Donde lo oscuro y el placer
se mezclan
Se
acabó. Se había acabado (y a decir verdad, aquí empieza la verdadera historia).
Voy a hacer mis esfuerzos más calificados para intentar describir lo que sentía
en ese momento. Una parte de mí, la más caprichosa, pensaba que haberlo dejado
estaba bien, porque merecía más atención de parte de un hombre. En cambio, mi
parte más racional sabía que lo había dejado por miedo a que él me deje en
primer lugar.
Sí,
pensaba que necesitaba algo más de un hombre, pero todo lo que podía pensar
ahora era: “necesito morirme”. Claro, eran solo fantasías. Era mi “primera
desilusión amorosa”, como decía la gente en general. Yo muy profundamente tenía
la convicción de que no era simplemente una nena que dejaba a su primer novio e
iba a superarlo en cinco o seis días, ni semanas, ni años. Sabía que Alejandro
había marcado mi vida para siempre.
Antes
de conocerlo, era una mujercita gris, pero autosuficiente, hermosa e
inteligente. Ahora, dos años después era una versión pervertida de lo que solía
ser. Me había convertido en una persona desdeñosa, alguien que no sabía
gratificar a otros, que siempre buscaba el placer propio. Merecía placer, merecía
dejar de sufrir… y por sobre todas las cosas: no podía parar de imitarlo.
Alejandro
es la persona más egoísta y centrada en sí mismo que conozco, que conocí
durante todos estos años. No puede parar de hacer maldades, no puede consigo
mismo. Necesita, supongo, escarbar en lo más profundo de las personas en busca
de un punto débil. Y va a usar sus tácticas de degeneración en cualquier
persona que se le vuelva de pronto una molestia. Te va a pedir que te relajes,
que no lo presiones y por último te va a tirar al basural comunitario para que
te coman los buitres.
“Me
niego. Me rehúso a que me coman los buitres, voy a pelear hasta que se muera”.
Mentira, siempre digo algo y hago lo opuesto. Dejé que los buitres me comieran
y peor que eso: dejé que Alejandro me siguiera comiendo compulsivamente. Es
decir, seguramente tenía algún desorden alimenticio, o necesidad compulsiva de
sexo conmigo, no lo sé. Si tengo que rescatar algo de esos ocho meses juntos es
la atracción entre nuestros cuerpos. Nos veíamos y teníamos que tocarnos, hacernos
el amor indefinidamente, sin tiempo, sin lugar, sin porqués. Una atracción que
jamás desarrollé con otra persona y que sé que él tampoco pudo experimentar.
“Tenemos una atracción sexual innegable”- dijo alguna vez. Y era cierto. Yo no
lo entendía hasta que empecé a estar con otros hombres: ninguno se comparaba
con él. En ningún aspecto eran confrontables. Maldito el día en que lo conocí.
Durante
los meses siguientes Alejandro se mostró reticente a hablarme. No quería
escribirme, ni hablarme, ni verme (justo como el email que le había escrito ese
20 de julio). Eso lo caracterizaba eternamente: su orgullo. Se amaba a sí mismo
más que a otros, más que a su perro, a su madre, a mí, a nadie. Se amaba como
no había amado a nadie en el mundo y por lo que sé, después de ocho años, sigue
piropeándose fervientemente. Y yo simplemente supongo que está bien, es decir,
lo de Alejandro recorrió límites insospechados; pero ha de ser divertido amarse
a si mismo, como una eterna masturbación. Podría decirse que Alejandro era un
pajero.
Esa
devoción permanente hacia sí mismo hace que no haya lugar en sus prioridades ni
en su mente ni en sus ganas para otra persona (ni nombro al corazón porque
todavía no estoy segura de que posea uno; dato a confirmar). Cuando vivís en
Avellaneda y te crees inteligente y emprendedor y por sobre todas las cosas sos
un garca, no hay portones ni barreras que te detengan. Alejandro está
convencido que es el hombre más inteligente y mejor dotado de Sudamérica (ya
que no tuvo oportunidad todavía de viajar por los siete mares). Y si es hora de
sincerarme, Alejandro no es buenmozo. Quizás hasta podría decirse que es un
hombre feo (nariz grande, lunar al costado de los labios carnosos de más, ojos
pequeños, achinados, cejas cortas, morocho y en vías de calvicie mortal) y sin
embargo su inteligencia te consume, te enamora, te pervierte, te desmorona.
Alejandro es un gran orador, me convenció de cualquier cosa, le creí cualquier
cosa y quizás hasta todavía le creo. Me pregunto qué pasará en caso de que lea
estas páginas, en caso de que le lleguen comentarios, en caso de volver a
verlo. No, no. Nada de eso. ¿No?
Sí,
pienso que existe la posibilidad de seguir viéndolo, pero es prematuro hablar
de eso ahora que faltan tantas anécdotas por contar. Por lo pronto voy a decir
algo: mi obsesión alejandrística estaba desarrollada y Cocol al lado de Hogweed
era una lágrima de duende enano, casi imperceptible.
Si
bien Alejandro pretendía querer alejarse de mí, continuamos hablando todos los días.
A veces con despecho, a veces con congoja por extrañarnos y muchas otras veces
solo porque necesitábamos tocarnos y sentirnos. Así, terminábamos hablando de
por qué nos habíamos peleado, de cuáles eran las fallas en esa pareja corrupta
o teniendo charlas sobre sexo a niveles que play boy hubiera calificado como
xxxx.
Tanto
rogué, tanto lloré, tanto, que finalmente accedió. Nos encontramos en mi
ciudad. Volver a verlo después de dos meses me provocó un colapso en el sistema
nervioso. Me senté, solemne, en su auto y me preguntó qué quería hacer. Le dije
que teníamos que hablar, entonces manejó hasta una confitería. Una vez sentados
en la cafetería encendí un cigarrillo. Estaba nerviosa, Alejandro no me tocaba,
no existía el contacto físico. Los dos estábamos conmovidos por el encuentro.
Entonces le pregunté si quería un poco de mi cigarrillo; sorpresivamente me
dijo que sí (¡Alejandro no fuma!) pero un segundo más tarde entendí todo. La
forma cómo tomó el cigarrillo, rozando suavemente mis dedos, era casi tan
erótica como la manera en que me estaba mirando mientras lo hacía.
Aunque
habíamos prometido no hacerlo, terminamos yendo a un cuarto de hotel. No era
algo que pudiésemos decidir, vernos y no tener sexo estaba lejos de nuestra
imaginación más remota. A partir de aquel día de abril, éramos adictos uno al
sexo el del otro, era exageradamente placentero tocarnos y poseernos, por eso
no era una opción dejar pasar la oportunidad. No era opción.
Entré
primero, me quedé parada mirando alrededor. Una cama con sábanas de seda
azules, una caja plástica que con seguridad era el control de las luces y los
volúmenes de radios, televisores y demás; mesas de luz atiborradas de
preservativos baratos, una alfombra maloliente y la sensación de que esa
habitación acumulaba más polvo del que podía apreciar a simple vista. No me
gustaban los hoteles, me gustaba él y estaba dispuesta a cualquier cosa, a
cualquier lugar, a cualquiera.
Él
entró luego (se quedó estacionando el auto y cerrando la cortina, en caso de
que le diera vergüenza que alguien identifique la patente de su auto, quién
sabe) y me miró casi sin detenerse. Dio una vuelta a la habitación con la
mirada y se sentó en la cama con los brazos hacia atrás formando un triángulo
con su espalda y la cama. Me miró. Empecé a desvestirme sola. Nunca me había
desvestido sola, siempre esperaba a que él lo hiciera. Ahora me desvestía sola
mientras hablaba de una amiga y los exámenes del colegio. Como si en vez de
estar desvistiéndome para tener sexo con un hombre lo estuviera haciendo en un
probador de una casa de ropa con una amiga de toda la vida (en el caso de que
tuviera amigas de toda la vida).
Él
seguía mirándome. Mientras, yo me despojaba de las botas negras y las medias de
lycra. Me senté en la cama, pocos centímetros lejos de él y seguí hablando: “no
sé por qué nos fue mal en ese examen –mientras me sacaba el corpiño- habíamos
estudiado. Lo cierto es que esa profesora nos odia”. Alejandro entendió que mi
charla acerca del colegio era producto de una negación sobrehumana que mi
inconsciente estaba conjurando sobre mí. Me miró sonriendo y se tiró encima de
mí casi sin que me diese cuenta. No me interesaba darme cuenta, necesitaba que
estuviera adentro mío lo más rápido posible, quería olvidarme del colegio y de
todo lo que había pasado con él; quería olvidarme de que estaba en un hotel y
que en una hora nos tendríamos que ir, y que no iba a verlo en muchísimo
tiempo. No quería pensar que lo único que nos unía era el sexo, pero…
necesitaba ese sexo, aunque no fuese lo único que necesitaba.
Estábamos
ya los dos desnudos y Alejandro estaba encima de mí cuando simultáneamente
sentí placer y una opresión en el pecho, una angustia mortal, esclavizante, que
aunque traté de disuadir me violó hasta lo más profundo. Se dio cuenta. Paró,
me miró. Me preguntó por qué lloraba. Yo tenía los ojos rojos (lo sé porque me
arden mucho cuando los tengo así) y las lágrimas parecían salir de la fuente de
Salmacis, nunca paraban, no iban a parar, no pretendían hacerlo.
Me
sentía horrible: quería sentir su piel, su cuerpo, pero no quería tener sexo.
Necesitaba estar al lado suyo, abrazarlo, quizás hasta verlo dormir; pero tener
sexo no era compatible con la angustia existencial que vivía dentro de mí en
ese momento. Sí, claro que no iba a poder tenerlo desnudo al lado mío si no
hacía lo que fuera por seducirlo y hacer que me lleve a un hotel, pero no era
lo que yo quería. Simplemente necesitaba verlo tranquilo, con su tergiversada
mente dormida.
Le
dije que lloraba porque tenía mucho miedo de perderlo, de que esa fuera la
última vez que hiciéramos el amor, que lo vería indefenso y entregado. “Gorda,
nunca me vas a perder. Nunca”.
Y
ese año, no lo volví a ver.
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