio. Y claro: todos los colegios de monjas son así. O de eso me enteré después. Tendría que haberlo supuesto. Nunca en mi vida había asistido a un colegio donde fueran todas alumnas mujeres. Tuve a veces espasmos post-clase porque necesitaba esa complicidad con los hombres y porque sabía claramente que el ambiente femenino es mucho más competitivo que cualquier otro. Y tenía entendido hasta ese momento que la amistad entre las mujeres nunca sobrepasaba el límite de prestarse alguna prenda o decidir de qué color iban a pintarse los ojos. De todas maneras, me decidí a jugar el juego y a tener el corazón más eucarístico que nunca.
Tocó el timbre y las chicas me invitaron a salir al patio con ellas. No era el bosque del Pedagógico ni del Patris, pero tampoco era el patiecito de dos por dos del Estrada: era más bien un patio de casa normal. Baldosas cuidadosamente aseadas, chicas luciendo uniformes como en un desfile y una iglesia que me daba escalofríos de tan solo mirarla. Nunca fui muy católica. Pero desde que el señor llamado Dios me estaba haciendo sufrir con Cocol, me había decidido a no volver a pisar jamás una iglesia.
Estaba en problemas. El Corazón Eucarístico de Jesús era no mucho menos que eso: un colegio católico. Con monjas dando vueltas por los pasillos, con sus estúpidos trajes de puritanas. ¡Zorras! Después se sorprenden cuando ven cómo una adolescente se masturba con un crucifijo. Denme un descanso, por favor. ¿Qué quieren hacernos creer? ¿Qué no necesitan sexo? ¿Que viven del amor de Dios? Me cansan. Me ponen de mal humor. Las monjas y los curas y todos esos depravados que andan por la calle pastoreando como si fuésemos ganado insensible y sin sesos. No quiero pecar de insensible pero ¿quién le dijo a determinado cura que puede eximirme de mis pecados? ¡Por Dios! Es ilógico. Que un tipo normal, porque seamos claros: no tienen más poderes que nosotros, diga que habla con Dios o que siente que el espíritu santo vive dentro de su bolsillo no es prueba de fe para mí. Necesitas decirme mucho más que eso para que yo te cuente cuántas veces hice el amor en una parroquia o que le robé el reloj a un paralítico en santa fe y corrientes. Los pecados se los guarda uno, o los escribe en un libro, o los graba desnuda en mini-dv y después vende la cinta. No sé. Pero ¿por qué habría de contarle mis pecados a un hombre que viste de negro y eventualmente viola a menores de edad? Mmhh… buena pregunta, sin respuesta alguna. Es decir, si en algún momento a alguien se le ocurre una buena respuesta que no incluya la palabra “fe” puede enviarle un email a mi casilla y con gusto mi secretaria lo leerá. Es broma. No tengo secretaria y en ningún momento creo que se va a encontrar esa respuesta.
Mientras estaba en el patio con mi nuevo grupo de amigas, se me ocurrió visitar el baño y matar el mito urbano del papel higiénico. Resultado: en los colegios de monjas tampoco hay papel higiénico. Maldición. Entonces volví  al aula para buscar algunos papelitos tisúes que tenía en mi cartera, para encontrarme con la agradable sorpresa: dos chicas que durante la última clase me habían estado hablando mal del resto, en este momento estaban espiando mi cuaderno. Había escrito en inglés, siempre yo tan precavida. Algo así como que me estaba gustando el colegio, pero que me costaba acostumbrarme a que éramos todas mujeres. Que había encontrado un grupo fantástico de chicas y que pensaba que iba a ser muy feliz. Boludeces. Y gracias a DIOS, je, en inglés. Siempre supuse que las dos espías del FBI no habían entendido ni cazzo de lo que escribí. De todas maneras, no decía nada demasiado incriminador. Cuando en el siguiente recreo mi cuaderno había desaparecido por completo, empecé a preocuparme. Lo encontré al final de la jornada escolar, durmiendo plácidamente debajo de un pupitre que previsiblemente no era el mío. Mi cuaderno había sido secuestrado y torturado, seguramente, para exprimir mis secretos.
Siempre tuve ese rollo, esa obsesión: escribir. Escribir cualquier cosa que me venía en mente, las cosas que me estaban pasando. O simplemente frases exterminadoras: “me cansé de este colegio”, “tal cosa me tiene harta”, “amo tal otra”, bla, bla. El papel es prudente. El papel no te es infiel, no te caga, te deja ser. No te pone cara de circunstancia aunque le estés contando que tenés morbo con las ratas egipcias o que te excita ver cómo los murciélagos duermen en el tapa-rollo de tu ventana. Quizás por eso no tenía amigas, porque todo lo que las chicas les contaban a sus amigas, yo lo reproducía con exactitud en mi cuaderno; y mientras la memoria de un ser humano puede fallar, las letras de los cuadernos son imborrables. Supongo que por eso siempre me aislé de esa manera: nunca tuve la necesidad de comunicarme, porque ya lo estaba haciendo. Escribir es comunicar, aunque mis escritos siempre terminaban escondidos y sin participar al mundo de mi dolor, mi felicidad o mi disconformidad porque me habían secuestrado el cuaderno lleno de iniquidades en el primer día de clases en el Eucarístico.
Las semanas siguientes fueron bastante más placenteras y empezó a surgir mi lado cómico. Una faceta mía que estaba profundamente enterrada en lo más oscuro de mi ignorancia. Hasta ese momento jamás supe que tenía sentido del humor. Lo cierto es que develé una especie de don de la risa, o mejor: un don de la oratoria. Me invitaban a los cumpleaños y me hacían contar una y otra vez la historia del perro que me mordía. Por supuesto, no sólo yo la contaba sino que me paraba y hacía toda la mímica. Es muy gracioso contado, en serio… de hecho, y lo digo casi sin vergüenza, lo sigo contando de vez en cuando. Uno con esa historia gana. Es así, es fácil. Es cómica, es inocente, es la historia de cómo entrar en un grupo simpáticamente, sin querer dominar terrenos con previa ocupación. Las líderes de aquel grupo estaban muy bien elegidas y no tenían ninguna gana de ceder el trono y ningún problema en luchar a diente filoso contra cualquier adversaria. Yo no podía ser tan maleducada de aceptar la invitación al grupo y querer ser líder… y sin embargo a veces no puedo conmigo misma.
A la semana ya me sentía una más y recibía llamadas telefónicas como si las hubiera conocido desde jardín de infantes. Las chicas que no pertenecían al grupo y que se animaban a cruzar palabra con la desconocida, a.k.a yo, me decían: “cuidado con las del grupete. Son falsas. Hoy te quieren, mañana te desechan”. Sí, claro. Mmm… ¡¡qué olor a envidia!! Típico. Estuviste toda tu infancia queriendo entrar en el grupo sin éxito y tu futuro más prometedor es el de ser monja del colegio al que asistís. Esa es tu máxima aspiración. Y de buenas a primeras caigo yo y entro casi sin golpear. Uff… no debe ser excesivamente agradable. Pero es así, la vida es injusta. Y algunas adolescentes, también lo somos.
Laura me invitó a su casa para ver un partido de fútbol de la selección nacional. Tenía la mejor casa en la que hubiera estado jamás. Decorada en un setenta por ciento con mármol reluciente, hermosos jarrones oscuros, una televisión de pantalla plana, televisión satelital y hasta reproductor de dvd. Yo no podía creerlo. Era 1998 y lo único que tenía en mi casa era una computadora IBM del 97 que usaba windows 3.11. Sepan comprender: aquello era un palacio.
Cuando entré, con los ojos algo desorbitados, las encontré a mis compañeras (sólo a los miembros del grupete, claro) acostadas confortablemente en un sillón blanco que rodeaba gran parte de la sala de estar, cantando a la voz de “Batistuta we love you!”. Era como estar en un sueño: tenía amigas y creía que eran las mejores que pudiera haber encontrado. Estaba convencida de que por fin me estaba codeando con gente como yo, o que quizás finalmente había encontrado un modelo a seguir: inteligente, graciosa y buena alumna. ¿Qué más quería?
Laura me mostró su casa y en cuanto llegamos a su habitación no logré evitar mirar su computadora. Tenía todos los accesorios, que en aquel momento eran un lujo: grabadora de cds, muchos cds vírgenes, un monitor de pantalla plana (o sea, es el día de hoy que yo todavía sigo escribiendo en un monitor “Kely, the brightest choice” (?)), etc. ¿Querés conectarte a Internet?- me preguntó. Yo temblé. Había estado en Internet en la casa de Zú y me había creado una cuenta de email pero ciertamente no la recordaba y no podía esperar para bajar y ver el partido con mis nuevas amigas. No por el partido, nunca me entretuvo el fútbol (y de hecho, no lo entiendo), sino porque quería compartir eso con ellas. Le dije a Laura que entraría en Internet un poco más tarde y finalmente nunca lo hice.
Vimos el partido entre helados y cigarrillos: detalle, en ese colegio todas fumaban. Excepto yo. Ni siquiera se me había ocurrido probar el cigarrillo y hasta me parecía una falta de respeto a los padres de mi compañera y dueños de esa casa. Uff… me odiaba yo, tan rigurosa, tan educada, tan bien aprendida.
“Ah… ni te preocupes por el papá de Laura- me dijo una de las chicas y bajó la voz casi convirtiéndose en un siseo de víbora- es un chorro cualquiera. Un estafador. ¿Por qué pensás que tienen esta casa y esos autos? El tipo es ladrón, es político… vos sabés cómo son estas cosas. Es más, la semana pasada salió esta casa en el diario y lo re escarcharon… ¡pobre Lau!”.
Menudas amigas tienen. Veo cómo se quieren entre ustedes. Pero si ese era el juego, a jugar se ha dicho. No pensaba perder una partida más hasta el día de mi muerte. Y es una promesa aún difícil de olvidar. Si esas iban a ser mis amigas, entonces tendría que aprender a tejer telarañas y a  sobrevivir en un nido de arañas pollito.

lunes, 2 de enero de 2012

abzurdah (capitulo 5)


El muñequito suicida y el perro asesino


Zú. Así se llama mi tía. No, no es un diminutivo de Susana; se llama Zulene y es brasilera. La historia es apasionante, o al menos es de esas que improbablemente me sucedan a mí jamás, porque pasa en las películas y a la gente con suerte. Y aunque muchas veces mi vida sea dramática y peliculera, yo no soy una chica con suerte de la buena.
Zú era una bahiana más en las playas de Ipanema hasta que al hermano de mi mamá y a mi papá (quienes eran amigos desde antes del casamiento con mi madre) se les ocurrió visitar el lugar. Asombrosamente mi tío y Zú se enamoraron en esa semana de vacaciones. Cuando volvieron a la ciudad donde vivían, mi tío y Zú se siguieron enviando correspondencia hasta que en otro encuentro él le pidió casamiento. Después de casarse (en Brasil) vinieron a vivir a esta ciudad y aquí se quedaron. Tuvieron cinco hijos, tan brasileros como argentinos. Y la casa de Zú siempre fue divertida. Los brasileros tienen ese “no sé qué”, esa chispa bahiana, ese axé incorporado, el tonito al hablar, ¡qué será que tienen! Pero me encantaba ir a lo de Zú.
Tuvieron cinco hijos que se convirtieron en mis únicos amigos durante mi estadía en el Pedagógico, el Estrada y el Patris. Marina (dos años mayor que yo), Robertito (un año menor que yo), Fernanda (dos años menor), Juliana de la misma edad que mi hermano Federico (5 años menores) y Santiago de la misma edad que mi hermana Agostina (6 años menores que yo). No había ningún plan fuese más divertido que ir a lo de Zú: siempre había algo para hacer. Marina no me prestaba mucha atención porque mientras yo tenía catorce y jugaba con Robertito al mortal-kombat, ella tenía dieciséis y ya tenía novio. Pero a Fernanda y a Juliana les leía cuentos de terror. Me encantaba que me pidieran cuentos. A veces inventaba finales, porque después de tantas noches se me acaban los relatos. Santiago se iba a dormir temprano porque era más chico que todos.
Tenían un parque enorme, una pileta que estaba siempre limpia, un tobogán, árboles donde trepar, un perro, una casa enorme, muchos juegos y computadora con Internet. Desgraciadamente, dirán unos. Afortunadamente, pensaran otros. Yo todavía no puedo decidirme. Como siempre, me cuesta. El ingreso de la tecnología me trajo madurez y sabiduría. Problemas existenciales y una puerta abierta a la realidad que maquillaba todos los días antes de irme a dormir.
A la mañana, Zú nos preparaba desayunos interminables. Daba gusto ir al colegio en ese entonces. Digo: ir al colegio (en el auto), no “estar en el colegio” per sei. Pero era menos evidente mi desprecio cuando llegaba al aula. No tenía cara de amargada, por lo menos los días que llegaba desde lo de Zú. Una vez que ingresaba en esa institución del caos el mundo se me venía abajo. Detestaba a mis compañeras: una que tocaba la guitarra e intentaba cantar, otra que jugaba de santurrona, otra que tenía los cachetes rosas y eso me molestaba sobremanera, otra que era mi prima y aunque la quería no podía dejar de sentirme en competencia y desde ahí para abajo todas las atrocidades que puedan imaginarse.
La gente no tenía problemas. Los problemas los tenía yo: era antisocial y me creía una belleza superior. En conclusión: me creía una mierda entonces tenía que actuar superficialmente, como si nada me afectara. Lo cierto es que tenía hambre, odiaba ese colegio y con los días empeoraba. Era una maldición. Me empezó a ir mal en las materias, ya no tenía ganas de estudiar y por primera vez el nombre de un chico me zumbaba repetitivamente en la cabeza: Cocol.
Él tenía 4 años más que yo. Y convengamos, de 18 a 14 años hay bastante diferencia. En ese momento no me interesaba aquello en lo más mínimo. Me creía madura y con ganas de conocer a un hombre a quien amar. Me dediqué entonces a escribir poemas y clichés sobre lo dorado de sus “cabellos”, el profundo azul de sus ojos y demás lugares comunes que aparecen en toda tarjeta de salutación. Me creía toda una poetiza. Él era el típico jugador de rugby carilindo. No más que eso. Años más tarde lo comprobaría. Pero en ese momento Cocol era lo mejor que me pasaba y convengamos: no me pasaban muchas cosas. El colegio apestaba, con mis hermanos me peleaba bastante, tenía problemas de identificación social, me costaba muchísimo ir a clases, no tenía amigas: era la presa perfecta de un cazador que me ignoraba. Que sabía que existía, pero que decidía ignorarme completamente. Porque si no me hubiera visto, si hubiera desconocido mi existencia quizás habría sido menos doloroso. Pero él decidió ignorarme por completo.
Así empecé a pasar las horas de clase escribiendo hojas enteras con su nombre y el mío entrelazados, de diferentes colores, rodeados de corazones o la decoración de turno. Cocol ocupaba el 95 por ciento de mi mente y el resto lo ocupaban la no-comida y mis ganas de ser echada de aquella institución. Mis carpetas y apuntes estaban llenos de poemas y cartas que jamás llegarían a destinatario. Hasta que una tarde me decidí.
Había escrito la carta más dulce en catorce años de existencia. Allí le confesaba mi amor adolescente, que aparentaba ser puro y comprensivo. Un amor verdaderamente inexistente que provocó el dolor más fuerte que había sentido jamás. Recuerdo haber tomado un taxi hasta el club de rugby donde pensé que estaría entrenando. Estaba todo planeado: iba a llegar, con la intención de anotarme en la pileta del club para la temporada de verano, me tropezaría con él de improviso y dejaría caer la carta. Él la tomaría entre sus manos, yo sonreiría y me alejaría caminando graciosamente.

Nada de eso ocurrió. ¿Por qué uno se imagina tremendas estupideces? ¿Por qué pensé que iba a chocarme con él? Porque mi intención no era cruzarlo, sino chocármelo... supongo que era más romántico un tropezón amoroso.
Entré en el club, nerviosa, muy nerviosa. Con la carta sujeta por mis sudorosas manos. Un vistazo a la izquierda. Un vistazo a la derecha. Nadie. ¿Por qué pensé que iba a estar? No sé. Supongo que a esa edad las cosas tienen que salir como uno quiere, como uno sueña, como uno anhela. Más tarde aprendería a dejar de soñar. Ahora necesitaba verlo a Cocol. Y no estaba. Nunca estuvo.
Volví llorando. Atravesé las canchas de rugby desconsoladamente. Llorando amargada, con bronca porque Cocol no estaba. Con bronca porque me había imaginado que estaría. Con bronca porque era una estúpida. Con bronca porque hubiera sido más fácil llamarlo por teléfono. Con bronca, mucha. Y tristeza.
La semana siguiente terminó de desabastecerme de amor propio cuando escuché de un compañero de clase el rumor: “Cocol está de novio con la hermana de Mengano”. Invento. Porque después de “está de novio…” dejé de escuchar. O se me cancelaron los oídos, o se me cumplió el deseo de ser sorda y permanecer así por toda la eternidad. Nunca iba a poder superar este amor con Cocol. ¿Por qué me hacía esto? (¿Qué me estaba haciendo?).
Los amores juveniles son así. Obsesivos, absolutos: a todo o nada. Lo terrible es que seis años después uno siga comportándose de esa manera. Lo doloroso es que definitivamente así se quede uno: siendo una maldita obsesiva. Supuse que tenía que superarlo… pero nada parecía cambiar. Cocol seguía en mi cabeza. Lo perseguía, lo buscaba, me escondía, llamaba por teléfono y cortaba. Me sentía necesitada: de su voz, de sus palabras silenciosas, de sus miradas. De mis inventos. De eso vivía: del timbre que le había atribuido a la voz de Cocol, de la personalidad que le compré, de un futuro ideal juntos, donde no existiera la diferencia de edad. En mi cabeza podíamos ser felices y no entendía por qué no se concretaba mi sueño. Me enojé con dios y con el mundo. Dejé de creer en el Ser Divino y empecé a maldecirlo. “Si Dios existe, no puede estar haciéndome esto”. No pensaba que Dios estaba ocupado en cosas más importantes, porque definitivamente, para mí a los catorce años, no había algo más importante que Cocol. Y Cocol y mi salud mental iban de la mano, irremediablemente.  Así como también: la falta de Cocol y mi depresión eran mejores amigos.

En el colegio teníamos plástica. Un invento de los profesores en un intento de hacer que los alumnos se expresen. La mayoría simplemente utilizaba ese tiempo para hacer machetes para algún examen o para pintarse las uñas. Aquella mañana teníamos que llevar hilos de metal al colegio. Es decir, hilos lo suficientemente gruesos como para moldearlos, cruzarlos y crear formas. “¡Exprésense!” Nos exigió el profesor de plástica. Ya lo creo que me voy a expresar. Para el término de la hora de plástica mis hilos de metal se habían convertido en un muñequito suicida. “Soy yo” rezaba el título.
Mi obra de arte constaba de una horca metalizada, de ella colgaba una supuesta soga. Y enganchado cómodamente en su fría parálisis, un muñequito ahorcado. Era imperturbable, era de metal y estaba muerto. Suicidado. Se había autodeterminado la muerte. Era tan solo un muñequito. Pero su cabeza tenía hilos de metal enrollados como ideas y deseos no llevados a cabo: tantas ideas y tantos deseos que lo habían llevado a la muerte. La irrealización de los sueños o de las metas o de los propósitos te pueden llevar a la irremediable defunción. Es fantásticamente comprobable. Tomen cualquier diario: ¿O piensan que la gente se suicida porque está aburrida? ¡Lo mío era una obra de arte! Y una ineludible predicción.
Obra de arte que terminó en la basura. Intenté conservarlo, pero mamá lo tiró. Yo lo hubiera guardado y entregado a Urgencias Mentales, pero quizás sí era más fácil que se los lleven los muchachos de la basura. Siempre lo más fácil, lo que acarree menos problemas. Mi muñequito suicida terminó en la basura, pero tantos metales y tantos sueños no iban a terminar ahí. Me tenía que ir de ese colegio.
Unas semanas después lo decidí. Era junio de 1998 y ya había pasado suficiente tiempo en ese colegio: tres meses de prueba no estuvieron nada mal. Tocó el timbre aquella tarde fría de sol y nos llamaron a comer. Yo estaba más interesada en idear mi plan. Corrí, escapista, hasta el aula de Fernanda, mi prima, y le dije: “Fer, me voy a escapar”. Mi prima no mostró interés en escaparse conmigo, pero se rió y apoyó mi moción. Estarán pensando: ¿qué ganaba escapándome una tarde? ¡Liberación! Aunque al día siguiente tuviera que volver: la jaula abierta siempre me sedujo y el aire me faltaba en aquel lugar.
Esperé a que todos volvieran al aula. Me sentía prófuga, mi panza hacía ruidos de lo más extraños y me latía el corazón exageradamente. ¡Iba a romper una regla! Ya les dije que el colegio era un maldito campo: cuando me di cuenta que escaparse no suponía esfuerzo o riesgo alguno, me decepcioné. Pero también me animó a hacerlo de una vez por todas. Me acerqué hasta la entrada: era una estúpida reja de madera que dividía a los esclavos de los libres y yo estaba a punto de ser uno de ellos. Me agaché, me hice pequeñísima al lado de la reja y conté hasta tres (no es broma, conté hasta tres). A la cuenta de tres, saltaría la reja y correría hasta mi casa. Eran dos kilómetros, si no había calculado mal: un kilómetro de calle de tierra y campo y otro de asfalto, casas y urbanidad.
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3!

Salté la reja. Y mientras corría me di cuenta: estoy usando el uniforme, cualquiera que me vea en la calle corriendo se va a dar cuenta de que me escapé. Entonces corrí más rápido, más y más. Me pareció escuchar el motor de un auto. Estaba bastante lejos del colegio. No quería darme vuelta, tenía miedo de desconcentrarme, de perder el ritmo, de perderme en el campo, de chocarme con una oveja. El ruido del auto empezó a escucharse más y más cercano: entonces me di vuelta. Vi un auto que venía en la dirección donde yo me encontraba. Con seguridad me habían visto escaparme, o se habían dado cuenta de que no estaba en el aula. ¡¡Me estaban buscando!! Estaba ya lejos del colegio y empezaba la urbanidad. Me metí de contrabando en el jardín de una casa. Gateé como un perro en cuatro patas por el jardín de un desconocido, con el corazón latiéndome aceleradísimamente. Escaparse era un bochorno: pero escaparse y ser encontrada era peor. No me iban a encontrar. ¡Fantástico! El desconocido, dueño del jardín donde estaba gateando tenía una pileta de chapa. Me escondí detrás de la pileta. Pasaron veinte segundos y espiando logré ver al auto que me estaba persiguiendo: me pareció que miraba de izquierda a derecha en busca de una alumna fugada. Alucinaciones, seguramente; pero no podía correr el riesgo. Una vez que me aseguré de que el auto estaba lejos, quise salir de aquel jardín. Cuando iba a dar mi primer movimiento escapatorio, escuché que se abría la puerta de la casa donde yo estaba escondida como una ladrona. La puerta estaba a menos de dos metros de donde me ocultaba. De la casa salió un viejito que hablaba con su gato (que maullaba y me miraba como avisándole a su sordísimo dueño que había una intrusa). Le dio de comer, unas palmaditas y entró nuevamente a su choza. Era mi oportunidad para escapar. Los gatos no ladran y el viejo estaba sordo y cansado como para escucharme o perseguirme. Nuevamente iba a contar hasta tres. ¡Tenía que llegar a casa! Tomé valor.
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Corrí en dirección al portón y el viejo me escuchó, salió de su casa y gritó algo que nunca oí. Estaba demasiado exaltada como para tomarme el trabajo de decodificar sus palabras. Corría furtivamente cuando me pareció ver entre una ligustrina algo negro corriendo en sentido contrario. No podía voltearme para ver qué era, no tenía tiempo que perder. Seguí corriendo hasta que escuché un ladrido vi ese algo negro y grande abalanzarse con hambre sobre mí. Un gran danés. Sí, un gran danés. Primero saltó encima de mí y me tiró a la calle de tierra quemándome las rodillas. Después, no conforme, me mordió el pantalón y con ganas me sacudió de derecha a izquierda. Grité de desesperación: iba a ser el almuerzo de un maldito perro. Grité, sí… pero ¿quién iba a escuchar mis reclamos desesperados en el medio del campo?
“¡Chuchooo! ¡Chuchoooo! vení para acá” cantó alegremente una voz que de seguro pertenecía a una vieja. Y Chucho contentísimo y moviendo el rabo se alejó de mi mutilado cuerpo.  Yo estaba en shock. Me había mordido Chucho. Me dolía mucho. Me pasé la mano para medir el daño y volvió goteada de sangre. En la calle Chucho había escupido el pedazo de pantalón que me faltaba. Despeinada, llorando, ojerosa y con el culo mordido, seguí caminando, ya no corriendo, camino a casa. Estaba desesperada. Tenía sed, tenía miedo. Odiaba a Chucho y al viejo de la pileta y al maldito auto que me perseguía. De todas maneras ¿Qué iba a hacer? Decidí seguir mi jornada escapista. Y aquí viene lo más trágico.
Caminaba ya en un estado de ebriedad no provocado por alcohol sino por cansancio muscular, cuando frenó un auto conducido por una mujer: “¿estás bien?”- me preguntó. ¿Querés que te lleve al colegio?”. ¡Al colegio! Claro. Estaba con el uniforme, en el medio del campo. No podía ir a otro lado. Llorando le dije que NO. Un “no” mayúsculo. Seguí mi odisea hasta que a lo lejos distinguí una bicicleta pedaleando en sentido contrario al mío. Cuando vi al ciclista quise esconderme, pero ya no había caso: era mi abuelo. En un italiano un poco consternado me preguntó que cazzo estaba haciendo lejos del colegio e indagó acerca de mi aspecto moribundo. Le dije que estaba todo bien y que estaba yendo a casa. Insultó en italiano y lo único que entendí, traducido al castellano, sería: “te subís en la bicicleta y te llevo”.
Volví al colegio. Rota, sangrando, despeinada y sedienta. Entré en el aula, odiando a mi abuelo pero agradeciendo no haber corrido el kilómetro restante. Clases de portugués: “ela nao e loira”- dijo la profesora señalándome. Me largué a llorar. Nadie se había percatado de mi ausencia. Llamaron a mis padres para que me vayan a buscar. Ese fue mi último día en el Patris.